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Volver a México, penúltima evocación

Homero Carvalho Oliva

“El muchacho que camina por este poema, / entre San Ildefonso y el Zócalo, / es el hombre que lo escribe”.
Octavio Paz
“Uno vuelve siempre a los viejos sitios donde amó la vida 
Y entonces comprende cómo están de ausentes las cosas queridas”. 
C. Tejada / A. Isella

La noche del 7 de septiembre del año del Señor de 2022, recibí un correo electrónico del escritor Javier Perucho, me invitaba a Ciudad de México para participar de un encuentro de escritores entre el 8 y 12 de octubre a realizarse en el marco de la XXII Feria Internacional del Libro de la Ciudad de México (CDMX Zócalo),automáticamente, sin pensarlo, respondí que sí, porque uno de mis sueños era retornar a México como escritor para reencontrarme con el joven que el año 1980, cuando tenía un poco más de veinte años, ganó el Premio Latinoamericano de Cuento y decidió ser escritor.

Volver para expresarle a esa urbe inimaginable, a ese “ombligo de la luna”, mi reconocimiento y mi amor incondicional, como lo habían hecho, entre otros, escritores de la talla de Katherine Ann Porter, D.H. Lawrence, Malcolm Lowry, Jack Kerouac, Patricia Highsmith, André Breton y Roberto Bolaño, quien vivió allá durante su juventud y la ciudad que nos cuenta es tan delirante como la que yo conocí.

En un artículo publicado en el periódico El País, de Madrid, Emilio Lezama aclara: “El DF es una sola ciudad, pero en ella caben mil. Esta interacción genera una violencia que resulta deliciosa para el artista: la cuerda que ata a la ciudad vive en eterno estado de tensión, pero nunca se rompe del todo. Aquí no hay vanidades. La noche cubre con su velo a los poetas, los protege de la luz del día. ¡Que París presuma a sus autores! La oscuridad de México es ruidosa pero humilde. García Márquez, Bretón, Bolaño o Kerouac, aquí todos llegan huyendo, pero nunca se van. La ciudad enamora a los que logran traspasar la coraza de este monstruo indomable. “¿Quieres que México sea salvado?” pregunta Malcolm Lowry, uno más de los escritores que pasaron sus días aquí. La respuesta parece obvia”[1].

El asombro

            Llegué al D.F., como se llamaba entonces, un 24 de agosto de 1980, día de mi cumpleaños, junto a mi amigo Ricardo Paz Ballivián. En un artículo titulado COB: 22 meses de lucha contra una dictadura elperiodista Rafael Sagárnaga, informa en una investigación, publicada en varios medios de comunicación, la resistencia, desde los primeros días del golpe de García Meza, acaecido el 17 de julio de 1980, relata cómo el pueblo boliviano se organizó, para enfrentar al dictador que inició su tiranía asesinando a Marcelo Quiroga Santa Cruz, a Carlos Flores y a Gualberto Vega; la investigación del periodista destaca a los dirigentes en la clandestinidad y a las personas que, pese al terror y a la cruel represión, arriesgaron sus vidas apoyando a la Central Obrera Boliviana; ahí, entre los que contribuyeron en esa lucha, está incluido mi nombre; siempre es bueno que alguien nos recuerde estas cosas. El resto es sombra…

Me impresionaron el inconcebible espacio geográfico que ocupa esa interminable ciudad, que tuvimos que sobrevolar unos treinta minutos antes de que el avión aterrizara, que en esa época albergaba dieciocho millones de gentes; las estupendas pirámides de Teotihuacán y el imponente Museo de Antropología que daban cuenta de una gran civilización que nos hacía sentir orgullosos de ser latinoamericanos. Me encantó el marcado amor de los mexicanos por lo suyo y me sedujo la voz aguardentosa de Chabela Vargas. Así como los suculentos tacos y el mole poblano preparado con más de treinta especias. Yo llegué a sus calles con el conocimiento adolescente de las estrellas de lucha libre, de cantantes de boleros y rancheras, de revistas de toda laya, de películas de la Revolución, de Cantinflas, María Félix, de Agustín Lara, Verónica Castro y del Chavo del ocho, tal como los retrató magistralmente ese cronista mayor de la cultura popular que fue Carlos Monsiváis, heredero irreverente de Manuel Gutiérrez Nájera, el cronista de México de finales del siglo diecinueve. Viviendo allí investigué sobre la Revolución mexicana, Pancho Villa y Emiliano Zapata, el Plan de San Miguel de Ayala, aprendí de lealtades y traiciones. Si bien ya conocía a alguno de sus grandes escritores como Alfonso Reyes, Mariano Azuela, Juan Rulfo, Octavio Paz, Juan José Arreola, Elena Garro, Elena Poniatowska, allí pude leer más de ellos y conocer a otros; así como fascinarme con Frida, Rivera, Trotski y tantos otros intelectuales y artistas emblemáticos de un siglo.

