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El horno

Eliana Soza Martínez

Trabajar en el cementerio no había sido el sueño de Gabriel, pero ser escritor no pagaba bien y llegar a ser el Gabriel García Márquez de su barrio era mucho más difícil de lo que jamás había imaginado, el trabajo se lo había conseguido su padrino, Don Adolfo que era amigo del nuevo alcalde, quien compró un horno crematorio para modernizar los servicios del cementerio municipal, así Gabriel quedó oficialmente como el responsable de ese servicio.

Lo que ganaba le alcanzaba para pagar un cuartucho en el que solo dormía porque el resto del tiempo lo pasaba en una cantina de mala muerte, en la que gastaba el resto de su salario. Allí comía y cenaba un solo plato que preparaba una cocinera robusta de piel tostada, que le había cogido cariño de tanto verle.

En el fondo, Gabriel aceptó el trabajo porque no le interesaba demasiado el dinero, solo quería mantener su mente ocupada en algo, para no pensar en escribir, ni recordar sus sueños de publicar y ser un escritor reconocido. Por eso bebía, para adormecer su cerebro y poder dormir tranquilo.

La inauguración del horno fue todo un evento, estuvo presente el alcalde como invitado especial; pero el que no asistió fue el sacerdote para bendecir el enorme artefacto, pasaron los días y nunca lo hizo. La primera vez que Gabriel vio el horno sintió un electrizante escalofrío sin saber exactamente por qué, pensó que podía ser por su tamaño o por su siniestra apariencia: tenía aproximadamente dos metros y medio de alto, dos de ancho y unos tres metros de profundidad; estaba pintado todo de color negro y al frente como una boca se abría una portezuela por la que se introducían los cuerpos en unas cajas de madera, su interior era de ladrillos refractarios que ayudaban a retener el calor que debía llegar casi a 900 grados C.

Fue un día de primavera, cuando una familia solicitó la incineración para el padre, que había dejado como último deseo que sus cenizas fueran esparcidas en un río que cruzaba la casa de campo donde había nacido. Realizar esta incineración fue un acontecimiento, al ser el primero en la ciudad, por curiosidad, participaron todos los trabajadores del cementerio. Más bien los familiares no habían querido estar presentes, por lo que los curiosos tuvieron vía libre para ver el “espectáculo”.

Al finalizar y cuando todos se fueron, Gabriel después de terminar su botella de singani, se quedó para pulverizar los restos que quedaban; repentinamente sintió una presencia y un escalofrío, como el de la primera vez, lo hizo estremecer, pensó que se trataba de su imaginación mezclada con el alcohol. Al apagarlo, le pareció que el calor del horno, en vez de bajar aumentaba, fue la primera vez que escuchó ese susurro saliendo de las entrañas del artefacto — quiero más— que fue repitiéndose cada vez que se encontraba a su lado. Por un momento, también pensó que eso de escuchar voces se debía a su estado etílico.

No quería contárselo a nadie, creerían que estaba loco, aunque tal vez sería lo mejor. Pensó hablar con su padrino. —Hijo, no quiero que me vuelvas con tus mariconadas de renunciar; he puesto mis manos al fuego por vos, a pesar de tus constantes borracheras ¿quién te va aceptar en otro lado? Ahora no me puedes hacer quedar mal—, le replicó Alfonso muy molesto respondiendo a su deseo de dejar el trabajo.

Su única salida fue ir a trabajar más borracho, no tanto como para que se le note, lo suficiente como para no sentir ese miedo que se apoderaba de él cuando se acercaba a esa mole de hierro. Así pasaron algunos días, pero el susurro seguía —quiero más—. Se negaba a creer que pedía más cuerpos para quemar, la lógica apuntaba por ahí. ¿Qué cuerpos podía, él ofrecer, a la máquina insatisfecha?

La solución pareció caerle desde el cielo o subir desde el infierno, uno de sus compañeros le contó que una familia muy pobre le preguntó por la incineración aunque se desanimaron por el costo. Así se lo ocurrió brindar este servicio fuera de la burocracia del cementerio y de paso callar esos malditos susurros. Con la ayuda de su compañero empezaron el negocio. Hacían esto por la noche para no ser descubiertos y ganaban algo dinero, que Gabriel seguía gastando en más alcohol para mantener su propia cordura.

Toda su vida se volvió una tortura; casi ni comía, la cocinera de la cantina le preguntó — ¿Qué te pasa Gabrielito?, ya no comes, no puedes vivir solo de trago hijito—. A eso se sumaba la fiebre intensa que a veces lo asolaba en cualquier lugar.

