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Un Carnaval con la grabadora encendida y el corazón estrujado

Dennis Luizaga

Mi turno que debía concluir a las 18.00 de aquel sábado, al final terminó tres días después, con dos explosiones, un especial luctuoso, familiares fallecidos y hasta ahora no hay respuestas para una ciudad que reflejó su fragilidad, en medio de la celebración.

La edición del periódico La Razón estaba casi terminada, debía tener un especial carnavalero 2018 con fotografías, reportajes, crónicas y muchos testimonios de danzarines, músicos y espectadores.

Nuestro equipo de trabajo llegó desde La Paz y había satisfacción con los resultados. Era interesante ver a cada integrante en las habitaciones de la casa de mi mamá, como si fuera una sala de prensa improvisada.

Risas y una charla amena coronaron las casi 12 horas de trabajo. Cada uno de los periodistas y fotógrafos tenía algo que contar. Un año más que se logró cubrir el Carnaval y esta vez pude asistir a la ciudad donde nací y contar detalles de esa festividad que me llena de orgullo.

“¿Ahora, qué hacemos?”, dijo uno de los fotógrafos. Algunos querían retornar a La Paz y otros, calculaban el tiempo para disfrutar un poco de la entrada de conjuntos en ese Sábado de Peregrinación.

De pronto, ese momento de satisfacción se interrumpió. La llamada que estaba atendiendo desde La Paz la tuve que terminar y escuché: “ha explotado una garrafa en el Carnaval”. Mi mamá corrió a su habitación y encendió el televisor y, efectivamente, la noticia era cierta.

Tomé la cámara y la grabadora, y salí de la casa apresurado. En la carrera llamé, con esos antiguos teléfonos celulares Blackberry, al fotógrafo y me dijo que estaba en camino.

Por otra ruta también aceleraban el paso otra periodista y el segundo fotógrafo. Fue desesperante no poder cruzar la ruta del Carnaval ya que la Policía restringía el acceso y tardamos una hora en llegar a la calle Backovic, donde sucedió el siniestro.

Correr y percatarse del teléfono a la vez fue imposible. Cuando revisé el celular tenía dos llamadas perdidas desde La Paz. Esquivé dos mesones de la empresa cervecera Paceña y al llegar al lugar fue impresionante el caos y destrucción que dejó la intensidad del estallido.

Un personaje estaba rodeado de las cámaras, portaba la chamarra de una fraternidad de caporales y daba detalles del auxilio a los heridos. Se trataba de un paramédico de Cochabamba que bajó de su puesto de espectador para ayudar con las ambulancias. Así como él, muchos asistentes colaboraron en la emergencia.

La confusión se apoderó de toda la fiesta. La entrada de conjuntos se paralizó por unas horas, al menos eso sucedió en cercanías a la explosión. El más buscado ese momento fue el presidente de la Asociación de Conjuntos Folklóricos de Oruro, Jacinto Quispaya para preguntarle: “¿Se va a parar el Carnaval?”.

Tomamos toda la cantidad de fotografías que se pudo por 30 minutos, hasta que llegó el entonces  comandante departamental de la Policía, Romel Raña, quien dijo que se trataba de la deflagración de una garrafa, ocasionada por la caída de aceite caliente en la manguera.

La primera versión de la causa del siniestro se viralizó en redes sociales y los medios televisivos transmitían en vivo la explicación del jefe policial. Sobre los fallecidos y heridos, Raña leyó un papel que le alcanzó uno de sus asistentes y precisó que eran ocho víctimas fatales y al menos 40 heridos.

La adrenalina corría en todos los reporteros y camarógrafos. La Policía precintó la zona destruida y tuvimos que cambiar de destino hacia el hospital General. En la salida, algunos testigos aseguraron que se trataba de un atentado: “Son extranjeros, han corrido por aquí y luego ha explotado”.

El corresponsal de La Razón en Oruro era Juan Mejía y se fue al hospital Corea, donde había una cantidad de heridos; logró testimonios y fotografías. En mi punto de trabajo pude recoger varias versiones hasta que recibimos un mensaje sobre el último reporte que se iba a dar en el comando policial.

Mientras la fiesta continuaba, llegamos al lugar acordado para la conferencia de prensa. Ya era la medianoche del sábado y luego, en los primeros minutos de domingo, Romel Raña ratificó la cantidad de fallecidos, heridos y las causas.

El cansancio era evidente a las 02.00 de la ya jornada dominical. Entre amigos y conocidos se enteraron en graderías de la desgracia y fue el tema de conversación, pero también el pánico obligó a cientos de visitantes a retornar a sus regiones. Había miedo de que fuera un atentado.

Cuando intentas conciliar el sueño, la ansiedad domina tu mente y despierta la fragilidad de todo lo que viviste, esa fue mi sensación y mi primer pensamiento negativo decía: ¿qué habría hecho si mi familia o amigos estuvieran cerca?

Luego de tres horas de descanso reactivamos el trabajo. Compartimos un desayuno con el equipo de La Razón, de esos que acostumbraba a preparar mi papá (+). Llamamos al entonces gobernador de Oruro, Víctor Vásquez, quien nos dio detalles sobre la ayuda a la familia y el estado de los heridos. Con esa información se actualizó la página digital del periódico.

El recorrido de conjuntos en domingo estaba en pleno desarrollo, pero para gran parte de la prensa el centro de atención era la morgue del Cementerio, donde se hacían las autopsias. 

En mis manos siempre portaba un teléfono Samsung que tenía lente de cámara fotográfica y la batería se descarga cada cuatro horas. Era incómodo trabajar así.

