Bolivia y Chile la sacaron barata en el fallo de la Corte International de Justicia de La Haya. Nosotros, porque una vez que aceptamos que el Silala es un curso de agua internacional, ya nada más duro era posible. Chile, porque hizo innecesario un pronunciamiento en su contra con su admisión anticipada de que Bolivia eventualmente desmantele los canales e infraestructura levantados en territorio boliviano.
A favor de Bolivia, la Corte rechazó el alegato de que Bolivia incumplió obligaciones de procedimiento (notificar y consultar a Chile) al realizar obras relacionadas al Silala, porque ninguna de ellas era capaz de producir daños. A favor de Chile, la Corte rechazó el reclamo boliviano de que se necesitaría el acuerdo nuestro para la entrega del flujo mejorado artificialmente de aguas del Silala a Chile (si Bolivia notificase que fuera a desmantelar los canales y Chile prefiriera mantenerlos). La Corte aceptó la tesis de Chile de que la posición de Bolivia es hipotética y la Corte no se pronuncia sobre hipótesis.
La Corte anotó también (párrafos 93 y 94), más allá del acuerdo de las partes sobre el Silala como un curso de agua internacional, que el aumento de un flujo superficial no tiene impacto “en la caracterización de un curso de agua como curso de agua internacional” y que los expertos ofrecidos por las partes concuerdan en que las aguas del Silala son “un todo que fluye de Bolivia a Chile”. Por si no fuera suficiente, la Corte apuntó que “no hay duda de que el Silala es un curso de agua internacional y, como tal, está sujeto en su integridad al derecho internacional consuetudinario, conforme ambas partes están de acuerdo ahora.” Discutir lo evidente ya no era posible para Bolivia.
Que el resultado del litigio sea una suerte de empate decidido en mesa por la falta de controversias no nos priva de examinar que la Corte dejó constancia varias veces de los volteretes de la posición boliviana entre los escritos y los procedimientos orales. Bolivia empezó la contienda arguyendo algo, para después matizarlo o francamente cambiarlo. Así, la Corte refleja con una crudeza no desprovista de cortesía las “evoluciones” de la posición boliviana. La Corte destaca (unas siete veces, según he contado) los brincos bolivianos, dejando en mal pie la sindéresis de nuestro desempeño.
Después de leer el fallo, uno se pregunta si era posible resolver este asunto sin tanto dispendio. Mea culpa, no supimos secundar el acuerdo de 2009 planteado por el entonces canciller Choquehuanca. Pero si la posición boliviana necesitó “evolucionar” para formar este empate en los papeles, era entonces mejor que Bolivia promoviera un convenio con Chile.
Y tengo una idea clara de por qué no hubo ese acuerdo. Debido a esa manía que el MAS ha ayudado a vulgarizar de que cualquier acto o es corrupción o traición a la patria, para cualquier funcionario es menos responsabilidad descansar en un fallo, que decidir y asumir todos los riesgos. Fue por eso, por la falta de juego que dejamos a nuestros negociadores, aprisionados entre obedecer a la calle o ser linchados mediática y judicialmente. Ese régimen debe cesar.
Si antes los países latinoamericanos sometíamos nuestras diferencias a distintas coronas europeas, las que las resolvían con ilustres abogados, la Corte de La Haya es una versión más amable y moderna de esas instancias decimonónicas. No obstante, que Bolivia y Chile no puedan concertar cuestiones que una corte lejana deba en cambio señalarles, invita a pensar la descolonización más cerca de casa y menos de la antropología.
Finalmente, es para tomar nota del párrafo 8, dedicado por la Corte al pedido de Perú en 2017 de copias de piezas del proceso del Silala, amparado en el párrafo 1 del artículo 53 del Reglamento de la Corte, que le permite conocerlas a cualquier Estado que tenga derecho de comparecer a la Corte y las haya solicitado. Es decir que el Perú estuvo ojeando este litigio. Como para preguntarse si en muchas de estas cuestiones este no sigue siendo un baile de tres sombras, aunque eso se diga solo en voz baja.