Me conmovió la laberíntica biblioteca de la Universidad Nacional Autónoma de México y la innumerable cantidad de títulos y autores de la librería Gandhi, que solo podía mirar y desear tenerlos en mi propia biblioteca. Me apasionó una bailarina que, en un teatro del centro de la gran ciudad, por la colonia Tepito, se desnudó hasta quedar como una gota de agua, limpia y transparente y en mis pupilas se tatuó su silueta.

México y los mexicanos

¿Los mexicanos?, uno de los mejores pueblos del mundo, solidarios con los exiliados republicanos españoles y con todos los sudamericanos. Coincido con Arturo Pérez Reverte en esta definición: «México es la violencia y la cortesía extrema”. El cariño de los mexicanos era tan desmedido con los refugiados políticos, que, en 1980, Juan Rulfo fue presidente del Comité mexicano de solidaridad con el pueblo boliviano, en un acto de homenaje a mi país me di modos para acercarme al autor de El llano en llamas a estrechar la mano y me dije a mí mismo que, cuando fuera grande sería como ese señor: humilde y sencillo.

En el D.F. participé en algunos talleres de literatura en el Instituto nacional de Bellas Artes. Pertenecí a un grupo de jóvenes se llamaba Netopía, un término compuesto de la “neta” y de la utopía. Éramos un contrasentido, pretendíamos ser irreverentes y experimentar con peyotes y esas cosas; incluso decidimos ir en busca de María Sabina y no sé si lo hicimos o simplemente lo imaginé. Era un grupo muy loco, les perdí el rastro a sus integrantes.    

En esa época estaba de moda Plaza Garibaldi, recurro a Bolaño para describirla. “Camino por la Plaza Garibaldi, donde la policía acecha, bizarros tumultos de gente se aglomeran en las angostas calles alrededor de apocados músicos que tocan débilmente sus trompetas cerca de las banquetas… Las marimbas resuenan en los grandes bares… Confundidos entre hombres ricos y pobres con sombreros de ala ancha salen por las puertas de dos hojas a escupir pedazos de cigarro y con sus enormes manos se golpean los genitales como si fueran a arrojarse a un arroyo helado…”

                Desde que la conocí quedé enamorado de México; en ese país conocí el mar e hice amistad con revolucionarios de toda América Latina que se encontraban exiliados en esos años. Tupamaros uruguayos, montoneros argentinos, miristas chilenos, anarquistas españoles, senderistas peruanos, en fin…, en esos años México era una fiesta y los izquierdistas éramos los invitados.  Yo mismo compartía un departamento con un exiliado uruguayo.

El Premio latinoamericano de cuento

Por esos años, en los que la revolución parecía a la vuelta de la esquina, apareció, en México, una revista feminista, FEM, dirigida por un aguerrido equipo de escritoras: Elena Poniatowska, Elena Urrutia, Marta Acevedo y otras. Leyendo el periódico supe de la convocatoria al concurso de cuentos; sin embargo, como era muy joven, tenía 23 años, no confiaba en la calidad de mis cuentos, así que les pedí a escritores bolivianos exiliados que los leyeran y todos, excepto uno, me dijeron que eran malos cuentos, que debía trabajarlos más. La excepción fue Ramón Rocha Monroy, un extraordinario escritor boliviano, él los leyó y generosamente afirmó que si presentaba “Joñiqui” ganaba el premio. Yo, todavía indeciso, le conté que otros escritores los habían descalificado y él me aclaró que lo habían hecho porque ellos también se iban a presentar al concurso. El jurado estuvo integrado por todo el equipo de FEM, presidido por Elena Poniatowska, y entre muchos cuentos de varios países eligieron “Joñiqui” como premio único. Fue toda una sorpresa y una gran felicidad que me dura hasta el día de hoy. En esa época no era muy frecuente que los escritores bolivianos ganaran premios en el extranjero.

