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Una carta de Leopold Bloom

Maurizio Bagatin

Mañana llegará desde Dublín una carta de Leopold Bloom. Tendrá el verde musgo de las poesías de Seamus Heaney, labradas con un azadón hecho lápiz, que abre surcos que al crepúsculo abrazan semillas como si fueran palabras. Traza cerco en el cual se encerraba, aun niño, el funambulesco viajero de libros, una amistad con Fogg y Passepartout, la adolescente que me hizo entrar en el mundo de los placeres, cuando el pincel del amor era para mí la espada de los mosqueteros nobles.

La recibiré como aquel mensaje en la botella, aquel que sigue diciendo que “hoy no sucedió nada”. El viaje es siempre solitario, el uno que enfrenta el universo y con su lenguaje intenta abrirse caminos. Herméticas son las palabras. El Poeta cantaba con la esperanza de enceguecerse y quedarse con una memoria oral, el olvido de los dioses y la maravilla de oro.

Al abrirla los signos del tiempo derramarán los códigos del viaje, me hablarán de los precursores de Homero. Y me indicará si es verdad que el castigo de los hombres fue por haber comido los bueyes de Hiperión Helios. En su última hoja, el rapsoda describirá el dolor del retorno, el cuarto dejado vacío por Penélope y la aporía de Telémaco, seguirá narrándome, desde Dublín, que la belleza termina siempre cuando el pensamiento inicia.

La carta es el adiós de un viaje certero, horas deambuladas buscando una identidad, un origen, un retorno.

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