Aníbal Fernando Bonilla
Ajeno a toda postura artificiosa. Renuente al reflector. Querendón de sus raíces. Amable con la gente. Así es Whitman Gualsaquí Sasi (1960), cuya presencia y prestancia está reflejada en el ámbito pictórico. Oriundo de la ciudad de los ponchos, la cascada mítica y las huarmis con collares de amarillo intenso: Otavalo (Imbabura, Ecuador). El impulso y evolución en sí, del quehacer artístico se da desde su juventud, cuando se traslada a Quito entre los 14 y 15 años de edad, en donde fija residencia tras consolidar un cálido hogar conformado por su esposa María del Carmen Veloz, y sus dos hijas María José y Anahí Salomé.
No obstante, en la infancia -concomitante a las correrías en el barrio Copacabana- sintió que estaba predestinado para el arte (aunque en algún momento vaciló por la música). Y no se equivocó. Por eso, con esfuerzo, sus padres -pese a los aprietos económicos ante el cuidado de siete hijos- fueron el pilar para que perfeccione su vocación en los colegios de artes plásticas Daniel Reyes de San Antonio de Ibarra, y de la Universidad Central de Quito, obteniendo luego, su titulación de tercer nivel, precisamente en la Facultad de Artes de la Universidad Central, en donde una vez egresado recibió el meritorio pedido de continuar en esta institución como docente, accediendo a la noble labor de la enseñanza por varios años, actividad que sigue cultivando, ya de manera particular en su casa a través de talleres abiertos para el público en general.
Reconocido dentro y fuera del Ecuador. Sus cuadros han sido expuestos en Alemania, España, Estados Unidos, Brasil, Argentina, Colombia, Perú. En su vasta obra destacan las series: “El color de la ternura”, “Arcos y rincones de Quito”, y “Sofá rojo”; entre la tradición y la ruptura. Ejercicio impresionante de trazos y cromática desbordada como ofrenda a la fertilidad, a la tierra y a la vida.
Vivir del arte pictórico
Whitman confiesa que pese al impacto mundial en época de la pandemia (2020) por causa del coronavirus y sus secuelas, el artista supo sobreponerse de tremenda contingencia. “Nos hemos convertido de alguna manera en psicólogos, en ese afán de entender al ser y a las circunstancias que lo rodean”. Por tanto, la interacción directa con la tecnología tuvo efectos favorables. “Los cultores del arte aprovechamos esta etapa reutilizando materiales y explotando de diversas formas la propia condición creativa. Los desechos y recursos sencillos o básicos se emplearon para moldear formas artísticas, siendo estas formas provenientes de la inventiva humana, por lo que el arte debió llegar de cualquier modo a las masas”, asevera.
En tal dinamia, Gualsaquí ha propiciado cursos de capacitación virtual para niñas, niños y personas de la tercera edad, teniendo como epicentro convocante a Ibarra y Cuenca. “Se buscaron posibilidades lúdicas en la realización de estos espacios de intercambio artístico, volviéndose en una terapia en donde los participantes potenciaron todas sus vivencias”. O sea, la plástica vista como ejercicio de catarsis y purificación personal.
“Yo vivo de la pintura. En el confinamiento pude salir adelante, incluso dando la mano y practicando solidaridades”, manifiesta. El encierro obligado de hace ya cuatro años le sirvió para nutrirse y alimentarse de percepciones estéticas, y desde luego, éticas.
“Sofá rojo”
En referencia al oficio artístico que lleva por cerca de 32 años, Whitman sostiene una constante meditación sobre algunos aspectos que acogen su producción, a partir del lugar de origen. “Los colores ya están en la sangre. Hablamos y pintamos con cariño a la tierra, con profundo amor a la naturaleza, a las costumbres, a la fe religiosa, incluso a la misma política bien entendida”.
En sus composiciones de fuerza visual, sobresale la revelación interna proveniente de la experiencia, resumida en los alimentos y frutos que se dan en la cosecha (sandías, tomates, peras, manzanas); elementos de la naturaleza verde, celeste y marrón; guitarras, vasijas, colibríes y cúpulas; vestimenta de matriz otavaleña. Se rinde pleitesía a la luna. Se exalta a la redondez con semblante de niña. En el lienzo despunta una provechosa propuesta afianzada en la conceptualización contemporánea. “El arte no es de velocidad, sino de armonización de los sentidos”.
El “Sofá rojo” -su última serie- abarca el tratamiento de la estilización de la mujer. La evocación en sus formas y sentires, y el atributo de la anatomía física. El dibujo está detrás del color. Aunque el título denote un tono sugestivo, la obra en sí, es una recopilación sensible de la feminidad. De lo figurativo y lo abstracto. Con las tonalidades se simplifican la forma y la línea. “Me doy el lujo de manchar el dibujo, que siempre está antes que el color”, insiste.
Actualmente, emprende actividades (como emotivo reencuentro) con ex compañeros del “Daniel Reyes”, con el afán de fusionar cada hallazgo individual en el pincel o la escultura, desde la recuperación de espacios abiertos para exhibiciones al aire libre.
Gualsaquí está consciente de la complejidad de su tarea profesional, por eso persiste en la autoeducación “para no perder la esencia artística”. Esto implica cuestionar viejos mitos, aunque a la par haya que beber de los mismos. Y algo que él tiene total claridad: superar egos y vanidades. “El obrero del arte tiene que trabajar incansablemente todos los días”, enfatiza.
La precisión meridiana de Marco Antonio Rodríguez corrobora lo dicho, con prosa encendida: “El maestro Gualsaquí ha entrado al panorama de las artes plásticas ecuatorianas con pasos de hombre, anchura de corazón y de espíritu, latidos de poeta. Humildad aprendida, sentida, vivida”.