Gracias al dinero del premio fui a Acapulco a conocer el mar, tan anhelado por los bolivianos mediterráneos. La pasé muy bien y me gasté la mitad del dinero, pero esa es otra historia. México definió mi vocación literaria; sin ese premio y sin los talleres de literatura a los que asistí en el Instituto Nacional de Bellas Artes hubiera tardado más en definirme. En México aprendí por qué Gabriel García Márquez la llamaba su «otra patria distinta» y para mí llegaría a ser mi patria literaria, como la nombró Javier Perucho. Soy lo que soy gracias a México y eso no lo olvidaré nunca.

Breve historia de dos cartas:

Encontrar una carta es como encontrar una fotografía antigua, es la prueba de algo que se vivió, expresado en palabras. Mi hermano Bolívar encontró, entre los papeles de nuestro padre, fallecido el año 1989, dos cartas mías dirigidas a mi progenitor, fechadas en México en 1980 y 1981, respectivamente. Cartas de hace cuarenta años. La primera de 1980 es muy escueta, le informo que gané el Premio latinoamericano de cuento: “¿Qué le parece?, lo hicimos, papi, se abre una oportunidad”, le escribo feliz de mi hazaña, pocas palabras, similares al telegrama que le envié días después de saber que obtuve el premio; sé que mi padre disfrutó y sintió el premio como suyo, así me lo dijo años después.

La otra epístola ocupa dos carillas. He aquí unos fragmentos: “Tras la impunidad que nos brinda la literatura supervivo siguiendo esa hermosa tradición de perder el tiempo oficiosamente, compartiendo el tiempo entre un grupo de latinos que nos atrincheramos en este complejo país. Interminables discusiones coronan nuestros encuentros en los que nos empeñamos en hacer quedar bien a nuestros países: Si se habla de héroes ahí están Bolívar y Sucre (para todos), Tupac Katari para mí; si se habla de dictadores: Melgarejo regocija su espíritu en mis labios. De literatura, Tamayo. De Pintura, Gíldaro. En fin, cada toro a su corral y todos contentos”. Las imágenes de esas interminables discusiones de jóvenes que creíamos en un mundo nuevo vienen a mis cansados ojos: ¡Salud y revolución, compañeros! Aún sigo creyendo en un mundo nuevo, pese a tanto charlatán.

En otro párrafo le hablo del mar, de cumplir con “ese oculto deseo patriótico” de conocerlo; le cuento que la inmensidad azul se complementó con una mujer hondureña que amé en la arena dorada y que me enamoré de ella (¿Qué será de su vida?); más adelante le comento de unos talleres de literatura que pasé en la capital mexicana, le menciono museos, ballets, toda la gran cultura que, por los años ochenta, nos ofrecía esa megalópolis latinoamericana, “tan cerca de los Estados Unidos y tan lejos de Dios”, pero no de la Virgen de Guadalupe, agregaría yo.

Al final de esa carilla le expreso mi deseo de terminar la carrera, una promesa que nunca cumplí y que le amargó la vida tanto a mi padre como a mi madre, a ella le pude resarcir la tristeza porque décadas después me vio salir profesional, él murió llevándose mi deuda al más allá. En la carta me pregunto yo mismo: “¿La literatura? Poco a poco, he escrito otros cuentos, paso a paso, no hay prisa (vísteme despacio Sancho que voy a apurado. Creo que me dedicaré a ella con más ahínco, mi gran problema: la carrera o las letras”, le digo en la encrucijada de mi vida, al final ganó la literatura.

En el reverso de la misiva pregunto por mis hermanos; hablo de la lejanía, de la distancia y la soledad, así como de los libros de mi padre y cierro con un comentario sobre la colonia boliviana de exiliados: “Todos chismean y no hacemos nada en concreto”, me refiero a tumbar a la dictadura, digo que “somos vendedores de simulacros” y que ya estoy harto de “llegar al mercado de las mentiras y ponernos en la fila de los vendedores”.

