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Zorro come hombre

Fotos de Kherson destruida. Calles y edificios que me recuerdan Odesa. Mi amiga Natalia, en Denver, me contaba acerca de su ciudad. Conversábamos sobre la gran rebelión cosaca de 1648 y de si el Quersoneso griego era la razón porque esta ciudad llevaba ese nombre o era que los griegos se referían al Quersoneso tracio, más cercano. Mientras los aqueos combatían cerca de las naves en Troya, otros cultivaban esa tierra mítica para alimentar los ejércitos. Casi no cabe indagar mucho; la mitología se aviva con el misterio, y da lo mismo para la imaginación/ilusión que hablemos de los tracios, hábiles domadores de caballos o de los confines de la tierra a orillas de donde habitaban los escitas.

Dicen que en la Isla de la serpiente está enterrado Aquiles. ¿Viajarían tanto los argivos desde Ilión hasta allí para que Neoptólemo degollase a la hermosa Políxena sobre el túmulo de su padre? Otra vez, no importa. Es, de todos modos, hoy, un islote de valientes como lo fue el príncipe de los mirmidones. Casi enfrente se abre la boca del Danubio que nos lleva a Izmail, a Panaït Istrati, a los recovecos de Claudio Magris por el río-leyenda. ¿Qué otra cosa necesitamos para el asombro?

He pasado la tarde disfrutando del libro de relatos de Edgardo Cozarinsky La novia de Odesa. La contratapa reza en parte: “Los personajes de este libro, juguetes de sus pasiones tanto como de la Historia, conocen destinos errantes, novelescos. Entre Viena y Buenos Aires, Lisboa y Budapest, Odessa y Gualeguay, estos cuentos traman una red de encuentros y evasiones. En su carácter cosmopolita palpitan temas recurrentes: el contrapunto entre identidad nacional y personal, la ubicuidad de exiliados, nómades y apátridas. La nostalgia –por el pasado, por una patria imaginada o real, por el amor o la causa perdidos– puede transformarse en lucidez desencantada, en una entrega a los sentimientos más ambiguos, aun en cierta ira difícil de controlar”.

Profunda nostalgia ashkenazi. Leer a Cozarinsky no ha hecho más que avivarla. He mirado convertido en personaje del texto desde lo alto del bulevar Primorsky. Cuando el año dos mil dieciocho era joven, cachondo y explosivo. La mente ha volado hasta Murmansk y el mar helado, cien años antes de mis pasos ucranios. Cúmulo de imágenes y sensaciones, aprehender el universo en escasos grupos de palabras, moldear la forma a partir de una idea metafísica, inventar en silencio la multitud del ruido, recrear un mundo en otro, alternar ambos lados del espejo sabiendo desde entonces que no existe el reflejo sino un cuadro de Magritte. El domingo todavía se arrastra en sus postrimerías, se niega a morir a las nueve post meridiem. Un espumoso jugo de ciruela púrpura me acompaña, infaltable ladrido de perros. Hay uno, desconocido, que aúlla con tristeza prometeica. Lo acompaño observando desde mi ventana la tibia noche cochabambina, con algo de silueta montañosa a lo lejos porque esta oscuridad falta de ser tan negra como debiera.

El guindo caballo persa, afgano quizá, de mi escritorio me recuerda de manera permanente la historia de vanidad y engaño que significó el de madera en las playas de Asia Menor. Cuán vano llega a ser el desastre.

He eludido hablar de la guerra por un momento. Edificios arrasados en bucólicas calles de Kherson, lo aberrante de bombardear el sosiego. Anoche me introducía en el fascinante mundo de los leopardos. Quería saber sobre aquellos del Caspio que había visto en video alguna vez. De allí pasé a Java, Sri Lanka, al Amur e Indochina, hasta llegar al elusivo y casi extinto leopardo de Arabia, en Omán. En las imágenes producidas por las cámaras instaladas en el campo aparecieron diversos animales, la increíble hiena rayada que conocí en afán filatélico en una estampilla sobre naturaleza de Israel; también un magnífico erizo y pequeños zorros de largas orejas y grande peluda cola. Finalmente, un leopardo. Hermoso.

En 1975, el tío Manuel Guibert, que si no estoy equivocado era judío odesita, en Buenos Aires, me llevó al zoológico a ver su afamada pantera negra. De si era jaguar o leopardo no podría ya decirlo. Era para mí más importante que la Torre de los ingleses. Luego de eso, perecer no hubiera resultado tan dramático. Estaba en la capital para exámenes médicos de un extraño mal que me aquejaba y que por meses no habían podido saber qué era en Bolivia. Con mi primo Horacio, médico, caminamos entre los charcos de Pompeya hacia desvencijados hospitales con excelentes profesionales. Tiempo de represión. Como paciente he vivido mucho más largo que todos los que me trataron. Células del ERP pululaban por allí y por allí venteaba la muerte. “Pompeya y más allá la inundación…”.

Veo un terrible reporte acerca de las bajas rusas en el frente oriental de la guerra de Ucrania. Es tal la cantidad de cuerpos insepultos que unos no se arriesgan a limpiar el campo por miedo a perder la vida y a otros no les interesa. El hombre siempre ha sido materia desechable para Rusia. A quién le interesa que las esposas de los mobiks se manifiesten con rosas rojas en Moscú. Un furibundo fascista de la televisión estatal les pregunta en pantalla: sus maridos son héroes y ¿ustedes, qué son? No se puede cuestionar al líder supremo, no hasta que lo ejecuten como a los Ceauşescu. Rosas rojas para tu tumba, quizá cantaba el bolero.

Pero eso es materia común. La imagen de Matadero Cinco (George Roy Hill, 1972), basada en un libro de Kurt Vonnegut, del cuerpo ya plano de un soldado fallecido por el que pasan por encima los tanques resulta pan diario. En esta guerra se han visto orcos, que tal vez fueron hombres, partidos por la mitad volándose los sesos. Compañeros muertos amontonados reemplazando bolsas de arena. La muerte llega de arriba y toma fotos de desesperados ojos antes del fin. Peor que el grito de Munch en un interminable puente de horror.

En tales campos hay vida salvaje. Los animales eluden la matanza escondiéndose de día, aunque a decir verdad nadie duerme y la iluminación de las detonaciones llena el horizonte de luz artificial. En medio de esos claroscuros se han visto grupos de zorros alimentándose de rusos muertos. Salen de sus orificios y retornan con carne en demasía para las crías. Sería una sátira macabra burlarse pero tampoco asoma piedad. No hay sentimientos contradictorios, al fin todo se resume en la odisea humana elemental: ellos y nosotros; ellos o nosotros. Y que los zorros sobrevivan mientras la peor especie se destruye.

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