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Una flor pintada de negro

Nilda Huanca Quispe

Bastará con decir que soy Estela, la mujer que acabó con su esposo.

Mi vida fue una pesadilla desde que mi madre me abandonó, dejándome sola con un hombre borracho, abusivo y machista, quien desgraciadamente era mi padre.

Esa mañana me alisté para ir al colegio. Afuera escuché el motor de un carro estacionarse en la puerta de mi casa. Me asomé por la ventana y vi a mi padre estrechar la mano a un desconocido, mientras ambos me observaban que estaba detrás de la ventana. Mi padre entró a la casa con un maletín, se veía contento.  Salí de mi cuarto, mientras él me agarraba del brazo y me decía:

– El hombre de afuera será tu esposo, compórtate bien, no por nada me pagó bien.

Quise correr, pero mi padre al ver como reaccioné, me dio una cachetada y de los pelos me entregó a aquel hombre. Llorando le suplicaba a mi padre que no me dejara, pero él solo atinó a despedirse de mí con un beso en la frente. Aquel hombre que pensé que me quería aunque sea un poco, me vendió como si fuera un objeto.

El carro donde viajaba estaba lleno de lujos. Ese hombre se atrevió a acariciar mi rostro, y llena de asco volteé mi mirada. Al entrar a su casa me obligó a ponerme un vestido provocativo. Me dio tanta rabia que escupí en su cara. Él fuera de sí, comenzó a golpearme, y después, abuso de mí. A mis quince años, perdí mi inocencia.

A la mañana siguiente desperté en una cama blanca. Aquellas sábanas estaban manchadas de lágrimas y sufrimiento, pero en el fondo de la habitación expresaban amor, con las rosas y peluches que estaban allí como para una niña.

Desde aquel instante supe que sería una hermosa ave encerrada en una jaula de oro. Pasaron ocho largos años y mi marido era un hombre ejemplar, a los ojos de los demás. Cada que vez que nuestros conocidos llamaban y nos daban la grata sorpresa de visitarnos, me obligaba a curar y tapar las heridas que dejaba en mi cuerpo.

Esa noche se percató de querer contar lo que me pasaba a uno de los invitados. Me llamó para pasar al cuarto, cerró la puerta con llave y me empujó a la cama. Estaba tan asustada que no supe cómo reaccionar. Me tapó la boca con un trapo. Sacó el encendedor de su bolsillo y prendió un cigarrillo. Empezó a quemar mis piernas y brazos, por más que gritaba, aquel cuarto contenía mi dolor y llanto.

Un día, cansada del dolor, decidí acabar con todo este sufrimiento. Lo primero que hice, fue ponerme un vestido blanco y provocador. Me sumergí en la cocina y empecé a preparar lo que más le gustaba a mi marido, un postre, con un ingrediente especial.

Cuando llegó a la casa, se quedó asombrado por mi cambio. Al terminar de comer, me agradeció y me cogió de la cintura. En ese momento, le di un beso. El veneno ya estaba haciendo efecto. Se desvaneció en medio del dolor. Cayó al suelo como la rata que era.

Encendí el tocadiscos y puse música elegante. En su agonía, él me suplicaba que lo llevara al hospital. No podía soportar su dolor, cogí un cuchillo y terminé con su miserable vida. Por primera vez, me sentí tranquila, pero aquella alegría se desvaneció por el sonido de las patrullas que se acercaban a la casa. Al parecer, uno de los criados se había dado cuenta de mis intenciones. Antes de que me detengan, me despedí de él con un beso en la frente, al igual que mi padre, ambos besos tuvieron el mismo propósito.

No me arrepiento de nada. Lo hice para librarme del sufrimiento y dolor que golpeaba mi corazón todas las noches. Ahora estoy en la cárcel, cumpliendo mi condena por el crimen que cometí.

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