Jesús Vega Encabo

Fernando Broncano Rodríguez
Editorial Debate, Salamanca, 2023
Comencemos por el final, por esa última palabra que cierra no tanto el texto como el paratexto de esta densa y profunda obra… Esperanza… No me sorprendería si el lector quisiera seguir más allá de los párrafos conclusivos del libro, párrafos en los que se vuelve sobre el materialismo histórico y sobre el más tradicional materialismo cultural de Marvin Harris, en un esfuerzo por encontrar la clave de lectura y dar por cerrado un largo trayecto de reflexión sostenida. Sin embargo, en esta obra no hay una última palabra, un cierre, al menos no lo hay para la reflexión, pues esta permanece abierta en muchos lugares de un texto que exige del lector, una y otra vez, avanzar más allá de la superficie, más allá de lo que ha quedado plasmado en el papel. Le exige concluir en sus propios términos. No hay, pues, un cierre en esa última palabra de los agradecimientos; sí nos ofrece, en cambio, un horizonte desde el que releer una obra atravesada por los afectos. Me atrevería a decir que en La escala de las cosas. Humanismo y cultura material importan no tanto las ideas ―ricas y desbordantes― cuanto la tupida red de afectos que se trama en sus páginas.
No se me malinterprete, los afectos no son parte esencial del contenido del libro. Solo en contadas ocasiones salen a la superficie. Pero resultan insoslayables si lo que se pretende es ofrecer una respuesta a la encrucijada cultural y civilizatoria en la que nos encontramos, y cuyo diagnóstico nos entrega a un pesimismo que no deja de crecer. Los daños personales, colectivos y planetarios, infligidos por las derivas del capitalismo mundializado, reclaman algo más que una desesperada parálisis, que no es sino el reflejo de una imaginación embotada y de un deseo apagado. El diagnóstico, como bien se dice en el libro, no oculta las negruras; tampoco las soluciones buscan teñir de rosa una existencia inclemente en los espacios cotidianos del trabajo, de la sociabilidad, de la intimidad. Pero la reivindicación decidida del humanismo que emprende la obra es un antídoto contra un impotente pesimismo; es una reivindicación que se entrega sin tapujos a la utopía, no solo como detector de las sombras que se extienden sobre la sociedad y la cultura en cada época sino como «convicción de que hay espacio de posibilidad y de esperanza» (p. 64). La esperanza gana la partida a otras emociones sociales y políticas como la indignación, el tedio y, sobre todo, la nostalgia. Y lo hace, ante todo, porque la esperanza es un constituyente de la capacidad humana de actuación. Responder a la vulnerabilidad y a esa sensación epocal de pérdida de futuro desde la nostalgia no es sino permanecer ciego ante las posibilidades con que está preñado todo presente en el que tenemos la capacidad de intervenir.
Es este un libro que no se pliega fácilmente a las exigencias de un resumen. Está repleto de desvíos y de meandros que, yo diría, cobran sentido solo en una segunda lectura, por muy atenta y cuidadosa que haya sido la primera. Se organiza en tres partes; la primera, dedicada a la idea de la actuación (humana); la segunda, ordenada en torno a la noción de experiencia y las conformaciones culturales de la sensibilidad; la tercera, articulada a modo de una historia de la filosofía de la técnica. Las tres hacen de las cosas el punto de fuga desde el que mirar la agencia, la experiencia y la producción artificial de mundo. Su propuesta es la de tomarse en serio las cosas como lugar desde el que se construye nuestra existencia de animales culturales.
En estas pocas páginas, voy a intentar hacer del libro un ensayo de ontología, aunque no se trate en él de hacer un catálogo de lo que hay o de desentrañar las categorías más fundamentales de la realidad, sino más bien de dar cuenta de las condiciones que hacen posible un cierto modo de existencia. Se ocupa, en última instancia, de adentrarse en las estructuras de lo que constituye un mundo habitable para nosotros. Nos ofrece una idea de ‘mundo’ que nos permita vencer nuestras ansiedades sobre la realidad, ansiedades que nos impiden habitarlo al escindirnos del mismo. En esta tarea, resulta crucial entender cómo se articula una relación con ese mundo desde el horizonte de aquello que nos importa, desde las formas de generación de valor y significado, y para ello la materialidad de las cosas será de una particular importancia.
