Como casi todas las figuras de estatura histórica, murió agobiado por los desaires que en la naturaleza humana parecen estar impregnados. El 25 de septiembre de 1865 dejó de existir, víctima de una embolia, el mariscal Andrés de Santa Cruz y Calahumana, muy lejos de su patria de la que los avatares de la política separaron y a la que en el último tramo de su vida finalmente no pudo volver.
Para muchos, el ilustre militar formado de sangre española por padre y de la nobleza del Imperio incaico por lado materno, fue el mejor presidente que tuvo Bolivia. Desde mi modesta visión, ese honor lo reservo para otro egregio guerrero que le antecedió en el mando de la naciente república. Nadie, sin embargo, puede empañar el papel que Santa Cruz tuvo en la primera magistratura, porque su obra repercutió en todo el subcontinente.
Y sin eufemismos, como debe ser la opinión sometida al veredicto público, lo que el mariscal de Zepita hizo, como uno de los presidentes de mayor permanencia en el cargo en 200 años de historia republicana, fue sobresaliente, aunque no se debe perder de vista que el momento histórico que Bolivia vivía, sumado a un nacionalismo exacerbado y en ningún tiempo justificado, significó que Santa Cruz adoptara medidas substanciales en un contexto que demandaba que el país se consolidara como Estado; era, pues, un momento histórico que reclamaba más que cambios: la institucionalización del nuevo Estado que no pudo antes hacerse por el sabotaje a la administración gubernamental en manos de un venezolano.
En lo estrictamente militar, Santa Cruz logró lo que pocos de sus iguales logran alcanzar, por lo que el Libertador, y como forma de desagravio de las críticas que sus detractores le hicieron por la infortunada huida de su división del Alto Perú en 1826, le confirió el máximo grado del escalafón militar, designándolo Gran Mariscal de Zepita, título que a lo largo de la historia de Bolivia solo comparte con el cumanés que obtuvo la resonante victoria en Ayacucho. La replicada mención no fue una casualidad, pues la virtud para escudriñar las profundidades del alma humana que la naturaleza obsequió a Bolívar se tradujo en un acto de justicia posiblemente con dos de los hombres que más confianza le inspiraron no solo por sus dotes militares, sino también por sus cualidades morales, que, en su época, entre la oficialidad de alta graduación, eran como una aguja en un pajar. El Mariscal —cosa rara— no congeniaba con Sucre, si tenemos en cuenta que este gozaba también de la excepcional estima del Libertador por su pulcritud como guerrero, como político y hombre de Estado. En una percepción muy personal, considero que entre ambos hubo una especie de celo por la deferencia y cortesía que a uno y otro dispensaba el hombre de la emancipación.
Andrés de Santa Cruz transformó la Bolivia caótica que los mismos altoperuanos se encargaron de mantener. Los Códigos Civil, Penal, Mercantil, de Minería y de Procedimientos, que hicieron que en materia del derecho el país se constituyera en uno de los más modernos de Sudamérica en su momento, fueron instituidos por Santa Cruz. Pero la labor del presidente fue realmente fecunda, lo que en la actualidad inclina la balanza a su favor por parte de muchos historiadores e intérpretes de ese periodo al considerarlo insuperable como conductor de un país ya por entonces difícil de morigerar. Con todo, el preclaro presidente también modernizó el ejército, creó las universidades Mayor de San Andrés y San Simón, construyó un sinnúmero de caminos y puentes, creó el departamento de Atacama, erigió la provincia de Tarija en departamento y su legado todavía puede ocupar varias páginas en la construcción del Estado.
Sin embargo, la cima de su obra y quizá el motivo principal por el que su nombre es celebérrimo, fue su tenaz lucha por la Confederación Perú-Boliviana, que mediante Decreto de 28 de octubre de 1836, emulando el ejemplo de Bolívar con la Gran Colombia, finalmente fue una realidad. Lo hicieron Supremo Protector. Chile por su parte, pretendiendo más bien desde siempre tener hegemonía naval y comercial en el océano Pacífico, veía en la unión de Perú y Bolivia una amenaza a su estabilidad y a su propia existencia como Estado.
Después de un intento armado previo a la batalla de Yungay, finalmente el país trasandino, favorecido por las disidencias internas de la Confederación, tanto en el Perú como en Bolivia y la traición —según la historiografía predominante— de José Ballivián, dio fin a esa unión. Lo demás, como en las grandes vidas, en la del mariscal Andrés de Santa Cruz fueron exilios e impugnaciones en medio de su innegociable amor por su patria.
Hace 160 años, muy lejos de su suelo natal, partió a la eternidad.
Augusto Vera Riveros es jurista y escritor