Bolivia, como otros países subdesarrollados del mundo, vive en una democracia aparente, meramente nominal. De acuerdo con el informe de la Unidad de Inteligencia de la revista británica The Economist, la democracia boliviana fue empeorando paulatinamente en los últimos doce años. En 2010 presentaba una puntuación de 5.92 y en 2022, una de 4.51. La mentada evaluación contempla cuatro categorías: democracia plena, democracia deficiente, régimen híbrido y régimen autoritario. Si Bolivia —hoy dentro de la categoría de régimen híbrido— desciende solamente 51 centésimas más en esa escala, estará situada en la franja roja del autoritarismo.
El ranking de Latinoamérica no sorprende mucho: a excepción de Costa Rica, Chile y Uruguay, que se mantienen como democracias plenas, y Cuba, Venezuela y Nicaragua, que presentan números intensamente rojos, los demás países, como Perú o Colombia, se debaten entre la libertad y el autoritarismo. A decir verdad, a nivel mundial menos del 50 por ciento de los países evaluados por The Economist viven en democracias plenas. Esta crisis democrática se debe en gran medida a las restricciones sanitarias y los descontentos de las sociedades, que fueron originados por la pandemia del coronavirus. Al menos en Estados Unidos y gran parte de Europa occidental, regiones histórica y tradicionalmente democráticas, la crisis de la libertad no puede explicarse sino por la irrupción de aquel evento sanitario.
Pero lamentablemente la crisis democrática en Bolivia no tiene el mismo origen. Y digo lamentablemente porque el covid no puede servirnos como excusa o consuelo para autoconvencernos de que nuestra ruina democrática se debe a la aparición de aquel virus letal. Al igual que en los países subdesarrollados del África subsahariana, donde las dictaduras y la inestabilidad son recurrentes y casi normales, la crisis en Bolivia se debe solamente a la cultura política, secularmente rezagada respecto a la de países vecinos como Uruguay, Argentina o Brasil. En otras palabras, a la incultura o el oscurantismo perenes.
Medios informativos secuestrados para la propaganda oficialista, periodistas y políticos amordazados, la justicia como una espada de Damocles, instituciones burocratizadas, cuoteo, prebendas y clientelismo, corrupción y cleptocracia, son fenómenos que, en Bolivia, hay que admitirlo, han estado presentes no solo durante el régimen del MAS, sino casi siempre. Hay que mencionar, claro que sí, que hubo periodos estelares de relativa democracia e institucionalidad, pero estos fueron la excepción y no la regla. Es por eso que a mí no me cabe en la cabeza que la gente se entusiasme tanto con la conmemoración del 10 de octubre de 1982; es decir —lo digo sin pelos en la lengua— con tan poca cosa… Es que aquella fecha inauguró una democracia solamente relativa, pues, recordémoslo, luego del mediocre gobierno de la UDP se produjo un alud de hechos de corrupción en los que estuvieron involucrados el MIR, la ADN, el MNR y, por supuesto, el MAS, algunos tan funestos como los de las dictaduras, solo que ahora camuflados con el barniz de la democracia. Y corrupción más democracia es una mezcla similar a la del agua con el aceite.
No creo que los últimos hechos políticos y sociales bolivianos ayuden a elevar el índice de democracia que en lo consiguiente elaborará The Economist. El hecho, por ejemplo, de que una política carente de ilustración, al mismo tiempo que desaforada, como Lidia Patty sea designada cónsul en el Perú, o el de que una senadora opositora como Silvia Salame vote a favor del MAS, alegando luego que al hacerlo obraba en función de sus convicciones y no a fuer de ninguna imposición que no fuera la de su propia conciencia, el de que las fuerzas del orden no pongan orden en la toma violenta de los predios de Asamblea Permanente de Derechos Humanos o, finalmente, el de que el actual Parlamento sea una institución parasítica y desprovista de credibilidad, todos esos hechos muestran que las instituciones y el sistema de partidos —elementos indispensables para hablar de democracia— en Bolivia no están funcionando como deberían.
Estas deficiencias difícilmente podrían ser atenuadas por un buen gobierno nada más. En cambio, se necesitan lustros de una política educativa constante y seria que socave las malas prácticas y los códigos paralelos que dominan la mente del boliviano medio. Las leyes no transformarán nada digno de tenerse en cuenta. Lo que hay que remover, entonces, son la cultura política, los hábitos, las costumbres, el anquilosamiento en el que vive la masa. Y ello no se logra ni con leyes ni con dinero en los bolsillos, sino con educación y cultura.
Ignacio Vera de Rada es profesor universitario