La crítica de la cultura contemporánea
Ya en la introducción, el autor nos indica que este libro nace de la necesidad de colmar huecos que han quedado abiertos en sus contribuciones recientes, en particular en sus libros Cultura es nombre de derrota (Delirio, 2018) y Conocimiento expropiado (Akal, 2020), cuyo propósito era pensar el papel de la cultura y del conocimiento en las sociedades contemporáneas respectivamente. Pero el libro hace algo más: nos entrega, en primer lugar, una batería de herramientas analíticas para dar sentido teórico a la crítica social y cultural; y, en segundo lugar, lo hace desde ejercicios interpretativos exquisitamente tramados en los que se ejemplifica la tarea misma. El libro levanta un mapa de las formas de la cultura contemporánea a partir de un rechazo del modo en que la crítica cultural más al uso ha planteado sus diagnósticos; diagnósticos que han desembocado en una manifiesta incapacidad para encontrar una salida a la desesperanza. Y todo ello porque no han encontrado la escala adecuada para, desde ella, proceder a la interpretación y a la transformación del mundo. Todo es cuestión de escalas, como se dice en varias ocasiones a lo largo del libro, y, por tanto, la primera pregunta ha de ser por la escala que realmente importa.
Al libro subyace la cuestión de cómo abordar entonces la crítica social y cultural, y desde dónde hacerlo, más cuando parece que estamos inmersos en una pérdida definitiva de referentes. La desorientación, intelectual y moral, se ha instalado entre nosotros, bien en sus modalidades más dañinas de la violencia y el odio, bien en las del cansancio, la desafección y la queja. Lógicas dominantes que se achacan a las formas del capitalismo o de las tecnologías planetarias y expansivas (o a ambas inseparablemente), maquinarias irresistibles, imparables que nos determinan y arrastran. El horizonte normativo desde el que abordar la tarea de la crítica se ha ido desdibujando ―ni las tradiciones ni las promesas de futuro, el arco de la historia― son ya capaces de ofrecer rendimientos normativos suficientes para una crítica social y cultural que no se limite a expresar la indignación o la impotencia, sino que esté preñada de determinación en la curación del daño y de proyección hacia las posibilidades por realizar. En cierto modo, en este libro se pone en juego el que la escala de la historia sea una escala humana, sin las tentaciones de una teología histórica (por muy secularizada que sea) que prometa salvación o redención, porque no somos criaturas irredentas, simplemente dañadas.
Porque sí, todo es cuestión de escala, de medida. La desesperanza arraiga entre aquellos que pierden la capacidad de medir y la capacidad de ubicarse porque las escalas que han adoptado exceden ―por así decir― su horizonte de sentido. Los teóricos y los críticos de la cultura no han querido o no han sabido interpretar e intervenir, con sus diagnósticos y con sus propuestas, desde la escala adecuada, la que conecta con los tiempos y los lugares que dan forma a la experiencia y a la agencia humanas. Importa la escala a la hora de trazar los mapas, importa la escala a la hora de ubicarse en la realidad a la que da acceso ese mapa. E importa porque esa es la misma labor de ordenación en que consiste la cultura. El libro constituye, ante todo, una propuesta teórica sobre la capacidad transformadora de la cultura, particularmente de la cultura material, entendida no como mera resistencia sino como fuerza de producción de sentido y valor; y es esto lo que queda ocluido, olvidado, por algunos diagnósticos críticos animados por una concepción errada de lo que es la cultura.
