Seamos sinceros: a nadie le gusta perder. Es verdad que a unos les molesta más, mucho más que a otros. Es cierto que unos están sonriendo a los pocos minutos de sufrir una derrota, mientras que otros siguen dando vueltas sobre la cama hasta las tantas. Pero hasta los más perdedores, los más pasotas, los que parece que todo se lo toman con humor, prefieren ganar.
Ganar y perder. Ganar y perder son dos conceptos, dos valores que se enmarañan dentro del mundo de la subjetividad, de la ausencia de autocrítica: toda una telaraña de mentiras, de pajas mentales.
En realidad, cuando Faemino y Cansado titularon a uno de sus shows, “siempre perdiendo”, no estaban sufriendo derrota alguna, antes al contrario: estos cómicos son una referencia en el mundo de la risa, unos generadores de carcajadas, una máquina de hacer dinero, unos, en fin, ganadores. Como lo son también Pablo Carbonell, Rocky Balboa, Mickey Rourke, Britney Spears y todos esos aparentes inadaptados que en realidad no hacen más que estar en boga, en el centro de la actualidad, ganando.
Es curioso, hay un miedo atroz a lo imperdonable: perder. No se admite perder. La televisión, los periódicos, el BMW del vecino, todos nos recuerdan a diario que sólo se acepta ganar. Se obvia así un fenómeno casi natural, y súper necesario para futuros ‘triunfos’: la derrota, el fracaso.
Se fracasa constantemente, en todo tipo de escenarios, pero nadie lo admite, más bien se oculta, se disimula, se maquilla. Nunca existió.
Y decía que era curioso porque la historia del perdedor siempre es más romántica, más tierna. Seguramente porque la gente en general se identifica mucho más con la persona que se mueve a través de una senda de espinas, que sufre, que tropieza constantemente, que se mueve como diría Canetti, “lateralmente como el caballo de ajedrez”, que con el empresario guaperas triunfador que arrasa allá por donde va.
Pero la cosa no es tan fácil. Voy a intentar explicarlo, a pesar de que estoy con un catarro ligero pero constante, y con una cabeza saturada de información. Lo que creo que quiero decir es que aquí cada uno se monta su película, pero luego, como decía Vladimir Ilich Ulianov, más conocido como Lenin, “los hechos son tozudos”. De esta manera nos encontramos en un escenario, un mundo, repleto de falsos ganadores y de falsos perdedores. Tan solo los hechos como he dicho antes, los hechos y el sabio tiempo, son los que van calificando la actuación de cada uno poco a poco, con una paciencia infinita.
Claro que nos sumergimos en el mundo de la subjetividad, inabarcable como 7000 océanos atlánticos, un mundo donde cada uno es el narrador de su propia película, el responsable de su propia historia; libre de construir una fábula que encaje en su imagen, y a veces hasta en su conciencia.
Juego al tenis y lo veo. Vivo y lo veo. El tenis, el deporte, no es más que un reflejo de la vida, como todo. Todo está conectado. Por eso en el tenis por ejemplo, vemos como hay mucha gente que tras recibir una soberana paliza, un marcador sin paliativos, tipo 6-2 6-1, extrae conclusiones del tipo, “el resultado es engañoso”, “si volvemos a jugar, los machacamos”, “si hubiese tenido el día, los arrasamos”, “no eran para tanto”, “jugaron el partido de su vida”, “vaya churro”, “si…si…si…si…”.
Lo veía también cuando era más joven y jugaba al baloncesto. Cuando acudíamos a los campeonatos autonómicos y nos enfrentábamos con regiones superiores, sobre todo las chicas (sí, sí) algunas, las recuerdo acorralándote en la esquina, relatándote el partido que habían jugado por la mañana, dándote todo tipo de detalles sobre el robo arbitral que habían sufrido, sobre el amaño al que se habían visto sometidas, una vergüenza. Y cuando les preguntabas por el resultado, cabizbajas respondían, “bueno, 75-23, pero el resultado es completamente engañoso”.
La subjetividad, la anarquía creativa hace que la sociedad (que horrible palabra) se llene de cuentistas, fantasmas y sobre todo de mucha peña que no para de engañarse a sí misma, “si yo hubiera…”, “si fuese más joven…”, “si aquella vez…”, “yo iba para figura de…”
Pareciera como que cada uno, o mucha gente, trata de justificar su propio fracaso, adornarlo o más osado aún, tratara de presentarse como un triunfador cuando los hechos, el tiempo, lo suspenden dramáticamente.
Al final, justamente supongo, sólo quedan los resultados. Por eso el deporte es tan efectivo: porque hay un marcador. Te he ganado y punto. Apenas hay margen para la subjetividad. Es un indicador infalible, rotundo, claro. 6-3 6-2. 6-0 6-0, no hay nada más que hablar. Y no me cuentes que tú con 8 años ibas para figura de tenis, para artista de cine… Por supuesto, siempre se pudo hacer otra cosa. Siempre se pudo transitar por otro camino, pero había que transitarlo en su momento, había que echarle esos huevos cuando tocaba.
Y si se presenta una segunda oportunidad, hay que agarrarla y no volver a sumergirse en los miedos, en las charletas de bar que pocos creen, casi nadie escucha. Sólo los que realmente triunfan, callan. No les hace falta justificarse, promocionarse. ¿Se imaginan a Federer comiéndole la oreja a otro borracho en un garito de Basilea?, “Si Nadal no hubiese jugado tanto a mi revés, le hubiese ganado seguro ese Roland Garros y bla, bla, bla”.
Al final, lo dicho, son los hechos, es el tiempo, el que califica. De nada sirve la cháchara posterior, la justificación tardía, la hipótesis imposible. Así es. Así de duro, así de excitante.