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Una combi llena de libros

El libro —o dedicarse a la cultura— aquí, en Bolivia, es un valor casi negativo: poco significa a los ojos de la mayoría. Lo dijo ya hace muchas décadas un escritor boliviano hoy despreciado debido a las ideas que esgrimía. Pero es cierto. Si la literatura y la cultura son ya de por sí, en todas partes del mundo, labores poco rentables y para las que el creador debe hacer varios tipos de sacrificios, en Bolivia son verdaderas odiseas por las trabas y los estorbos que suponen para sus gestores, creadores o padrinos. Hace unos días, por ejemplo, la Guardia Municipal de la Alcaldía de La Paz hizo retirar a un hombre que vendía inofensivamente libros en su Combi, en la avenida Arce. Lo hacía de forma muy creativa: el vehículo estaba adornado con neones y en su interior tenía instalado un estante de madera, el cual simulaba una pequeña biblioteca. Lo retiró la Alcaldía, pero él contó luego que su puesto móvil de libros siempre era objeto de intrigas u ojerizas por parte de vendedoras callejeras o choferes de radiotaxis.

Sin embargo, el que la Alcaldía haya hecho retirar la Combi de libros no es lo más indignante. Lo es que el alcalde y los concejales asistan orondos a bailar en entradas folclóricas, publiquen fotos de ellos con serpentina, cohetillos, globos y confeti y asistan públicamente a las Alasitas para hacerse leer el futuro en plomo. Eso, más la actitud que tuvieron con el vendedor nómada de libros, los convierten en algo parecido al perro del hortelano de la comedia de Lope: no hacen ni dejan hacer. Pero no se puede esperar otra cosa. Alcaldías como la de La Paz o la de Santa Cruz de la Sierra, con funcionarios sin letras, sin visión cultural, no pueden actuar de otra manera sino consintiendo solamente al populacho, enfrascados en liviandades.

Mas vayamos al fondo de las cosas. Esta actitud no es nueva; el estamento político boliviano es en general así de inculto y veleidoso. De esta forma describía Tristán Marof la labor cultural y libresca en el país: “Escribir en Bolivia quiere decir dedicarse al peor oficio, porque no renta, no produce sino insatisfacciones y el escritor es considerado menos que cualquier chisgarabís de sociedad si no posee dinero. No hay todavía madurez en la sociedad boliviana para rendir consideración a sus escritores y artistas, salvo que estos se conviertan en escribas oficiales y pintores de presidentes y damas relamidas”. La situación sigue igual desde que Marof escribió esas palabras.

Otra de las trabas con las que se topa el buen hombre de letras en Bolivia es la inquina y envidia que supuran los círculos literarios y culturales. Estos círculos tienden a ser en todo el mundo cerrados, como roscas herméticas, y además son propensos a sentir antipatía por quien no les pertenece. Empero, en Bolivia esta situación es más aguda; aquí las roscas culturales —sobre todo literarias— son pequeñas hogueras de rencor. Traban el paso al escritor independiente y libre, destruyen al novel poeta que quiere hacerse un nombre o lo abochornan cuando pueden, intrigan para que su obra no tenga lectores, o simplemente le hacen el silencio. Obviamente, todo esto proviene de gacetilleros o escribidores de pacotilla, pero sus opiniones tienen una considerable difusión, sobre todo en redes sociales. Y como las casas editoriales bolivianas todavía son pocas y de brazos cortos —algunas incluso embrionarias o de trabajo muy discontinuo—, las opciones que un escritor nuevo tiene para publicar se reducen mucho. Si no posee un espíritu tenaz, una voluntad fuerte que desdeñe la mala leche, su vocación artística puede quedar frustrada para siempre.

En general, la cultura está muy depauperada en Bolivia. Cuando se quiere hacer una presentación de libro u organizar una conferencia sobre temas filosóficos o de divulgación científica, las instituciones públicas, e incluso las mismas universidades, creen que están haciendo el favor de la vida o que están moviendo cielo y tierra cuando solamente encienden la luz de un paraninfo, fían sus micrófonos y parlantes para que hablen los interlocutores o acomodan las sillas para los asistentes. De modo que la ejecución de este tipo de eventos requiere primero el tránsito de un viacrucis largo.

No hablemos de París, Roma o Londres… En ciudades cercanas como Buenos Aires, Montevideo o Bogotá, las calles céntricas están llenas de quioscos con discos de vinilo, revistas, periódicos y libros, entre usados y nuevos, sin ser fastidiadas por sus respectivas autoridades ediles. Y ello es seguramente porque allí hay demanda y una cultura lectora. La Combi llena de libros y el hombre que se dedicaba a la noble labor de vender literatura en las calles paceñas desalojados por la Alcaldía y mal vistos por las comerciantes y los taxistas, son el retrato fiel de cómo Bolivia mira aquello que, durante milenios, mucho más que la política y la economía, ha hecho otorgado espíritu de libertad a las sociedades del mundo: la cultura. Y entonces la situación boliviana actual no es más que el resultado de ese crónico desdén.

Ignacio Vera de Rada es profesor universitario

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