Fernando Broncano nos sugiere que la escala que importa es la del tiempo de la vida. Si de lo que se trata es de recuperar la vieja idea de Protágoras del ser humano como medida de las cosas, esto ha de hacerse mediante un acercamiento a las escalas más ajustadas, a los lugares por donde transcurre la vida humana, y a sus tiempos. El libro tiene en esto mucho de inspiración antropológica, en el sentido en que la veía Alfred Gell, quien en su fascinante Art and Agency (OUP, 1998) distinguía el trabajo del antropólogo por su especial cuidado a la hora de examinar a los agentes desde su propia perspectiva temporal, atendiendo a su ciclo vital. Es esta escala, en cierto modo biográfica, la que ha de imperar en las lecturas y diagnósticos sobre las derivas culturales contemporáneas; desde otra escala, las pérdidas y las distorsiones se multiplicarían.
Humanismo y agencia
Un lector cuidadoso debería ―al menos eso he sugerido desde el inicio― ocuparse tanto del texto como del paratexto de este libro, que se inaugura con una cita de China Miéville, cita que yo animo a que se tome con la seriedad requerida. «Estoy interesado ―dice Miéville― en hacer un intento imposible, y siempre condenado al fracaso, de casar un humanismo politizado con un antihumanismo ontológico» (citado en la página 11). Podría pensarse que esta idea entra en conflicto con esta exigencia de volver sobre la escala humana (de las cosas, dirá el título) para levantar los mapas que nos permitan ubicarnos y orientarnos. ¿No debería adoptarse una concepción humanista sin restricciones y sin matices? Recuperar el humanismo en su sentido ontológico ―al menos si la escala de las cosas recoge algo esencial de la escala humana― parecería ser una necesidad. Buena parte de mi reseña ahondará en las dificultades que se esconden tras esta tensión, pues son un aspecto esencial en la comprensión de la significación de este libro. Luego argumentaré que de hecho el libro es fundamentalmente un libro de ontología; no sé si me atrevería a decir que la ontología que propugna es antihumanista, seguramente no, pero sí intentaré argumentar que pone límites claros a ciertas formas de ontología que el humanismo ha promovido.
Humanismo es un término que hay que usar con mucho cuidado. Genera adhesiones y rechazos, a veces viscerales. Sus múltiples caras y facetas, sus múltiples versiones y acercamientos, hacen del humanismo una posición proteica, cambiante y difícil de atrapar. Sus críticos no solo se han lanzado a desenmascarar las formas de exclusión que derivan de visiones restrictivas de lo que se considera humano, visiones que proyectan un cierto ideal y ordenan la actuación y la experiencia hacia ese ideal (por ejemplo, encarnado en una particular idea de la razón). No es solo la proyección universalista de este ideal lo que motiva las críticas, sino ante todo la ontología política subyacente que, por muy cambiante que se mostrara el rostro del humanismo, finalmente manifestaba una confianza en la capacidad de los sujetos políticos para hacerse responsables de su propio destino. ¿Y no es esto por lo que aboga el autor al hacer de la escala de la agencia y de la capacidad humana de transformación de su propia condición el aspecto central del humanismo? ¿No es este el compromiso que subyace a toda aspiración sartreana a la autotranscendencia?
Dos puntos devienen esenciales en el argumento: primero, entender cómo se responde en el libro a los diferentes antihumanismos y cómo se estructura un posible antihumanismo ontológico. Segundo, ofrecer una explicación adecuada de la noción de agencia de la que depende todo el sentido y fuerza que pueda uno reclamar para nuevas formas de humanismo.