Esta carta la volví a leer cuando me embarqué de vuelta a México y, mientras escribía esta parte lloraba, mis lágrimas traían las sales del pasado, de lo que fui, de lo que pude ser y no fui, de lo que soy y de lo que seré. Las palabras manuscritas tienen un poder evocador que está más allá del mensaje mismo, se presentan como fantasmas del pasado y nos emocionan. Lloré, mis lágrimas amenazaban con inundar mi hogar, no me importaba, en mi familia lloramos si es necesario; el llanto purifica mi nostalgia.

Cuando regresé de México tenía muy claro que quería ser escritor, en Bolivia no quise continuar con mis estudios porque algo se había quebrado en mi interior para dar lugar al nacimiento de otro ser, eso me cambió para siempre. En la Paz, no seguí estudiando y me dediqué a cierta desenfrenada bohemia literaria creyendo que el alcohol y la droga eran medios para la iluminación. Siempre quise volver a México a caminar sus calles y saludar a esa gente que vive en una megalópolis apocalíptica al borde de la realidad y de la pesadilla y que ha hecho de la muerte su eterno amor, expresándose en una ranchera metafísica que dice “el día que la mataron/ la Rosa estaba de suerte/ de tres tiros que le dieron/ no más uno era de muerte”. Después de muchos años de haber retornado a Bolivia, leí que André Breton había dicho: “No intentes entender a México desde la razón, tendrás más suerte desde lo absurdo, México es el país más surrealista del mundo” y lo suscribo, quizá porque Bolivia también es tan surrealista como México.

En varias oportunidades se me habían frustrado viajes para viajar a México. En una ocasión, en el año 2006, me invitaron a un encuentro de escritores en Monterrey y no pude asistir porque, justo en esos días, me salió un buen contrato laboral. Sin embargo, aparecí en un periódico de por allá como si hubiera asistido, seguramente porque mi nombre ya estaba en el programa y algún periodista fue al encuentro y pensó que yo estaba presente en la mesa redonda, incluso citó algunos comentarios ajenos como míos. Esas cosas que solamente la literatura produce.

Un detalle curioso, mi hija mayor Brisa Estefanía estudió en la Facultad de medicina de Guadalajara y ahora ejerce su profesión en Playa el Carmen. Ella es mi vínculo con México, siempre que nos escribimos o hablamos por teléfono México está presente.

El consejo de una dama y la fotografía de un niño

En el avión que me llevaba de Bogotá a Ciudad de México tuve un buen augurio: a mi lado se sentaba una señora colombiana de nombre Mónica, amable y conversadora; ella me observaba y me preguntó si era escritor y le respondí que sí, ¿qué cómo lo sabía?, “por tu rostro, por tu mirada y por tu saco con parches de cuero en las mangas”; al escucharla mi memoria voló hacia atrás, como el Naserepoema, el ave de mi infancia, recordé al escritor José Mauro de Vasconcelos y su fotografía de niño vestido de poeta con una corbata moño, favor que le había pedido a su madre porque algún quería escribir versos. Recordé que, en la universidad, le pedí a mi madre un saco de paño con parches de cuero y una bufanda, porque quería vestir como los escritores e intelectuales y el azar, otro de los nombres de Dios, había querido que eligiera una chaqueta similar para viajar a México. Le conté la historia a Mónica y me aconsejó que nunca perdiera la humildad y lo demás vendría por añadidura, al despedirse me advirtió que esté alerta porque el apocalipsis se avecinaba.

La FIL CDMX Zócalo y los días

Gracias a Javier Perucho, Marco Antonio Campos y Baltazar Domínguez, que gestionaron mi invitación para asistir a la XXII Feria Internacional del Libro de la Ciudad de México (CDMX Zócalo), pude volver a México como parte de la “Vanguardia literaria latinoamericana’. Llegué el sábado 8 de octubre, junto con mi hijo Luis Antonio, en el aeropuerto Benito Juárez ya nos esperaba Javier para llevarnos al hotel asignado, en pleno centro de la Ciudad y a dos cuadras del Zócalo. Aprovecho para agradecerles a Javier y Baltazar, los mejores anfitriones que he tenido.

