Homero Carvalho Oliva
Ayer, domingo, desperté a las 4:30 de la madrugada, la hora del conticinio, esa hermosa palabra olvidada que es el instante de la noche en que todo está en silencio. Desperté y recordé el sueño que soñé, fue una epifanía. En mi sueño me vi a mi mismo escribiendo en una agenda de cuero, una en especial que me obsequió una enamorada que me soñaba escritor. El que escribía era yo mismo, me acerqué y pude ver mi cara de satisfacción, estaba feliz con lo que escribía; miré la agenda buscando descubrir que me hacía tan dichoso y solo pude ver unos signos extraños, un lenguaje desconocido para mí. Miré al hombre que era yo mismo y me interrogué acerca de lo que escribía, él, que era yo, que siempre está conmigo incluso cuando no escribo, me miró compasivo, como perdonando mi ignorancia y siguió escribiendo. Lo volví a mirar reclamando que me presté atención, levantó la vista, me miró desde mí mismo y luego bajó los ojos al papel leyéndolo en voz alta, ¿lo entiendes?, me preguntó y yo le respondí que no, entonces tienes que volver a aprender este alifato o como quieras llamar a este alfabeto que tú enseñaste cuando eras niño. Recuerda tu infancia en las imágenes sin tiempo ni espacio definidos, evoca los días en los que escribías en un cuaderno escolar en un idioma que solo tú podías descifrar, despierta a ese niño que fuimos, al que soñaba con nosotros adultos y en la urdimbre de su memoria suya/nuestra están las claves para descifrarlo. Teje las palabras como lo haces cuando escribes desde la vigilia, no olvides que sueño no es solamente dormir, es ilusión, fantasía y esperanza. Sueña de día. Recuerda que el sueño es el infinito donde se confunden lo sagrado y lo profano, lo eterno y lo efímero. Recuérdalo y escribe, yo estaré en tus sueños esperando que me cuentes lo que escribí, luego lo reescribiremos juntos con tus manos y mis sueños.