“Hoy en día, hay más países envueltos en conflictos internos o internacionales que en
ningún otro período en las últimas tres décadas”.
Es tiempo de balances y de propósitos rectos, de robustecer los sentimientos nobles y de consolidar lenguajes cercanos, que nos unan y nos acrecienten a vivir armónicamente, en una pacífica convivencia. Sin duda, el primer deber de todos es garantizar la ocupación y la tranquilidad de la vida. Nos consta que el trabajo decente es una reivindicación mundial, ya histórica, con la que están confrontados los dirigentes políticos y empresariales de todo el orbe. Al fin y al cabo, nuestra supervivencia depende en gran parte de cómo hagamos frente a ese reto, pues no se trata sólo de hallar un empleo productivo que genere un ingreso justo, sino también de imprimir seguridad y protección social para las familias. Por desgracia, convivimos entre mucha pobreza y desigualdad, lo que genera mucha tensión social y multitud de conflictos. También requerimos sosiego para entendernos y ayudarnos. Es menester integrarnos unos con otros, conciliar diferencias, tampoco excluir a nadie, únicamente así podremos reposar el espíritu y avanzar en la fraternización de la especie. A esto estamos llamados, a la cooperación, a dejar atrás el orgullo, la codicia, la insensibilidad y el egoísmo, a concebir el interior de la persona como el mejor dirigente de cualquier expresión de vida.
Sea como fuere, nunca es tarde para recomenzar nuevos caminos de justicia y verdad, obviando los resentimientos y los juicios mezquinos. La tarea ha de iniciarse por los responsables de las naciones, que guían los destinos de una humanidad deshumanizada; que en lugar de hacer familia, rompe y destruye cualquier vínculo de unidad; que no le importa dejar que los marginados derramen lágrimas, mientras que los suyos nadan en la abundancia de las cosas. Precisamente, en estos días, Naciones Unidas nos invoca a los ciudadanos de ese mundo privilegiado a evitarle una resaca al astro, instándonos a rechazar el plástico desechable en todo momento. Si no lo hacemos, podríamos condenar a nuestro planeta a un dolor de cabeza tóxico y de larga duración. Jamás olvidemos que el planeta es de todos los moradores y de nadie en particular. Parte de todos estos desperdicios definitivamente se agregará a las 13 millones de toneladas de plástico que se vierten en nuestros océanos cada año, el equivalente a un camión de basura por minuto. Ciertamente, si en conciencia queremos frenar esta marea tóxica y preservar los océanos y su biodiversidad, no podemos permitirnos bajar la guardia. Ni siquiera un instante. En consecuencia, es un buen plan el rechazo del plástico infundado de nuestros quehaceres.
Necesitamos, de igual modo, cultivar una auténtica solidaridad que nos hermane. Los seres humanos más indefensos continúan padeciendo esa inhumanidad que nos retorna a la selva. Así, los niños que viven en países en guerra son utilizados como escudos humanos, asesinados, mutilados o reclutados para luchar. Hoy en día, hay más países envueltos en conflictos internos o internacionales que en ningún otro período en las últimas tres décadas. También el abandono de los ancianos es un hecho que está ahí, feneciendo en soledad, descartados hasta por las mismas instituciones de algunos Estados que se dicen democráticos y de derecho. Sería bueno, reflexionar al respecto y enmendar talantes. A propósito, la receta del Santo Padre Francisco nos puede servir para meditar, es muy esclarecedora: “Las mismas casas para ancianos deberían ser los “pulmones” de humanidad en un país, en un barrio, en una parroquia; deberían ser los “santuarios” de humanidad donde el viejo y el débil es cuidado y protegido como un hermano o hermana mayor. ¡Hace tanto bien ir a visitar a un anciano! Mirad a nuestros chicos: a veces les vemos desganados y tristes; van a visitar a un anciano, y ¡se vuelven alegres!”.
Por otra parte, que el lugar más peligroso para una mujer siga siendo su hogar, también debe hacernos recapacitar, pues una ley por sí sola no es suficiente, máxime en un mundo donde el egoísmo y la búsqueda de placeres son los que suelen gestar dichas normas, a través de los abecedarios de sus líderes en infinidad de ocasiones corruptos a más no poder. Ante estas bochornosas presencias, lo que se requiere es un cambio de actitudes humanas, poniendo en valor la ternura del abrazo, el acompañamiento como estímulo de estabilidad conjunta, la actitud de donación y servicio sin hacer alarde ni agrandarse, el desprendimiento de uno mismo en favor de los demás. La esperanza, por tanto, radica en comprometernos con vivir y dejar vivir, con amar y dejarnos amar, con permanecer amando y perdonando. No desesperemos en la lucha, pero tampoco renunciemos a buscar el encuentro con la debilidad de ese prójimo hasta hacerlo próximo a nosotros. 2019 puede ser nuestro gran año, el del auténtico cambio. Querer es poder.
Víctor Corcoba Herrero/ Escritor