Pablo Cerezal
Resulta que uno de esos imperios mercantiles germanos dedicados a la fabricación de automóviles ha decidido dar un respiro a sus trabajadores fabriles. Parece ser que las tareas más repetitivas que aquellos realizaban son ahora desempeñadas por robots. Las cabezas pensantes (humanas estas) del citado entramado empresarial, aseguran que en sus fábricas los robots y los humanos trabajan «mano a mano». Qué majos, los patronos, para que luego digan que sólo piensan en su propio beneficio. Claro, que uno se pregunta por qué no ponen también robots en sus consejos de administración, por ejemplo.
Volviendo al caso, hemos de admitir que se trata de un gran avance, y aunque a pesar de se dispensen nóminas a menos trabajadores (los robots, de momento, no cobran salario), hemos de convenir que estos afortunados podrán desempeñar su esclava labor con mayor desahogo. Ahora trabajan mano a mano con un ingenio cibernético, como en las sci-fide los 80 y aún. Sólo me queda la duda de qué ocurriría si, en ese mano a mano, uno de los robots perdiese un dedo, un suponer. Los robots es lo que tienen, que en ocasiones pierden piezas y hay que reemplazarlas. Y hasta que eso ocurra, en ese lapso temporal, será difícil para el ya ocioso trabajador duplicar su esfuerzo para que las piezas de los automóviles estén a punto para el atropello, el acelerón, la avería o el embotellamiento de tráfico.
Les parecerá raro, pero a mí, hoy, se me ha caído un dedo. Ha ocurrido de repente, sin previo aviso: se me ha caído un dedo. Era el dedo con que pretendía hacerme ver, entre la niebla de tabaco y rock’n’roll de los bares, para pedir a la camarera otro johnnie con limón. Eso ocurría antes de la prohibición, cuando los bares imponían aún sus leyes de tabaco breve y noche eterna. Era el dedo con que sumergía los hielos, por añadir agua al veneno, en el naufragio insalubre de la copa adulterada. Eso era antes de la prohibición, cuando importaba el contenido más que el continente y no incomodabas al personal removiendo el cardamomo que incomoda los sorbos al gintonic de Tanqueray. Era el dedo con que enumeraba las monedas, por ver si me alcanzaban para un litro de cerveza compartido sobre la alfombra sucia y vegetal del parque de los viernes. Eso ocurría antes de la prohibición, cuando lo que tenías en el bolsillo era con lo que contabas y ninguna tarjeta plástica te prometía ilusiones de barra libre.Era el dedo con que simulaba puntear las cuerdas de una guitarra inexistente, para amplificar la emoción que habitaba en los surcos de ese vinilo que había que tratar con mimo para evitarle la grasa del bocata de foigrass y el asedio del polvo. Eso ocurría antes de la prohibición, cuando la música no se enlataba en bytes de fácil y gratuita descarga dispuestos la urgente digestión. Era el dedo que humedecía para pasar las páginas de un libro usado por aromas de orín de gato, armario en clausura o librerías de viejo que nada viejo ofertaban. Eso ocurría antes de la prohibición, cuando los libros podían comprarse de segunda mano por un precio asequible y no había que recurrir al ebook con similares propósitos.
Puede parecer que no hacía grandes cosas, mi dedo. Pero era, también y sobre todo, el dedo con que te desperezaba el orgasmo. Y hoy lo he perdido dentro de ti, y ya no lo tengo. Por eso escribo tartamudo y lo que teclean el resto de mis falanges no tiene gracia, ni chispa, ni interés… ni vicio.
Pienso, por tanto, que mejor sería dejar de escribir, y escucharme hablar en silencio, que aún me queda la lengua para redondear el humo del tabaco rancio, para paladear el alcohol de la madrugada, para apellidar con cifras el dinero que no tengo, para silbar punteos de guitarra Neil Young, para moldear versos de poemas en desuso. Lengua con que dar sentido, al fin, a ese gemido ancestral que guardas en tus adentros.
Sí, he perdido un dedo, se me cayó dentro de ti. Pero qué importa si aún tengo lengua con que humedecer su yema para seguir pasando las páginas inéditas de tu deseo.
Pienso en los afortunados trabajadores de la fábrica de automóviles germana (moneda obliga). Si a su robótico compañero se le cae un dedo, ellos podrán darle conversación mientras aguarda su cirugía de soldaduras color carioca y cableado incierto. Porque aún tienen lengua.
Pero qué desdicha la del robot, que carece de lengua con que responder a su compañero, durante las horas laborales, por hacérselas más llevaderas. Eso era antes de la prohibición, cuando aún sabiendo que trabajar es ingrato, podías conversar con humanos que, como tú, tenían más ilusiones aparte la de llegar a fin de mes incluso a costa de pisotear al de al lado.
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