“Como del centro de la tierra brotó un estruendo que nunca había sentido en mi vida, como desde abajo, aunque luego supe que venía de arriba, era un misil de precisión que golpeó exactamente en la mitad del techo de la pizzería, me tiró al suelo como si me hubiera tumbado un rayo”, explicó el periodista colombiano Héctor Abad al periódico catalán La Vanguardia. “Miré a Victoria (Amelina) -continuó su relato-, y supuestamente estaba perfecta, sentada, erguida, apoyada en el sillón, no estaba desmadejada, solo con la cabeza levemente inclinada hacia atrás, pero estaba pálida como el papel y con los ojos cerrados”.
Compartían la mesa Catalina Gómez, joven periodista de Medellín, corresponsal de varios conflictos armados para periódicos y cadenas televisivas europeas y latinoamericanas, y Sergio Jaramillo, un político colombiano, que ha trabajado en su país para alentar procesos de paz, fundamentalmente con las guerrillas.
“Catalina y Sergio empezaron a gritarle y ella no reaccionaba, completamente quieta, no tenía sangre, era como si la muerte le hubiera llegado de dentro, sin tocarla”, describió Abad el horror que le tocó vivir en un restaurante ucraniano, en Kramatorsk, cuando los rusos lanzaron misiles contra objetivos civiles el 27 de junio. Era un local frecuentado por periodistas de todo el mundo; el cobarde atentado mató instantáneamente a 12 personas, entre ellas tres chiquitos, y dejó heridas a más de 60.
A los pocos días, el 1 de julio, Victoria Amelina murió en el hospital a consecuencia de las heridas. Sólo tenía 37 años. Era una escritora premiada por sus obras para niños. Como muchos de sus compatriotas, la invasión rusa la obligó a dejar los cuentos infantiles para convertir su pluma en otro espacio de resistencia contras las tropas de Putin y los mercenarios de Wagner. Era una persona que entregaba información a la prensa internacional sobre la situación de su país, con más de 9 mil muertos por los invasores, entre ellos 500 menores.
No estaba armada ni dañaba a ningún ser humano cuando compartía una pizza con sus colegas colombianos. Su muerte llenó de lágrimas a las letras ucranianas y a las mujeres que luchan desde otras trincheras contra los agresores. Su velorio se convirtió en un gemido colectivo, como el aullido de miles de lobas que entierran a sus críos.
El suceso mostró el alcance de la maldad moscovita que no tiene agallas para enfrentar a las tropas cara a cara (salvo los convictos pagados por Yevgueni Prigozhin). Antes de la arremetida rusa, Victoria fundó un festival de literatura juvenil y por ello era muy querida y respetada.
Su carita sencilla, sus flecos rubios de muchacha moderna han sido reproducidos por millares en estos días de luto.
En Colombia, también la prensa en su conjunto se adhirió a la indignación. Los tres compatriotas que estuvieron en peligro son altamente representativos. Recordemos el libro y el filme de Abad sobre su padre, asesinado por paramilitares. Gómez es reconocida como una periodista de altísima calidad y su testimonio ha recorrido el mundo. Por su parte, Jaramillo es respetado por sus gestiones entre los actores en conflicto.
El propio presidente Gustavo Petro condenó los hechos en duros términos. Sin embargo, la embajada rusa en Bogotá sacó un irónico comunicado aduciendo que esa pizzería no era “un lugar apropiado para degustar cocina ucraniana” y acusó a los tres colombianos de realizar un viaje imprudente. La opinión pública y los editorialistas lamentaron el tono de burla de la delegación rusa.
Lastimosamente, mientras la violencia rusa se acerca a América Latina en forma trágica, los gobernantes del socialismo caviar insisten en apoyar a Moscú con el disfraz de la abstención. Ni siquiera quieren tocar el tema en reuniones internacionales. A cambio de viajes para conocer el Kremlin, negocios con empresas como Gazprom y entregan recursos naturales a los nuevos amos.