Tendré que ser breve en mi comentario de cada uno de ellos. El autor está de acuerdo con desembarazarse de cualquier tentación por hacer de la naturaleza humana un punto de referencia desde el que organizar las estructuras de valor y de sentido, y en abrazar la crítica a todas las derivas de exclusión y opresión en nombre de una norma ―sea cual sea esta― de lo humano. Menos a gusto parece estar con el antihumanismo clásico, por así decir, de un Foucault ―cuando declara la muerte de esa invención que es el hombre― y de un Althusser, quien condena el mito filosófico del hombre como categoría ideológica. No se olvide que con ello se opone también a las formas de la crítica que arraigan en estas concepciones del antihumanismo, pues no se trata únicamente de historizar las configuraciones del saber que subyacen a tal invención como medida profiláctica o de entregarse a lecturas a partir de puras categorías estructurales que condenan la agencia como modo de transformar la sociedad y la historia. Ni discursos, ni estructuras. Confía el autor en que aún podamos hacernos cargo de nuestra condición humana, con sus contingencias y sus circunstancias sociales, culturales e históricas si el foco de atención se traslada a las cosas, a los entramados de realidad en que se desenvuelve la existencia.
Por lo tanto, la clave la ha de encontrar el lector en el tipo de ontología materialista para la cultura que, en distintos estratos, e inspirada por numerosas tradiciones, se va abriendo paso a lo largo de las páginas del libro. El objetivo declarado es salirse de las dualidades, en particular la que enfrenta a lo material y lo simbólico (cultural). Las realidades remiten siempre a complejos procesos materiales, energéticos e informacionales en los entornos técnicos en los que producimos y reproducimos estructuras de mundo. No es esta una ontología humanista en el sentido más tradicional. Lo humano arraiga en lo vivo, que arraiga a su vez en los intercambios energéticos e informacionales, donde se ensamblan humanos y no-humanos. De hecho, el autor se alinea más con ontologías poshumanistas como las de De Landa, Braidotti, Haraway o Latour (en sus últimas obras). Es una ontología que asienta en lo vivo la constitución de nuestras capacidades de experiencia y de agencia, en los intercambios dinámicos y complejos de un organismo (cuerpo extendido) en su entorno (material). Es un antihumanismo ontológico en la medida en que hunde sus raíces en lo que denomina la materialidad de la vida, y en la medida en que, por otro lado, la cultura radicalmente material se conforma como una fuerza organizadora de la vida misma. «Descender a los componentes básicos de la vida y ascender a las irreversibilidades que introduce la cultura en la naturaleza, el cuerpo y la sociedad» (p. 133). Puede así Broncano leer el poshumanismo crítico más reciente como una forma de humanismo en el que se nos recuerdan «las raíces de los humanos en el barro de la vida» (p. 72) y se desentroniza la supuesta dignidad humana del humanismo clásico. Otro modo de expresarlo es reconocer que nos las habemos con un holobionte, con un organismo cuya unidad y cuya individualidad implica toda una serie de relaciones simbióticas con otros organismos. De ahí que un primer esbozo de sus posiciones se pueda encontrar en un libro que la propia editorial Delirio publicó en 2012, La estrategia del simbionte. Todas las identidades estarán sostenidas por aspectos no-humanos, trozos de materia, formas de vida ajenas, trayectorias evolutivas complejas. No es fácil ver en ello nada que recuerde a un posible humanismo ontológico, donde prime la excepcionalidad y dignidad de lo humano. Esta particular ontología materialista es central en la reconfiguración de las nociones de agencia y de experiencia. Y son estas nociones, remozadas, las que permiten reestructurar las exigencias de un humanismo (politizado) en un marco ontológico que no asume la «excepcionalidad» de lo humano. No hay por qué asumir que el humanismo solo pudiera cumplir sus ideales haciendo del ser humano una fuente primigenia de significado y valor, que proyecta sobre los mundos que produce y que interpreta; como si solo fuera humano en tanto creador omnímodo de cultura, guardián de las estructuras formativas de los individuos y de las sociedades.