            El Zócalo es el centro del centro histórico de CDMX, es la segunda plaza más grande del mundo, Patrimonio Cultural de la Humanidad desde 1987 y escenario de celebraciones culturales y conciertos masivos. También conocida como Plaza de Armas, Plaza Principal, Plaza Mayor y Plaza del Palacio, ocupa el espacio del islote original, centro político y religioso, de la ciudad de Tenochtitlan

En el Hotel Gillow, fundado en 1875, luego de descansar un poco, en la recepción del Hotel, me encontré con Ana María Shua, quien, gracias a su prodigiosa memoria, recordó que hacía cerca de 35 años que no nos veíamos, le recordé que fue en São Paulo​ y luego, con Luis Antonio nos fuimos a caminar por la calle Francisco Madero que es peatonal desde  el 2010, Luis Antonio quedó atónito ante la multitud, nunca había visto tanta gente caminando, y yo recordé una descripción de Monsiváis: “En el terreno visual, la Ciudad de México es, sobre todo, la demasiada gente. […] la obsesión permanente (el tema insoslayable) es la multitud que rodea a la multitud […]. ¿Y qué es hoy, desde ángulos descriptivos, la Ciudad de México? El gran hacinamiento”, bastó ese texto para enfilar hacia el museo del cronista que está en la otra esquina: “Museo del estanquillo”, también visitamos el Templo de San Francisco y otros lugares turísticos que quedan en ese paseo.

Ese sábado, a las 19:00 horas, se instaló la Mesa de Minificción, en una gigantesca carpa nombrada Ernesto Cardenal, en homenaje al entrañable poeta nicaragüense. Allí leí mis microcuentos junto a los mexicanos Marco Antonio Campos y Luis Tovar, bajo la supervisión generosa de Javier Perucho, fue muy grato escuchar a los maestros Campos y Tovar leer sus miniaturas. Al completar nuestra participación se me acercaron muchos amigos y amigas mexicanos que sólo conocía virtualmente en las redes sociales, Gabriel Ramos Zepeda y Ulises Paniagua, escritores que aprecio entrañablemente; Sergio Ceyca que vino desde Culiacán, todo un honor para mí; fue un placer conocer a Chris Morales, siempre atento y generoso, terminada la lectura nos fuimos a comer tacos a un lugar tradicional. Me gustó ver a Fidel Carlos Flores, periodista boliviano residenciado en la capital mexicana desde hace décadas, atento, amable y profesional. ¡Órale!

El domingo 9, desperté a las seis de la mañana, abrí las cortinas de nuestra pieza y justo al frente, en una puerta, estaba pintada una calavera y sobre ella el letrero de la tienda “Ay Buey”, lo desperté a Luis Antonio y le dije: Creo que estamos en México, mirá y le señalé la pintura de la calavera, la muerte, Mictlantecuhtli, que en la cosmovisión mexicana es parte de la vida, figura macabra que José Guadalupe Posadas retrató en sus hermosos grabados. Desayunamos y fuimos a conocer el Palacio de Gobierno, la catedral Metropolitana y el sagrario con una espectacular fachada de piedra tallada. Al mirar los imponentes edificios de piedra de los templos católicos, Luis Antonio recordó que fueron construidos con las piedras de palacios y templos aztecas y busqué en google un poema de Homero Aridjis, mi tocayo mexicano, que tiene un nombre tan feo como célebre: “Sobre sus ruinas, con sus mismas piedras/ los vencidos construyeron las casas de los vencedores, / erigieron las iglesias de su Dios, y las calles/ por las que corrieron los días hacia su olvido”

Un amigo, la Ciudad Universitaria y la Nostalgia

A las 9:30, vino Ariel Mealla, amigo y compañero de lucha de la UMSA, de la década de los ochenta, nos recogió del hotel para llevarnos a recorrer algunos de los lugares más emblemáticos de la ciudad: El Paseo de Reforma, El Ángel, Diana, el monumento a la Revolución, el bosque de Chapultepec y rematamos en la ciudad Universitaria. Mientras hacíamos el recorrido, Ariel generoso con la amistad y las palabras apelaba a la nostalgia de lo vivido para describir cada uno de los lugares visitados, además de nominar a los ausentes como nuestro querido amigo Ricardo Paz Ballivián, a quien ambos le debemos mucho. En la UNAM descendimos para extasiarnos con los murales de la biblioteca, todo el edificio es una obra de arte, realizada por Juan O ‘Gorman representando la cultura prehispánica y la dualidad vida/muerte, sus cuatro mil metros cuadrados fueron hechos con piedras de colores, allí nos sentamos a mirar el edificio en todo su esplendor y apreciar la paz de las islas al tiempo que recordábamos nuestra juventud. Fue también una buena ocasión para que Luis Antonio confirmara que lo que contaba respecto a esos años feroces eran como las historias de Edward Bloom, el personaje de Big Fish, que exageraba sus historias con ciertas dosis de fantasía. Gracias querido Ariel por la amistad y el cariño.

