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Tres velas

Irma Verolín

Atravesó la calle a esa hora en la que la sombra de los árboles y de las casas apenas se despliega sobre el piso. Se había puesto unas sandalias compradas años atrás que,  aunque ya tenían bastante uso, le habían ampollado el empeine y algunos dedos.  Cada año le  ocurría inevitablemente  lo mismo al principio del verano. A los zapatos  era   preciso domarlos, se habían desacostumbrado a sus pies. El trayecto hasta el negocio se le  volvió interminable,  tal vez por el calor o tal vez porque entre sus pies y las  sandalias no había  entendimiento.

El negocio estaba en penumbras. Detrás del mostrador, con el pecho medio engullido, se encontraba sentado el dueño. Apenas la vio, dio un salto y le preguntó cómo andaba. Ella movió la cabeza en señal de asentimiento. El hombre dijo:

-¿Cuántas le doy?

-Como siempre. Quiero tres.

Con una lentitud apremiante,  el hombre fue hasta el fondo del local y trajo las tres velas. La blancura de las velas contrastaba con  la piel morena del hombre que las envolvió en un papel que antes había servido para otra cosa. La mujer le pagó y mientras avanzaba hacia la salida pensó en el camino de regreso, en el agobio del sol, en su casa, que también estaría en penumbras.

La casa de la mujer era  un rectángulo de dos habitaciones, una cocina grande y un patio atrás. Se parecía a las otras casas de  aquel barrio suburbano. Todas  habían sido pintadas con el mismo color, un tono amarillento que con el correr  del tiempo y la falta de otra mano de pintura se iba tornando agrisado. Cuando la mujer apoyó el paquete de las velas sobre la mesa de su cocina vio que la tinta  del papel le había teñido parte de la palma de su mano. El  color rojo de una ilustración predominaba sobre los restantes. Contempló su mano con cierta pena. Y se quedó mirándosela un rato largo,  casi hipnotizada. Si no hubiera sido por la mancha de tinta no hubiese reparado en las líneas de su mano, de surcos profundos y cuarteados.  Después, como si saliera de un estado de ensoñación, se preguntó qué estaba haciendo. Y enseguida se disculpó a sí misma, la fecha y el día lo explicaban todo. Igual que cada año esperaba la hora  exacta para realizar su íntimo y solitario ritual de conmemoración. Las tres velas iban a ocupar el centro de la escena y ella iba a repetir más o menos las mismas palabras que venía diciendo desde hacía casi una década, año a año para esa misma fecha, a la hora de costumbre.

Ella sabía que  el tiempo iba a transcurrir con lentitud hasta que llegara el momento, de modo que se procuró algunas tareas para entretenerse, para no pensar  en exceso, en fin, para que al menos su día no girara en torno al vacío de la espera del momento de encender las velas y comenzar el ritual. Se dedicó a ordenar unos cajones y a planchar un juego de sábanas que había quedado arrumbado en el ropero. El movimiento del brazo arrastrando la plancha en una dirección y en otra le produjo cierto alivio, le aflojó el nudo que tenía en la garganta. De repente se miró los pies, se había olvidado de quitarse  las sandalias como hacía siempre  para ponerse  sus cómodas chinelas de entrecasa.  Estirar la tela con el peso de la plancha  le hacía bien. Entonces  sintió que la plancha se deslizaba con dificultad y descubrió que la lucecita roja  no  titilaba. Verificó el enchufe, supuso que la plancha se había descompuesto hasta que miró hacia el velador que mantenía encendido constantemente frente a la estampa de la Virgen  de Luján y notó que también  se encontraba apagado. Movió perillas y terminó por convencerse de que no tenía  corriente eléctrica.  Descorrió las cortinas y  contempló el sol allá lejos, detrás de una hilera de techos agachándose y volviéndose rojizo. Muy pronto, pensó, su casa iba a estar a oscuras. Se quedó allí, parada frente a la imagen del sol cayendo y le causó gracia volver a mirarse la mano manchada de tinta roja. Todavía faltaban algo más que dos horas para que ella encendiera las velas y  comenzara su ritual.  Sospechó que el tiempo iba a volverse laxo e insoportable, a falta de luz las horas crecerían en su interior como un animal que construye su madriguera. Permaneció parada. Volvió a sentir el peso de todo  el cuerpo sobre sus pies ampollados y metidos dentro de esas sandalias que había rescatado de un rincón perdido en el ropero aquella misma mañana.

Los golpes en la puerta de su casa distrajeron a la mujer que por instante se quedó muy quieta, sin reaccionar, de pie,  delante de  la ventana con las cortinas descorridas. Ahora su vecina en primer plano le hacía señas  detrás del vidrio y le señalaba la puerta. Cuando la mujer abrió la puerta, la voz de su vecina le resultó chillona:

-¿A usted también le cortaron la luz?

 -Sí- contestó la mujer.

         -Parece que es un corte general, en todo el barrio. ¿Ve? – dijo la vecina haciendo un amplio ademán con un brazo.

Ver, lo que se dice ver, no se veía nada. La mujer seguía con la mano en el picaporte de la puerta esperando que la vecina dijera lo que tenía que decir y se marchara. Pero la vecina, muy solícita, con un entusiasmo que no ocultaba las ganas de seguir conversando, dijo:

-¿Puedo pasar?