No conozco mejor formulación de lo que significa humanismo que la que nos proporciona Edward Said en Humanism and Democratic Criticism (Columbia University Press, 2004) y que se menciona en la página 87 del libro. Para Said, el humanismo es fundamentalmente una teoría de la agencia; la idea de que somos hacedores del mundo histórico (secular) y que estamos en disposición de interpretarlo (de modo racional) en virtud de ese mismo hecho. Está a nuestro cargo para bien y para mal. El humanismo clásico no es sino una recuperación del valor de la vita activa frente a la vita contemplativa. En una reseña que publiqué hace unos meses en esta misma revista sobre el ya clásico El artesano destacaba que con esa figura Richard Sennett buscaba movilizar toda una concepción de la condición humana en diálogo con las categorías de la agencia propuestas por Hannah Arendt. Para Arendt, la vita activa se escinde en varias formas (labor, trabajo, acción) que, por mucho que se imbriquen entre sí, permanecen separadas. Contribuyen de distinto modo a habitar el mundo. Sennett, en cierta manera, desdibuja las fronteras, al abrir la posibilidad de que sea el animal laborans el que contribuya, a través de su trabajo, a la creación de valor y de sentido.. Sobre todo porque ve en el trabajo bien hecho una dimensión moral. Fernando Broncano profundiza en esta idea, , al insistir en que no hay ‘actuación’ humana que esté libre de la mediación material de las cosas y de los entornos, que no implique labor y trabajo productivo y reproductivo.
Toda agencia es agencia material. Implica interacciones de los cuerpos con las cosas. La condición humana es inseparable del entorno técnico, y de las configuraciones históricas, sendas particulares por las que ha transitado. En primer lugar, se comprende la agencia como un logro efectivo mediante el cual el agente intenta escapar a la fortuna, a la suerte. En segundo lugar, supone un compromiso por superar la situación en que uno vive, en el sentido sartreano de la transcendencia. En tercer lugar, se manifiesta como trabajo en tanto que configura los procesos de transformación de la materia (o de cualquier forma de lo objetivo) para dar lugar a nuevas formas objetivas a través de la «interiorización» (marcadas por los saberes y la imaginación). Me detengo aquí un instante, porque no es fácil desentrañar la significación de esta concepción del trabajo. En ocasiones he llegado a pensar que quizá el fondo de todo el libro sea una filosofía del trabajo que está en ciernes, que se esboza en distintos momentos en diálogo con otros autores, particularmente Marx, como no podría ser de otra manera.
El trabajo crea una dialéctica entre lo material y lo agencial. Da la impresión de que es la categoría del trabajo sobre la que se asienta la posibilidad misma de la agencia material. Pero ¿no está precedida toda actuación de un previo trabajo conceptual, de un orden de las representaciones que se imponen sobre la materia y sobre la necesidad? Sin duda, esto no es así. Produciría un efecto de lo que el antropólogo británico Tim Ingold ha denominado la abducción de la agencia, que queda introyectada en un espacio interno mental y en posición de enfrentamiento a lo material. Otra posible lectura, más dialéctica, hablaría de un proceso de objetificación en sentido hegeliano, en el que la creación de objetos es un proceso que transita hacia formas más elevadas de comprensión de uno y de autorrealización al mismo tiempo que los objetos mismos, autonomizados, constituyen fuertes constricciones sobre los sujetos. Aquello mismo que crea las formas objetivadas desde condiciones reflexivas supone una transformación de las configuraciones mentales/espirituales en el acto de la creación. El libro adopta, en ocasiones, este tono dialéctico (la herencia de Marx en ese sentido está muy presente), pero está lejos de convertir la agencia material como trabajo en un proceso de objetificación. Este proceso dialéctico, por así decir, se va cerrando sobre sí mismo en ciclos, donde es aún posible identificar una resolución, aunque sea localmente.