En esa espera de poder recargar con la batería portátil, en el camposanto orureño se me acercó un joven de delgada contextura y dijo: “Hola, tío”. Levanté la cabeza y respondí: “Hola, ¿cómo estás?”. El muchacho preguntó: “¿Me recuerdas?, soy Dennis, el hijo de doña Ana, hermano de la Vicenta”. Y me di cuenta de que era un sobrino por parte de mi papá, y familiar de los fallecidos.

Dennis, tocayo, llegó de un campamento minero de Potosí, donde trabajaba. No sabía cómo abordar ese momento y tras un corto silencio nos abrazamos y lloramos. Quería renunciar a la cobertura, conversamos 15 minutos y me detalló las últimas horas de sus hermanos y sobrinos. Dijo que la tarde del sábado fueron de paseo al parque ecológico y al llegar al puesto de venta de comida de su mamá (Ana), se sentaron y luego sucedió la explosión.

“¿Dennis, puedo publicar en el periódico el detalle de parentesco de tu mamá, hermanos y sobrinos?”, le pregunté a mi sobrino y él respondió que sí, para que otros familiares conocieran la noticia y pudieran recibir ayuda. “La empresa me ha traído y me devolverá al trabajo”, agregó antes de ingresar a la morgue.

Pude entrar al cuarto de autopsias y lo que vi fue dantesco. Nada de esa experiencia fue plasmada en el periódico.

A esa hora mi mamá llegó al Cementerio luego que le di la noticia. Para las 22.00 terminó la segunda jornada de trabajo en el velorio, que se hizo en un ambiente de la zona norte. Los fotógrafos y camarógrafos ingresaron a hacer imágenes en solo 10 minutos.

Lunes descansé, pero el tema seguía siendo prioridad con la edición del periódico, trabajada desde La Paz. Para el Martes de Ch’alla, mientras preparaba la maleta para el retorno a la sede de gobierno, en la televisión vi un reporte de último momento. Tomé la cámara y la grabadora, y en 10 minutos llegué a la calle Backovic.

Era otra explosión, con el saldo de cuatro muertos y 10 heridos. Desorientado ingresé a la escena del crimen y los policías me abordaron con sus armas. Me identifiqué y salí con las manos levantadas.

Busqué por todo lado a jefes policiales para el primer reporte. Sobre la avenida 6 de Agosto había muchas personas que rodeaban a un grupo de efectivos policiales y Romel Raña estaba en el medio. No dio detalles de la nueva desgracia.

Justo cuando conversaban dos sargentos sobre la persecución a un vehículo, algunos “curiosos” se dieron vuelta y comenzaron a viralizar audios en sus grupos. “Se trata de un atentado”, vociferaron, por ejemplo.

Otros mensajes que cundieron en redes sociales indicaban: “Compañeros, no salgan a las calles, hay extranjeros que están con bombas en la calle”, “dicen que van a hacer volar la plaza, están en el Socavón”. “Están por la Circunvalación, están en un taxi rojo, con metralleta están disparando”.

A las 21.00 cundía el desorden. Había como una psicosis general. Decenas de personas que estaban en la avenida 6 de Agosto corrían de un lado a otro al escuchar explosiones, pero se trataba del ruido de los petardos y cohetillos.

La segunda explosión no fue por una garrafa, sino por tres kilos de dinamita, detonados a unos pasos del primer siniestro para, según el Gobierno, cubrir evidencias.

La falsa información señalaba que había 50 puntos de explosivos más y que era un atentado terrorista. Las patrullas recorrían por todo lado, el ruido de las sirenas se mezcló con el de los fuegos artificiales.

Me subí a una camioneta policial hasta la antigua terminal de buses, donde decenas de extranjeros fueron desalojados de residenciales y alojamientos. Al bajar del coche vi que los efectivos hacían caso a los audios en WhatsApp que reportaba la ciudadanía.

“Corran, corran, están allí, están con armas”, gritó un adulto mayor y una camioneta policial siguió las indicaciones.

Cerca de las 22.00 informaron sobre el cierre de límites departamentales en peajes y puestos de control. Tanto fue el despliegue de la Policía, que resolvió otros casos, como la captura de quienes robaron mineral en la zona de San José.

De las explosiones no había novedades y un grupo de militares salió a patrullar. Los rumores de un posible “toque de queda” corrió en redes sociales, pero esa versión fue desestimada.

“Otro día de luto y terror en Oruro” fue el titular de la portada del periódico para ese miércoles que no fue regular en la ciudad. La actividad comercial funcionó a medias ya que muchos vendedores tenían miedo de otra explosión. Interesante era saber que en las ferreterías próximas a la calle Backovic vendían, abiertamente, anfo y mecha para dinamita.

En un poste en la zona de la explosión instalaron un altar en memoria de la familia y de las otras víctimas del 13 de febrero. Nadie sabía con certeza qué fue ni qué ocasionó ambos siniestros. Varios vecinos de San José decían que los autores se ocultaron en la mina y querían escapar del país.

La investigación duró meses y luego me enteré que mi sobrino Dennis tocayo, estaba investigado porque era experto en manejo de explosivos en su trabajo, en Potosí, pero luego fue exonerado inocente.

Una persona fue encarcelada como posible autor y luego liberada. Se decía que apareció en las cámaras de seguridad y su perfil psicológico era violento, ya que también era fanático de la serie Dragon Ball.

Esa experiencia dejó varios aprendizajes y desató la fragilidad social de una ciudad que vive tranquila. Sin dudas, vivimos el mayor conflicto personal por haber sido testigo y familiar de las víctimas.

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