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Viaje al mar agitado

Andrés Canedo

Sin que nos lo digamos, había alguna cosa indefinible en los gestos, en las actitudes, en las palabras de ella, que me indicaban que algo andaba mal. Habían sido tres meses intensos, casi desaforados, de amarse impiadosamente, como sucede con los amores prohibidos. Durante ese tiempo yo había dormido un máximo de dos horas diarias, salvo los sábados y domingos en los que no tenía trabajo y podía recuperar un poco de sueño, a diferencia de los días normales, en que luego de trabajar, dormir por minutos de contrabando en el baño de la oficina, en las noches la tarea del amor infatigable me llevaba a ella, a su hermosura, a su entrega, a los dones arrebatadores de su cuerpo. Pero un hecho laboral y patriótico, me arrancó de la posibilidad de solución inmediata de ese atasco amoroso. La empresa me reclamaba para ir a filmar un documental a Perú, a una pequeñísima parte de ese país, que tenía nombre boliviano desde hacía pocos días. Perú le había cedido a Bolivia, por 99 años, un pedacito de costa sobre el Océano Pacífico, cerca de Ilo, y que ya se llamaba Boliviamar. Entre los fervores desatados, la Asociación de Corredores de Automóviles de Bolivia, organizó una carrera entre La Paz e Ilo, en la que participaba una marca de vehículos que nuestra agencia de publicidad promocionaba, y era voluntad de los propietarios de esa empresa que filmáramos la misma. Eran algo más de 500 Km, pero por una endemoniada geografía de montañas infinitas, lo cual significaba ocho o diez horas de viaje, para nosotros. Obviamente que los corredores lo harían mucho más rápido. De manera que debíamos partir un día antes que los corredores, ubicar cámaras en algunos lugares estratégicos, y esperar la llegada de los pilotos en Ilo.

Quedaban dos días, de manera que los preparativos fueron intensos: 3 cámaras, camarógrafos y asistentes, todos los equipos pertinentes, y como personal, los seis técnicos citados y todo un equipo de creativos, especialistas en medios, y alguno cuya función no era precisa, de manera que sumamos otros seis. Partiríamos en dos vagonetas Nissan, al día siguiente al amanecer. La noche anterior yo me despedí de mi amada que me entregó un beso mezquino y me dejó una sensación de catástrofe inminente. Pero en mí, por algún alucinado mecanismo optimista, prevalecía la certeza de que aquello no era nada más que una indisposición transitoria, que mi breve ausencia, serviría para catapultar a su habitual cielo, a nuestro amor, a su amor, debilitado. Así, llegado el momento, empezamos a recorrer aquella geografía de alucinación, de colores atrevidos en medio de la altipampa, de géiseres y de volcanes dormidos, de riachuelos cristalinos y helados como el clima afuera de los vehículos. A mí, la imagen de aquellas grandezas del planeta, siempre me provoca la meditación, y pensaba, en mi amor que iba dejando atrás cada segundo, y en ejércitos indígenas del pasado que habían recorrido esos páramos, y también claro, en ejércitos patriotas de la época de la independencia y luego, soldados y oficiales de la guerra con Chile. Imaginaba que sobre esos campos yertos se había regado la sangre de miles de hombres, que, movilizados por su fe, por sus creencias o por órdenes de otros, habían partido en la aventura de sus vidas, a cumplir sus destinos, a veces para morir, otras para subsistir. Y, por supuesto, la imagen de la muerte me traía también la imagen de aquel amor que no sabía, a pesar de mi optimismo, si subsistiría. Su bello rostro de ojos celestes, enmarcados por su cabello rubio, se me aparecía al otro lado de la ventanilla del vehículo, fundiéndose con la tierra primordial e indiferente que íbamos cruzando. Fueron horas y horas entre el asombro de la naturaleza y la melancolía de mi pensar. Porque el imaginar la pequeñez, la insignificancia de las acciones humanas frente a la grandiosidad de la tierra inconmovible, me hacía pensar también en que, aunque para mí significara lo más importante del universo, mi amor exaltado por aquella mujer que había quedado en La Paz, era también nada en la historia y en el transcurrir del tiempo y de las cosas.

