Miguel Sánchez-Ostiz
Tengo por costumbre leer todos los años por estas fechas el Sermón de Navidad de Robert Louis Stevenson, escrito en 1888, en alta mar, a bordo de la goleta Casco, rumbo a Polinesia. Ese es un texto breve, que ha envejecido bien y no presenta arrugas (lo mismo sucede con los Ensayos de Montaigne), y sobre todo que nunca me decepciona. Lo escribe alguien que se ha embarcado con intención, tal vez, de dar con el mítico tesoro de la catedral de Lima, alguien que va al encuentro de la plenitud de su vida en Samoa y de su muerte anunciada –esa «Pálida Muerte que nos acecha en silencio año tras año»–, no alguien que ha desertado y se refugia en un conformismo que de senequista tiene poco. Rara es la ocasión en que en esa lectura no encuentro matices nuevos y con ellos motivos de reflexión. Los años que pasan colaboran a los hallazgos, sin duda. De más joven me fijaba en esa página en la que, de cara a los balances y propósito de Navidad y fin de año, el abogado de la juventud aconsejaba felicitarse por no haber sido peores, un consejo que parece algo cínico y sin embargo no es más que una forma de evitarse mañas de Tartufo y amarguras rituales, huecas como saco de humo. En otra ocasión, la reflexión sobre la propia vida y sus negruras vino de la mano de su afirmación de que la cordialidad y la alegría son obligaciones incondicionales y preceden a cualquier norma ética que tenga de verdad en cuenta al prójimo.
Algún año más sombrío que otro, el lápiz se fue detrás de esas palabras con las que Stevenson sostiene que el fracaso forma parte de nuestra vida y destino, y conviene aceptarlo como parte de estos. Cuando sientes las vergüenzas inevitables del vivir a brincos, el autor de este sermón, junto con otras hermosas Oraciones de Vailima, recuerda que el vivir correctamente es un arte precario y es probable que al final no estemos satisfechos con nuestros logros. Consuelos, sí, pero no banales porque van acompañados de aquel intenso y contagioso entusiasmo que iluminaba todas sus páginas. Entusiasmo y alegría de vivir, y ese propósito de no ensuciar el bosque de la vida por el que hemos pasado como vagamundos; si acaso mejorarlo en la medida de nuestras posibilidades.
Hace ya unos años (pocos) que le doy vueltas a un comentario que hace Stevenson a un episodio relatado por Tácito en sus Anales, cuando habla del popular general Germánico en la época en que estaba con sus legiones en los bosques de Germania, que si no es rigurosamente histórico tiene una hermosa intensidad poética. Los legionarios veteranos se amotinaron por los muchos años de servicio ya prestados, y manifestaron su deseo de regresar a sus casas y tierras de origen porque ya habían servido lo suficiente. El motivo lo expresó un legionario cogiendo la mano de Germánico y haciéndole pasar sus dedos por sus encías descarnadas: habían perdido los dientes en años de luchas, privaciones e inclemencias, y ya no podían masticar el pan de los campamentos. Servir o no servir y aceptar que es muy posible que no se llegue a conseguir logro alguno, ni trofeo. No se trata tanto de probarse en un campo de batalla, sino en el bregar diario por la propia subsistencia. Hermoso, cierto, pero complicado, la mala cara asoma sin que la reconozcas en el espejo, junto con las rumias, su pariente cercano.
Quien ese sermón escribe tampoco podía masticar como un veinteañero, su salud era más que precaria, pero seguía en el camino de la escritura, contra viento y marea, contra la fiebre de la tuberculosis y las hemorragias, como si fuera montado sobre sí mismo, calzado con aquellas botas herradas que usa en Vailima (se ven en las fotografías de los años finales) que sugieren caminatas, las que se exhiben en una vitrina del museo de los escritores de Edimburgo. Cansado o no, decepcionado o no, habiendo dejado la búsqueda del tesoro de la catedral de Lima para mejor ocasión, si es que la emprendió alguna vez, con toses, tragos y tabaco, sigue escribiendo cuentos y baladas, novelas que quedarían inconclusas, una correspondencia imponente, con Henry James, Marcel Schwob que viajaría a Samoa años después de la muerte de su admirado advocatus iuventutis (abogado de la juventud). La vida se le escapaba a bocanadas, pero la escritura era irrenunciable, vivir era seguir en la brecha, hasta el último aliento, con el corazón en su sitio.
Artículo publicado en el diario El Imparcial, de Madrid, el 27-XII-2022