Fernando Broncano, sutilmente, rehúye esta visión. No es que no haya un sentido de objetificación: de hecho, el trabajo se mueve desde lo objetivo a lo objetivo (en la formulación sartreana que se propone en el libro), pero la interiorización se expresa una y otra vez en las formas mismas de la actuación y de la experiencia. Estas son vividas como tensión que se mantiene y que orienta la actividad continuada de producción que es primariamente reproducción. Lo mental, lo que pensamos quizá incoherentemente como interiorizado, no existe más que en los intercambios continuos de los cuerpos y la materia, preñada de sentido y de valor entendidos desde el rechazo de lo negativo (de la amenaza y el daño) y la anticipación de lo posible. La agencia material que se revela en el trabajo da cuerpo, por así decir, a lo intencional y a la vivencia. Es una mediación, sin duda, en sentido dialéctico, pero que no es posible sin una interacción continuada con la realidad, una realidad ya previamente habitada por el significado y por el valor.
Poco más he de añadir, salvo que solo desde esta concepción de la agencia se puede entender cómo incluso un humanismo que ha de ser primariamente político implica una intervención sobre complejas realidades humanas que no son nada sin cursos causales y de necesidad. Y, a su vez, el humanismo cívico, político, el de sus orígenes allá por las repúblicas italianas de los siglos XV y XVI no puede sino ser un humanismo visceral, de carne y hueso. Una cita resume a la perfección esta vocación: «Después de Maquiavelo, el humanismo solamente puede ser humanismo material: política de cuerpos, de muros de carga, de objetos que ordenan la vida de la ciudad para preservar un orden justo» (p. 94). Ya no cabe duda de que hablar de un antihumanismo ontológico no solo no nos aleja de los dictados del humanismo, sino que nos ayuda a entender sus exigencias.
Sensibilidad
El humanismo está abocado a no tener recorrido sin una teoría de la experiencia. Las guerras culturales que dominaron la academia durante varias décadas hicieron de la experiencia un principal foco de disputa. La crítica cultural, clamaron algunos, debe abandonar la pretensión de que la experiencia, incontaminada, se erija en evidencia de una realidad que de otro modo recaería en el olvido y la marginación. Ni siquiera para visibilizar a aquellos grupos oprimidos, o las condiciones sociales de muchas comunidades excluidas. Su experiencia, sin duda, ha de ser explicada, quizá historizada, pero solo para detectar cómo las formaciones discursivas se infiltran en las imágenes que articulan las descripciones subjetivas de los individuos y de las comunidades. No es necesario llegar a exageradas afirmaciones, como la de que la experiencia no es sino un acontecimiento lingüístico (como defendió en su día la filósofa Joan W. Scott), para participar de una concepción en la que la experiencia se subordina a los lenguajes (y las formas de expresión o de manifestación) en que se articula, en que se hace comunicable, y digna de ser atendida por los discursos. La significatividad de la experiencia misma se encarna en sus formulaciones discursivas. He aquí el marco ―con potencial crítico― para una historia (y crítica, por tanto) de la experiencia.
Como cabría esperar, por lo ya dicho sobre la noción de agencia, el libro de Fernando Broncano torna complejo este diagnóstico, más acorde con las derivas estructuralistas y posestructuralistas, sobre cómo abordar la experiencia, y su historia. De acuerdo, no abandona el contraste Erlebnis/Erfahrung, y tampoco el que esta última figura de la experiencia, y la sensibilidad misma, esté conformada histórica y culturalmente. No obstante, en ningún caso parece renunciar a una cierta fenomenología de la experiencia en la que los cuerpos ―y, por supuesto, las formaciones históricas y culturales que los producen― encarnan sentidos que exceden los lenguajes (en su sentido más amplio). Nos hemos de acercar a la experiencia desde lo que podría ser una fenomenología material y cultural, en la que «[l]a historia de la experiencia y la de la cultura material caminan juntas» [221]. Portamos interés en la experiencia como Erfahrung en tanto que permea capas muy profundas de nuestras vivencias; y cada Erlebnis pugna por encontrar un espacio de reconocimiento social y cultural, como reclamación que excede lo puramente personal, subjetivo.