En la tarde, a las cuatro en punto, en el Foro Ricardo Flores Magón, con capacidad para seiscientas personas y casi lleno, luego de una presentación de Paco Ignacio Taibo, estrella de la FIL, participé de la Mesa “Literatura Latinoamericana” junto a los argentinos Fernanda García Lao, Kike Ferrari y Ana María Shua; el mexicano Baltazar Domínguez, hizo las presentaciones. Cada uno de nosotros aportó su visión de lo que creemos su estado actual: en mi caso, como siempre lo hago, hablé de las escritoras como vanguardia contemporánea y dije que existen muchas literaturas latinoamericanas y que había que tomar en cuenta los idiomas originarios de nuestros pueblos.

Cuando llegó el momento de las preguntas sucedió algo insólito, un señor del público, pidió la palabra y leyó un cuento, todos quedamos sin saber qué hacer, hasta que luego de varios minutos, Ana María reaccionó y, amablemente, le pidió que hiciera su pregunta, el lector de cuentos simplemente le dijo que ya faltaba poco para el final y siguió leyendo. La anécdota quedó para la historia. Al acabar nuestra participación pude abrazar a mi cuate Fernando Soto, fotógrafo que me ha cedido sus imágenes para varios de mis libros; llegó de Morelos junto con la escritora Carmen Gamiño; fue todo un encantó ver entre el público a Angélica Santa Olaya, quien días después me mostró la generosidad mexicana.  Con algunos de ellos nos fuimos a comer a la Casa de los azulejos.

Ana María Shua y Elena Poniatowska

El lunes 10, por la mañana vino a buscarnos Mauricio Canedo, boliviano afincado en CDMX, nos llevó, con su hija Monserrat, al Palacio de Cultura Citibanamex y luego a la Torre Latinoamericana, para que podamos mirar desde la altura esa ciudad sin horizontes. Al medio día Baltazar y Javier, generosos y amables, nos llevaron a almorzar al restaurante de los académicos de la UNAM, de allí nos fuimos a la casa de Elena Poniatowska, a quien Ana María le había consultado si yo podía acompañarla y la gran escritora había aceptado. Para mí fue muy importante, pues no es lo mismo encontrarse casualmente con un prestigioso escritor en alguna feria o encuentro literario que ser invitado a su casa. 

Hélène Elizabeth Louise Amélie Paula Dolores Poniatowska Amor, sencillamente Elena Poniatowska, es de la generación de los grandes escritores mexicanos, en particular, y latinoamericanos, en general, amiga de todos los grandes y ella misma no requiere de ninguna presentación, periodista, activista, feminista, militante de las causas de la izquierda, ha obtenido muchos premios, entre ellos el premio Cervantes, el 2013 y el Alfaguara por su la novela La piel del cielo, el 2001.

Su casa pequeña y acogedora, se encuentra en colonia de Chimalistac, cerca de Coyoacán, toda la casa está llena de libros en estantes blancos sencillos, ordenados por orden alfabético, fotografías, artesanías mexicanas y se respira una atmósfera tranquila. Fue hermoso ver el encuentro de dos grandes escritores, como son Elena y Ana María y participar de un inolvidable diálogo en que aparecían y desaparecían escritores, escritoras, artistas, hijos, libros, premios, revoluciones y contrarrevoluciones, en fin…la vida misma. La voz poética de cada una de ellas nombra los lugares y las personas que visitamos en la conversación, por siempre en mi corazón.