Así, desgastado, casi rendido, luego de tener desde la última cordillera la visión desde entonces presente del mar infinito, llegué a Ilo y con nuestra gente fuimos al hotel de lujo que nos habían reservado. Había estado varias veces en Lima, había estado en Arequipa, había recorrido, con un grupo de teatro, en ómnibus, el largo camino desde Lima a la frontera con Ecuador, en donde participaríamos de un Festival. Podía decir que conocía algo del Perú, pero al entrar a Ilo, vi una imagen diferente y a la vez conocida: veía “cholitas”, como las nuestras, pero estas eran “cholitas con mar”, o frente al mar, lo que sería imposible de soñar en mi tierra. El hotel, era un hervidero de bolivianos, acompañando a unas bellezas femeninas de alto puntaje, porque a alguien, de mente ágil en La Paz, se le había ocurrido realizar el concurso de “Miss Bolivia”, correspondiente a ese año, en ese hotel, en las cercanías de las playas y del mar ahora boliviano. Dicho concurso, se realizaría la noche del día siguiente, coincidiendo con la finalización y premiación de la carrera automovilística. De manera que, a pesar de la conciencia de lo que habría que trabajar para nuestra filmación, había mucho que ver, mucho para distraerse. Pero, a pesar de ello, durante la noche en mi cuarto, las imágenes de mi esquiva amante y de sus ojos de cielo y mar, me robaron por un buen rato el sueño.

Al día siguiente, todo fue más fácil de lo que imaginábamos. Llevamos a dos de los camarógrafos a puntos estratégicos y no muy lejanos del camino, mientras que la otra cámara estaba ubicada en la meta para registrar la llegada de los corredores. El recorrido que nosotros habíamos hecho en nueve horas, ellos lo hicieron en cinco, aunque algunos se retrasaron e incluso hubo un accidente, pero antes de las cuatro de la tarde ya estaba terminado todo. De manera que con algunos de los compañeros y de las dos mujeres que integraban nuestro equipo, aprovechamos un par de horas en la playa, y yo, con la pretensión de ponerme con el aspecto de un héroe griego para ser más deseable a mi amada cuando la volviera a ver, me compré un protector solar de aquellos que además tiñen la piel. De manera que, en la noche, aunque un sutil toque moreno se insinuaba en mi piel, todavía la blancura de la misma, revelaba, inequívocamente, mi proveniencia de la alta ciudad de las montañas. Esa noche fue la elección de Miss Bolivia, a la que asistimos, por supuesto. Las bellas se lucieron por su belleza, las respuestas a las preguntas tradicionales a las candidatas, estuvieron, algunas, plagadas de incoherencias y hasta de elementos graciosos, se eligió a la Miss, pero lo que predominaba era un inusitado fervor patriótico, del cual ni yo podía abstenerme, salvo en los momentos en que se me ocurría pensar, debido a esos extravíos que produce el amor, que la mujer que, supuestamente, me esperaba en La Paz, era más linda que las de ese conjunto de bellas e ingenuas muchachas.

Permanecimos allí todo el día siguiente e inclusive la mañana del subsiguiente antes de partir de retorno. Fue un día y medio de playa, en los que mi piel, ayudada por el artificio del bronceador, tomó el color esplendoroso de los hombres de mar. Comimos, algunos, mariscos hasta la saciedad y en la noche, una paella magistral coronó nuestros sueños gastronómicos. El sol lo tomamos, en un acto de patriotismo, en la misma Boliviamar, y claro, nos bañamos en las aguas no muy cálidas de esa parte del Pacífico. Mientras tomaba sol, yo me perdía en ensoñaciones con la rubia mujer de piernas largas y de avideces inagotables, que me esperaba en Bolivia. Imaginaba el reencuentro, los besos, las primeras palabras, el hacer el amor, con avidez y exaltación, para desquitarnos de la breve abstinencia. Al día siguiente, almorzamos antes de partir, en un restaurante no muy pomposo. Estábamos confiados con el viaje de vuelta, total ya conocíamos el camino y llegar de noche a La Paz, no sería problema. Todos los de mi grupo, menos yo ni tampoco los técnicos que al parecer no eran muy afectos, volvieron a pedir camarones, langostinos, gambas, almejas, mejillones, en fin… y los demás, en un acto absurdo, pedimos unos bifes que, claro, no eran de lo mejor.

