Pablo Mendieta Paz / Inmediaciones
Pensé en esa eterna gente, la que aplaudía, la buena, la siempre sumergida en desamparos personales, equilibrándose en la gran ciudad donde resonaban los tacos de sus gastados zapatos, pares de piernas sin bitácora que iban y venían; de tantos sueños, de miradas taciturnas que ensombrecían semblantes, como si sus imágenes no pudieran reflejarse en la redondez terrenal.
Huían de sus vidas, de la vida que los arrinconaba, como si a tiempo del adiós postrero pudiera, por su partida, amanecer inmaculada, barrida la ciudad. Parecían hojas marchitas del árbol de tentáculos milenarios que los humedecía en lágrimas.
Uno de ellos, el anciano que había perdido la razón y perdía la vida, con brío alucinado había corrido un día a la plaza de los encantos dispuesto a cercenar la belleza de un cisne y de chicas elegantes. Mirlos alborotados levantaron vuelo sobre el aire, la luz, el tiempo y el espacio.
En minuto crucial, el hombre contempló el ánima del cisne deslizarse a través del agua del estanque y con gesto original atrapó las almas de aquellas chicas que habían sido rosas. Toda una estampa. Aun así, secó una lágrima de viejo fantasma herido.