Hipótesis: “La relación del sujeto con lo que se entiende por ‘éxito’ en nuestro medio está dominada por un irrefrenable sentimiento de culpa” ¿ya capté tu atención? pues sigamos.
En primer término, la ambigua noción de “éxito” puede ser enfocada al menos desde dos puntos de vista: a) A partir del fuero interno del individuo, ingresando a un mundo de subjetividades y relativismos vinculados a un sentimiento de realización multidimensional y cambiante en el devenir del tiempo, relacionado con el logro de ciertos objetivos personales que van desde lo sentimental/emotivo (pareja, familia, amigos) hasta lo económico (dinero, empresa), pasando, claro, por los intangibles ligados al reconocimiento público y el prestigio, entre otras cosas.
b) Desde la perspectiva de los otros, es decir, desde el mundo externo, la identificación de una personas exitosa se limita básicamente a lo sensorialmente aprehensible, esto es, aquello que se puede ver, centrándose así en el logro económico visto a partir de altos estándares de consumo (lo que se viste, conduce, lee, la fama del colegio en el que se educan los hijos, etc.) y, en menor medida, también el reconocimiento público (prestigio).
En todo caso, se tratará en nuestro medio casi siempre de un “éxito de mínimos”, esto es, un estándar de vida medio como referente central de realización por lo menos para la mayor parte de nuestra gente, muy distante, claro, de los parámetros que en los centros de poder mundial servirían para identificar a quien en ese medio sería tenido exitoso.
Estas dos perspectivas resultan interesantes y útiles pues determinan efectos distintos pero interrelacionados entre sí y con las variables de la hipótesis inicialmente presentada, entendiéndose que el sentimiento de culpa que surge casi invariablemente surge en todo sujeto que llegue a sentirse de alguna forma “exitoso”, emerge de la sensación de no realmente merecer lo que se hubo logrado, en unos casos por haber nacido en una cuna de oro, situación en la que el éxito es prácticamente heredado como un privilegio de nacimiento sin mérito alguno y, en otros, debido a que se obtuvo lo deseado por medios poco honorables e incluso reprochables (enchufe, influencia, transa, trampa, e incluso delincuencia), muy vinculado a un contexto que no estimula ni premia el mérito y peor la sana competencia, donde la forma más común de ascender no es precisamente la meritocrática.
En ambas situaciones surge además el terrible miedo de perder lo de mala manera conseguido, pues es bien sabido que lo fácil viene fácil se va, fermentándose en el alma de estos sujetos un explosivo coctel de culpa y miedo con capacidad de sacar lo peor de ellos en las circunstancias más inesperadas.
Desde la perspectiva de los otros, el éxito ajeno genera de forma casi automática no un halo de admiración o envidia (de la buena, claro), como debería ser, sino de sospecha y reproche, pues esa idiosincrasia colectiva que desprecia el mérito y huye de la competencia, contamina de recelo y sospecha cualquier emprendimiento o acción humana observable, llevando a moros y cristianos a pensar en negativo, de formas incluso prejuiciosas, dando por hecho que el éxito en nuestro medio casi nunca es el resultado de un sistema de merecimientos o de esfuerzo personal propio y honrado.
No resulta pues extraño que ante la presencia de un empresario, político, profesional o académico que comience a destacar, la gente murmure oscuras tramas y mal habidos vínculos, que, para peor, pueden en muchos casos llegar a ser ciertos, en detrimento de los cada vez más escasos sujetos de honorabilidad probada que hubieren podido sobrevivir en este insano medio, pagando justos por pecadores.
Así, a ese mix de culpas y miedos, se añaden la sospecha, la desconfianza y el reproche, generándose un círculo vicioso que se alimenta a sí mismo y corroe los delicados vínculos de cohesión social, ya de por sí tensionados por la diversidad y la crispación identitaria, invadiendo todos los ámbitos de la vida social, económica/empresarial, política, laboral/profesional e incluso académica, aplacando la natural inclinación del humano hacia la mejora constante y la innovación.
¿Será ésta la razón central para que un buen porcentaje de la gente opte por camuflarse en la masa y desistir de cualquier intento de destacar en base a su propio esfuerzo? ¿En estas circunstancia será realmente útil inculcar a nuestros hijos un espíritu de competencia cimentada en el “fair play”? Respóndase usted mismo, amable lector.
En conclusión, podríamos concluir especulando que en el mundo de Alicia, es decir, en un ambiente social e institucional diametralmente distinto al descrito, en el que estimule la sana competencia y se califique el mérito en su justa dimensión, ese insano ovillo de negatividades tienda a desenredarse, haciendo que el éxito responda, al menos en su mayor parte, a un sistema meritocrático en el que la persona asuma que sus logros responden a su propio esfuerzo y no a privilegios de dudoso origen, cohesionando las relaciones entre sujetos, entre grupos de sujetos y entre estos con el mundo empresarial y el Estado, lo que hipotéticamente sentaría las bases para una convivencia social menos convulsionada, posibilitando la aplicación de políticas redistributivas más racionales, basadas más en la necesidad general de achicar las grietas y clivajes sociales y menos en culpas, miedos, sospechas y desconfianzas, así vengan envueltos en el celofán del buenismo y el patrioterismo, todo a fin de generar los equilibrios necesarios para la estabilización del sistema. En fin, soñar no cuesta nada…
El autor es doctor en Gobierno y Administración Pública