Después de un tiempo, los cuerpos de familias pobres, parecieron no ser suficientes para saciar el hambre del horno que seguía susurrando —quiero más carne fresca —. Fue en ese tiempo, en el que informados de estas actividades ilícitas, unos asesinos vieron en este servicio la mejor forma de deshacerse de sus víctimas y así se lo plantearon a Gabriel, A ver cojudo, la cosa está así, si vos no nos ayudas todo el mundo se enterará  de lo que haces en las noches y el que queda mal es tu padrinito de mierda, al que además podemos hacer desaparecer . Por su parte el horno pareció complacido con este trato, la carne fresca y llena de sangre lo satisfacía en gran medida. Sin embargo como todo adicto, después de unos días, necesitaba más y en dosis más fuertes —– quiero gente viva— exclamaba desde el eco de los ladrillos en su interior.

Gabriel no podía creerlo, no se iba a prestar a matar solo para satisfacer el hambre del engendro o demonio que habitaba en el maligno horno, tampoco podía pedir a los asesinos traer a sus víctimas vivas, lo creerían un desquiciado. Una idea fue rondando su cabeza, si mataba a los sicarios realmente estaría haciendo una buena acción, además se libraría de seguir siendo su cómplice.

Pesadillas ardiendo en el infierno por siempre, mezcladas con la bebida lo orillaron a cumplir su macabro plan, fue una noche en la que estos hombres mal encarados fueron a dejar a otra víctima. Gabriel les había dicho que quería brindar con ellos por el negocio que iba viento en popa, ellos aceptaron y bebieron, poco después y gracias al somnífero que les dio en sus bebidas cayeron en un sueño profundo y así pudo introducirlos al horno junto a su víctima; lo que no había previsto fueron los ensordecedores alaridos que dieron al ser calcinados. El horno parecía demostrar su placer aumentando sus llamas al máximo. Aquellos gritos y el olor a carne fresca quemada lo torturaron desde entonces.

Cuando recogió las cenizas pensó que éstas tenían algo de maligno. Vio cómo una brisa en medio de lenguas de fuego las levantó como en un remolino y las llevó directamente a su nariz y boca, él sintió ahogarse con aquel polvillo en su garganta y lo siguiente fue despertar confundido al lado del horno. Sintió que en el fondo de su ser algo había cambiado, pero pensó que solo era la perturbación que le causaba toda esta situación.

Pasaron unos días y no podía dejar de pensar en los gritos de los asesinos, ya no podía comer porque en todo sentía el olor a carne quemada y lo peor fue la sensación de calor que fue apoderándose de él, como una fiebre permanente. Faltó al trabajo y se puso a beber el día entero, tratando de olvidar todo.

Esa misma noche en la cantina empezó una pelea que terminó en un callejón sombrío, su contrincante le asestaba golpes duros, pero a Gabriel que ya no le importaba morir, le afloraron sus instintos asesinos. Por eso tomó el cuello de su adversario y apretó hasta que el cuerpo quedó sin vida, no sintió miedo, sabía exactamente qué hacer con el cadáver, lo llevó al horno.

De esta forma se dio cuenta que su destino había sido sellado por este artefacto desde el principio, se sintió desolado y maldito. Luego de terminar con aquel cuerpo; volvió a su cuartucho,  sacó lápiz y papel y empezó a escribir, lo hizo sin descanso. Se quedó sentado escribiendo por casi veinte horas seguidas, ni el cansancio evitó que terminara su trabajo. Cuando hubo concluido, guardó las hojas en un estante y salió de su cuarto porque no soportaba el calor de su cuerpo.

Era una noche clara y a pesar de todo el sufrimiento que llevaba en su alma, después de mucho tiempo se sintió algo tranquilo, disfrutó de la brisa primaveral. Después, el cansancio hizo temblar sus piernas y decidió dormir, se desnudó porque la fiebre lo estaba matando, cayó sobre sus sucias sábanas y creyó que por fin podría adormecerse en paz. De pronto incrementó de sobremanera el ardor de su cuerpo, le faltaba el aire, el calor lo consumía como si estuviera dentro del horno crematorio a un nivel infernal.

Al día siguiente fueron encontradas sus cenizas sobre los restos de la cama que no llegó a calcinarse, se convirtió en uno de los pocos casos de combustión humana espontánea de Latinoamérica, que no hizo más que dar gran publicidad al libro que se publicó gracias al manuscrito que también fue hallado en uno de sus estantes. La obra se volvió todo un éxito del género de terror fantástico y Adolfo el único heredero de Gabriel disfrutó de todos los réditos, de los miles de libros vendidos en todo el mundo.

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