La mujer la dejó pasar. No era la primera vez que la vecina entraba en su casa. Siempre vestida con esas polleras floreadas y de colores fuertes, pensó la mujer cuando la vecina hizo taconear sus pasos en el pasillo de entrada.

-Necesitaría que me hiciera un favorcito ¿vio?- dijo la vecina aflautando el tono de su voz.

-Usted dirá- contestó secamente la mujer.

-¿No tendrá unas velas¿ ¿Sabe? Hoy es el cumpleaños de mi hijo, estamos de festejo, pero no tengo ni una sola vela, imagínese y ya están llegando los invitados.

La mujer empezó a tartamudear adivinando que la vecina ya había alcanzado a distinguir sus tres velas apoyadas en  la mesa de la cocina. No quería prestárselas, eran para su ritual, se trataba de algo sagrado.

-Mire, yo tengo velas, pero las necesito…- argumentó la mujer

-Ya sé ¡Tengo una idea formidable! ¿Qué va a hacer usted aquí solita en medio de la oscuridad? Véngase conmigo a mi casa, la invito al cumpleaños de mi hijo. Véngase y traiga las velas.

Ni tiempo tuvo la mujer para contestar que no cuando fue arrastrada por la vecina hasta la casa del lado, con una mano la empujaba a ella, con la otra tomó las velas. La mujer se preguntó qué hacía en el lugar equivocado y con las sandalias que le sacaban ampollas a la hora en que debía estar preparando lo que siempre había hecho en esa fecha.

La casa de la vecina estaba adornada con guirnaldas. De un aparato a pilas salía una música estridente que ella apenas podía tolerar. Ahora la vecina, intentando sobreponerse a la intensidad de la música, elevó aún más el tono de su voz para decir:

-Quién lo hubiera pensado. Mi nene cumple ocho años. ¡Ocho años! Si parece que fue ayer que le estaba dando el pecho.

La mujer miró al niño no con la expresión con que se mira comúnmente a un niño sino como si quisiera comprender algo, algo difuso que el simple hecho de mirar al niño no se lo permitía.

-Pero siéntese, por favor siéntese- invitó la dueña de casa.

La mujer se sentó. Tenía un gesto de presa acorralada. En sus ojos se adivinaba el fastidio y las ganas de huir. No tardaron en llegar parientes, amiguitos, gente desconocida que le estrechaba la mano y hablaba con voz estentórea. Las tres velas que ella había comprado estaban repartidas en puntos estratégicos de la habitación, aun así era más lo que no se veía que lo que se alcanzaba a vislumbrar. De manera que el diálogo que la mujer mantuvo con una señora de ojos saltones fue extraño. Eran voces que intercambiaban comentarios, pero no hubo  cruce de miradas. De cualquier forma la mujer calculó que la que conversaba con ella debía tener más o menos su edad, rondaría los cuarenta, aunque la encontró mejor arreglada o más conservada que ella.

-¿Nadie trajo velas? ¿Nadie trajo velas?- gritaba una voz desde alguna parte.

De entre la mezcolanza de sonidos sobresalió una voz que la mujer pudo reconocer perfectamente:

-Tenemos que agradecer a la señora de al lado. Nos prestó tres velas.

Y estallaron los aplausos. La mujer pensó que las velas la habían traído hasta allí y recordó la caminata hasta el negocio donde las había comprado, el calor, las ampollas que ahora le volvían los pies más y más en carne viva. Entonces la señora que estaba a su lado hizo la pregunta de rigor:

-¿Usted es la mamá de uno de los amiguitos del cumpleañero?

De buenas a primeras para la mujer la habitación se volvió completamente oscura y, cosa rara,  le pareció que se instalaba un inexplicable silencio cuando dijo:

-No, yo no tengo hijos. Vivo sola. Estuve embarazada y lo perdí justo cuando faltaba poco para que naciera. Fue un día como hoy, fue en esta fecha,  casi a esta hora…

A pesar de la penumbra, la mujer  percibió la incomodidad que produjo su respuesta en la que mantenía con ella la conversación. Supo además que no  iba a saber qué contestarle cuando le escuchó decir:

-Lo lamento, lo lamento. Ah, me disculpa, acaba de entrar un pariente y lo quiero saludar.

La mujer siguió sentada en el mismo sitio desde donde observó las tres velas que languidecían en su  pobre luminosidad. Pensó en la mancha que tenía en la mano, en las ampollas de sus pies, quiso recordar las palabras que había repetido año tras año en aquella misma fecha,  sintió el impulso de salir corriendo,  pensó en buscar una excusa o en marcharse sin dar explicaciones, pero le dolían demasiado los pies y su casa estaba a oscuras y las velas  continuaban encendidas allí donde ella permanecía  tan cómoda y comiendo esas masas de dulce de leche que tanto le gustaban. Después, cuando se escuchó el canto del feliz cumpleaños y el niño apagó  las  ocho velitas de color celeste que pronto se derretirían, ella miró hacia la ventana y pensó que afuera debería estar soplando el viento. Es una pena -se dijo- si la calle estuviera iluminada podrían verse las hojas del árboles moviéndose a lo largo de un extremo al otro.  Después la mente se le puso en blanco como una hoja de cuaderno, como un vestido de novia, como  las tres velas que la trajeron hasta allí. La gente volvió a aplaudir y la mujer no supo por qué aplaudían de nuevo, pero se dejó llevar y ella también aplaudió y la mancha roja en la palma de su mano resplandeció

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