Hablando del oficio de la escritura, Elena recordó que, cuando ganó su primer premio, su madre, le dijo: “Listo, ya estarás satisfecha, ahora dedícate a otra cosa’ y nunca pude hacerlo porque lo único que sé hacer es escribir”, nos confesó. Se acordó de Bolivia con mucho cariño, contó que fue a La Paz, el año 2001, a presentar La piel del cielo, que la recibieron con mucho cariño porque estaban muy felices de que ella hubiera ido a la FIL La Paz, ya que habían invitado a varios, a diez escritores y ninguno fue. Cuando Ana María le preguntó si no le había afectado la altura como a ella, Elena respondió que seguramente que sí, pero que como es muy distraída no lo advirtió. Luego nos contó de Guillermo Haro, su esposo astrónomo, que la crítica literaria afirma fue la inspiración para el personaje de esta novela que ella alguna vez describió “como la novela de un científico que escoge la ciencia en un país donde la ciencia no existe”.

Pudimos comprobar su humildad cuando nos comentó que, el miércoles 12, tenía que viajar a la FIL Monterrey a entrevistar a Ida Vitale, “entre ambas sumamos casi doscientos años”, se río y luego nos confesó que se sentía nerviosa de enfrentarse a tan magnífica escritora, al verla tan sencilla, recordé el consejo de la dama del avión de mantener por siempre la humildad, por eso Ana maría y Elena son tan grandes escritoras.

 Ana María comentó el motivo de mi presencia, recordamos el premio, yo me emocioné y ella se río, me miró y dijo: “Los actos tienen consecuencias” y volvió a reír. La ocasión fue buena para que Elena recuerde a Alaíde Foppa, a Tununa Mercado y a otras mujeres de la lucha feminista. Aproveché para obsequiarle un libro que incluye el cuento ganador del premio y pedirle que le dedicará uno suyo a Carmen Lucía. Mientras lo hacía le pregunté por el nombre de su gato, se llama “Váis”, respondió, “Monsi, el otro gato, que lo completaba, se fue de la casa”, aclaró, haciendo referencia a su amigo querido Carlos Monsiváis. A todo esto, Luis Antonio, fascinado por las personalidades de estas extraordinarias escritoras nos tomaba fotografías.

Por la tarde y por la voz cálida de Elena pasaron por la sala de su hogar las mujeres zapatistas, el subcomandante Marcos, sus queridos amigos escritores y escritoras, siempre generosa en sus comentarios y anécdotas sobre cada uno de ellos; Elena es la memoria de una época gloriosa de la literatura latinoamericana. Su sabiduría es complementaba con la de Ana María, siempre atenta a aportar algo. Ana María nos comentó que está por publicar un libro de haikus, que se titulará “No son haikus”, para evitar que los puristas de las formas la ataquen; Elena comentó de Juan José de la Tablada que trajo esta forma poética a Latinoamérica y a su amigo Octavio Paz. Conversar con Elena y Ana María fue toda una lección de sabiduría, generosidad y humildad.

El martes 11, fui a las carpas de la FIL como público, a escuchar la lectura de microficciones de Agustín Monsreal, Marcial Fernández, Laura Elisa Vizcaíno y Ana María Shua; disfruté de los textos de maestros del género. Esa noche conocí personalmente a Manuel Sauceverde, una talentoso escritor y artista, poseedor de un gran carisma.

Pascual Borzelli, conocido como el fotógrafo de los escritores, porque algunos de los más reconocidos escritores del mundo han posado para su lente, escritores como Gabriel García Márquez, Elena Poniatowska, Carlos Fuentes, Derek, Walcott, estuvo desde el primer día acompañándome con sus cámaras, con su gran sentido del humor, con su amistad y su solidaridad. Lo conocí el año 2012 en el Festival Internacional de Poesía de Lima y desde entonces cultivamos nuestra amistad. El martes 11 vino al hotel con Emilio Castillo; Pascual nos hizo sesiones fotográficas a Ana María y a mí y Emilio realizó sendas entrevistas para una serie documental de escritores. Pascual es un gran ser humano que hizo que mi hijo Luis Antonio se sintiera a gusto entre mis amigos. Todo un privilegio para este escritor del sur de América.  

Angélica Santa Olaya es de esas personas que nacen talentosas y derrochan su don en varios géneros literarios, nos conocimos en el Facebook y nos hicimos buenos amigos. Hemos participado en varios proyectos literarios y en México, Angélica, su esposo y su hijo, nos demostraron el cariño de los mexicanos invitándonos a comer tacos y los mejores helados de Coyoacán, donde me serví uno de cempasúchiles, rematamos en su casa con una taza de café, preparado por ella misma. Conversando descubrimos muchas cosas en común, como la amistad con Saúl Ibargoyen, ese gran poeta uruguayo que hizo de México su patria de adopción y cariño.

