Maximiliano J. Benítez
Ayer quise llamarte. Creo que fue por culpa de esa película que vi hace unos días. Por la escena en el puente que tantas veces atravesamos juntos. Y quise llamarte, sí, pero supe violentar ese deseo, empujarlo al fondo de lo que llamamos memoria, atenuarlo con los quehaceres que tan poco me importan, dilapidarlo con las dudas tan pueriles del porvenir. Luego encendí el ordenador, escribí tu nombre tres veces en el procesador de texto y tres veces lo borré. Quería iniciar una carta que sé que jamás te enviaré, y ni siquiera tuve el valor de sincerarme conmigo. Salí a caminar. Qué bonito se ve el atardecer desde el Manzanares. Parece que todo empezara un poco más allá de la sierra, que las tribulaciones de la ciudad fueran un cruento ensayo de la vida que se abre y cierra todos los días indiferente a los padecimientos, a los éxitos de los hombres, a los edificios tricentenarios que rodean el casco viejo, la muralla inexistente, la catedral y el palacio a seis euros la entrada. Llegué a Atocha languideciendo en estos pensamientos. Saqué un billete al azar. Subí al tren convencido de poder escribirte durante el viaje, de jugar a que atravesaba todas las fronteras, a que tenía saldo en el móvil para enviarte mi epitafio, a que me esperabas con el cabello revuelto por el viento en un andén de nombre irreproducible y caminábamos juntos, sin hablarnos, como entonces. Jugando a ir de la mano y a soltarnos. Solo mirándonos a los ojos. Solo mirándote a los ojos. Haciendo tropezar nuestros abrigos, volviendo sobre nuestros pasos. Dejar inacabadas todas las frases. Me bajé en una estación cualquiera del extrarradio. Desde ahí tenía la perspectiva más tenue de Madrid y mis recuerdos, un poco borrosos en la distancia, como la calle detrás de un vidrio empañado.
Regresé al anochecer. Todos querían saber dónde me había metido, en qué andaba, qué me pasaba. Todos menos vos, claro. Entendí que algunos brindis no celebran la vida, que no todos los trenes llevan a alguna parte. Y si padecer es parte de todo el aprendizaje de la vida, que al menos tenga el valor de no callar una palabra más; en las historias, especialmente, que mienten siempre al acabar con un lacónico FIN.