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Un columpio en un árbol

Sagrario García Sanz

Era un columpio de los antiguos, de los que cuelga un neumático de dos cadenas y tiene una tabla en el centro para colocar las posaderas, pero en vez de estar montado en una estructura metálica con restos de pintura y de óxido por estar expuesto a la intemperie, estaba colgado de la gruesa rama de un árbol.

El árbol era inmenso, robusto, con una rama lateral con la fortaleza ideal para colgar un columpio de ella, y con suave hierba debajo para amortiguar los saltos y las caídas de los infantes.

Con el frío, habitualmente se mecía en soledad levemente por el aire; pero, con el buen tiempo, decenas de niños se peleaban por subirse a él y se impulsaban unos a otros con toda la fuerza posible para lograr alcanzar la mayor altura. Cuanto más alto llegaban, más fuertes eras sus risas infantiles y más emocionante el salto desde la mayor altura, ese que la hierba suavizaba para suerte de tobillos y rodillas.

Ella era demasiado pequeña todavía para lograr tamaña proeza, que veía continuamente en sus compañeros mayores de parque, así que se quedaba mirando embelesada y con la boca abierta en dirección al columpio, mientras apenas prestaba atención a sus juguetes sobre la arena.

El día que la pequeña logró ponerse en pie, vio más cerca su acceso al majestuoso objetivo y, cuando logró andar con cierta estabilidad, empezó a ser más insistente con sus padres para que la subieran a aquel columpio. Tardó meses en conseguirlo, si alguna vez este quedaba libre, la subían un momento y apenas la mecían, siempre sujeta por las manos de alguno de sus padres. Pero el gran día por fin llegó.

Ya era más mayor, andaba sola y hasta corría sin caerse, así que mientras su padre estaba entretenido conversando con otros padres, convenció a una niña mayor para que la ayudara a subir y la impulsara y, una vez en el columpio, empezó a sentir toda la emoción de la oscilación hacia un lado y hacia otro, cada vez con más fuerza, mientras el aire removía su pelo, unas veces tapando su rostro y, otras, liberándolo por completo. Entonces decidió saltar como tantas veces había visto hacer a innumerables niños, esperó a estar en lo más alto para pegar el salto que tanto había esperado, pero con la mala suerte de que unos hilos de su pantaloncito quedaron enganchados entre las cadenas y el impulso hacia adelante tuvo un retroceso cuando el columpio se fue hacia atrás, así que aterrizó boca abajo con los brazos en cruz y de bruces sobre la hierba.

Por un momento sintió el dolor del impacto junto con un creciente sentimiento de vergüenza, muchos niños la rodeaban mirándola tirada sobre la hierba y su padre llegó corriendo junto con otros padres dispuestos a socorrerla. Cuando la levantaron con su pantalón roto y su camiseta manchada de verde, ella sofocó las lágrimas como buenamente pudo y trató de sonreír lo poco que le permitía su labio partido y, así, resoplando entre las mellas de sus recién perdidos paletos, le dijo a su padre:

—Si me dejas subir otra vez, te prometo que esta vez saltaré bien.

Entonces oyó la ovación de los demás niños que la estaban observando y se olvidó por completo del dolor y del pudor.

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