Así empezamos el regreso, trepando montañas y dejando atrás el mar que brillaba como una infinita alfombra azul. Antes de las dos horas de recorrido, una de las mujeres del grupo pidió, desesperada, que paremos un momento, que tenía ganas de vomitar. Lo hizo al costado del camino y volvió a subir al vehículo arrebolada, por encima de la palidez que le había producido el esfuerzo del vómito, por su dignidad herida de dama fina. A los diez minutos le tocó el turno al especialista en medios, y cinco minutos después, a la otra mujer que venía con nosotros. Y así, se fueron sucediendo uno a uno, y algunos repitieron su abrupto desalojo del estómago. Era evidente que los mariscos comidos en el almuerzo les habían hecho daño. Por suerte, llevábamos abundantes botellas de refrescos que servían para rehidratarlos. Pero cuando le tocó al chofer, el viaje tranquilo que habíamos previsto, se llenó de sombras. La otra vagoneta, la de los técnicos, se nos había adelantado mucho y no se divisaba por ningún lado. Como todos vomitaban más de una vez, en la segunda oportunidad del chofer, él declaró responsablemente que ya no podría conducir, que se sentía muy mal. Nadie estaba en condiciones de reemplazarlo, excepto yo, que decidí asumir la responsabilidad, temeroso por esos caminos que en cualquier curva podrían esconder la muerte. Pero no había más remedio, en centenares de kilómetros no había ningún pueblo que pudiera tener un hospital o posta sanitaria. Había que seguir. Y en ese seguir debemos haber logrado un récord Guinnes de vómitos en los que se alternaban unos y otros. Ya ni siquiera se bajaban, vomitaban por las ventanillas y en alguna oportunidad ni siquiera llegaban a ellas y el vehículo se fue llenando de un olor ácido y fermentado que por momentos se volvía insoportable. A pesar del frío de la cordillera, íbamos con las ventanillas abiertas, y fuimos mudando nuestras ropas de vacacionistas playeros, por las abrigadas que usábamos en La Paz. Al cabo de algunas horas los ataques de arrojar fueron cediendo, pero todos estaban tan débiles que la vagoneta en que viajábamos parecía la ambulancia de la muerte. El problema más grave surgió cuando cayó la noche y yo, al conducir un vehículo, no tengo buena visión nocturna. De manera que la compañera peruana, que ya se había recuperado bastante, tomó el asiento al lado mío, y con voluntad y esfuerzo me anunciaba: “Aquí curva a la derecha”, “Aquí, curva a la izquierda”. Y de esa manera llegamos a La Paz, casi a la medianoche. Durante el viaje, terrible y amenazante, en medio del temor y de súbitas taquicardias, no pensé ni en ejércitos que habían marchado por esas soledades, ni en sangre derramada en pos de un sueño o de un mandato, y, asimismo, casi no tuve oportunidad de soñar en la imaginación que podría haber desatado esa noche cuajada de estrellas, el reencuentro con mi amada desdeñosa. Sólo algunos resplandores de imágenes de su cuerpo en la exaltación del amor, me impulsaban a seguir adelante, a llegar al destino ansiado. “Te amaré, me sumergiré en tu mundo de aves y fogosidades. Tengo que llegar, amor mío”. Eso pensaba.

El documental salió bien y fue aprobado y hasta aplaudido. Al día siguiente, todos los compañeros estuvieron en sus puestos de trabajo, bastante bien compuestos, con apenas unos esbozos de palidez, el vehículo que habíamos usado, fue bien lavado y desodorizado. La mujer amada, no me recibió en medio de un estallido de impulsos amorosos, sino que me comunicó su decisión de volver a Europa a encontrarse con su marido y que, en consecuencia, lo nuestro había terminado. Fue entonces mi ocasión de empalidecer, de entristecerme, de deprimirme. La dejé en su casa y sentí que allí se me quedaba un pedazo de alma y que me sería muy difícil recuperarme. No pude entregarle mi piel morena de hombre de mar ni de héroe griego, ni siquiera me dio tiempo para contarle los avatares del viaje de retorno desde Ilo. Lo que sí sucedió, es que a los dos o tres días, aquella piel del color del bronce que había adquirido a fuerza de playa y de bronceadores, se empezó a caer en jirones cada vez más grandes, dejando al descubierto mi piel de antes, y haciéndome entender que, como esa piel transitoria, mi amor se había ido, se había caído en guiñapos dejándome desnudo y desprotegido, y que sólo quedaba yo.

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