Dedicatorias. Siempre que voy a una feria del libro, festival de poesía o encuentro de narradores llevó libros para intercambiar y, siempre (valga la redundancia) regreso a mi país con más ejemplares de los que llevé, todos ellos con cariñosas dedicatorias que, me hacen pensar en Neftalí Morón de los Robles, poeta pariente de mi esposa y mis hijos, que en uno de sus libros incluyó las dedicatorias que otros escritores le había autografiados en sus libros.

Penúltima evocación

Espero que al envolver mis recuerdos, nostalgias, impresiones y pasiones en palabras haya sido leal a Ciudad de México que al igual que París pueden ser un país y, como todas las grandes urbes, pueden ser novelas, ensayos, poemas, obras de teatro que se van escribiendo cada día. Una curiosidad: El año 1980 estaba de Presidente José López Portillo, del PRI, partido que Vargas Llosa llamó “la dictadura perfecta” porque seguían décadas en el poder y ahora, 2022, está Andrés Manuel López Obrador, de Morena, dos López, pero de distintas posiciones políticas en dos siglos diferentes ¿Algo cambió?, tarea para la casa.

La ciudad de los poemas. El año 1971 Claudia Kerik (Buenos Aires, 1957) llegó a Ciudad de México y al igual que otros escritores y poetas se enamoró de la urbe y para descubrir sus infinitos nombres decidió compilar una antología que reuniera los poemas que le han escrito a la ciudad, bajo el título de la ciudad de los poemas. Muestrario poético de la Ciudad de México moderna (2021). “Se trata de una selección de medio millar de poemas en torno a las calles, a los personajes, al sonido y a las vicisitudes de la capital mexicana; comprende el final del siglo XIX, todo el XX y lo que va de éste”[2]. De este libro y como una microguía urbana copio un poema de Margarita Villaseñor, citado por la propia Claudia Kerik: “Te regalo la iglesia / la Alameda. / El Ángel de la Independencia. / Te regalo las rimas imposibles: / Fraile, baile / Césped, Huésped. / Amor, olvido. / Te doy una ciudad que no es la mía. / Un Dios en el que creo. / Mi cuerpo esta tarde de lluvia. / Mi adolescencia en el patio de tu casa. / El baile y el ramo de rosas. / La estación de tren y los jardines de C.U. / Lo que no supe decirte ni quitarte a tiempo. / El país de las cosas perdidas / los años, las ofensas, las culpas, las disculpas / la memoria borrada / que me deja verte hoy como un extraño.”

Creo que el título de la selección le hace honor a la ciudad; por lo demás me identifico con esta definición de Emma Ramírez: “Finalmente a pesar de la ineludible devastación de la Ciudad de México, que anuncia su ocaso, los poetas que la tratan oscilan entre la desolación de la extinción y la esperanza del renacimiento; entre la realidad desgarradora y la imaginación prodigiosa. El resultado es una ciudad en la que todavía es posible amar, en donde el amor (como en el principio de la creación cósmica) es el instrumento viable que le da sentido al caos urbano”[3], porque de todas las ciudades que he visitado, en Ciudad de México, volví a ser joven.

Esta visita me ha permitido una nueva manera de pensar y de sentir a Ciudad de México. En 1980, la miré con ojos de asombro juvenil, hoy la observé con la madurez de los años y la experiencia de la cultura urbana que he ido adquiriendo; creo que, para definirme, puedo citar a Alejandra Pizarnik: “En tus ojos encuentro mi persona súbitamente reconstruida”, Ciudad de México seguirá eterna y viva en mi memoria. El título de esta crónica es la penúltima evocación porque espero volver otro día, vivo o muerto, da igual.


[1] https://elpais.com/internacional/2016/03/30/actualidad/1459295474_195233.html

[2] https://elpais.com/mexico/2022-04-18/un-mapa-de-ciudad-de-mexico-trazado-con-poemas.html

[3] https://www.redalyc.org/pdf/384/38429951003.pdf

           


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