El humanismo visceral de la agencia se dobla en un humanismo visceral de la experiencia, centrado en un cuerpo que no es solo matriz para la apertura de sentido y de mundo, sino que es producido por la experiencia misma. De nuevo, nos encontramos con cuerpos que habitan entornos, cuerpos de experiencia que son, asimismo, transformados por la experiencia. Esta no nace en las irritaciones periféricas de los cuerpos, sino que surge en la sintonía hacia las relevancias que destacan en los entornos, por medio de formas de afección y de implicación en el mundo, de inmersión en lo real. Esta inmersión se expresa en lo que paradójicamente podríamos denominar reacciones activas. Desarrollamos una cierta sintonía con affordances, con posibilidades prácticas, y reconocemos así que la experiencia se revela en el hacer. Es la raíz común del sentir y del hacer la que busca desentrañar la peculiar ontología de esta obra.
Porque no desaparece la fractura fundacional entre la experiencia vivida (la vivencia) y las elaboraciones, históricas y culturales, de la experiencia, porque los cuerpos (y los lugares que habitan, y los tiempos de su vida) encarnan tanto el daño y la fragilidad vividos como las aspiraciones a escapar a las formas culturales e históricas impuestas, en definitiva, porque la sensibilidad es el modo fundamental de la inmersión en el mundo, es por todo ello por lo que lo subjetivo y lo cualitativo, lo vivido en toda experiencia, necesitan ser reintegrados en la conformación de sentido, por muy transitados que estén por las formas objetivas de la cultura, por discursos o historias. No recuerdo aquí sino las tensiones en las que habita cualquier pensamiento filosófico que haga suya la escisión kantiana entre lo sensorial y lo conceptual, lo inefable y lo efable, lo no-conceptual y lo conceptual. ¿Cómo hacer que se entrelacen en la experiencia concreta, de los cuerpos, para que ni todo devenga determinación externa del sentir ―conceptualizado, enculturado, discursivo― ni que lo no-dicho, como afuera del discurso, quede reprimido en el sujeto y en la historia?
Yo creo que, de nuevo, el autor despliega toda su profundidad filosófica al destacar cómo no se quiebra el carácter abierto de la experiencia, de la vivencia misma, por el hecho de que se conforme histórica y culturalmente. La subjetividad nunca se separa del mundo, al contrario: se manifiesta en las configuraciones materiales de la sensibilidad. Lo que hay que entender es cómo la experiencia es parte de ese entorno, cómo participa de su realidad, y cómo por eso mismo está hecha con trozos de cultura material y trozos de historia, al tiempo que es una forma de resistencia que se rebela contra su sometimiento a puras categorías lingüístico discursivas. En toda experiencia hay un exceso difícil de reconducir a lo ya dado en el lenguaje y en el reconocimiento público.
He de volver de nuevo a la ontología, una ontología quasi-fenomenológica que remite ahora al espacio y al tiempo como formas de la sensibilidad, una sensibilidad que es cuerpo, y que está producida y atravesada por las prácticas sociales, las dinámicas culturales y las trayectorias históricas. El cuerpo extendido, el cuerpo que hace y rehace los entornos, experimenta el mundo bajo formas específicas de estar y de vivir. Estas no están dadas a priori, por supuesto; es más, están material y culturalmente producidas. Esto se ve claro en la propia actividad del trabajo, tal y como han revelado los análisis marxistas de cómo los cuerpos se pliegan y se quiebran en rutinas mecanizadas, interminables. Pero se extiende a todas las formas de experimentar el mundo, hasta las supuestamente más básicas. Las modificaciones del cuerpo, de los patrones sensoriales y motores de los organismos, se revelan como las genuinas condiciones de posibilidad de la experiencia.
Si el lector tuviera que elegir la lectura de una sola parte de este libro, le recomendaría que se sumergiera en la sección titulada «Configuraciones materiales de la sensibilidad». Son, sin duda, brillantes. Destilan cuidado filosófico por la historia cultural de los sentidos. Son algo más que resúmenes de otros estudios de historia cultural. Son ejercicios filosóficos sobre las formas mismas de la sensibilidad, sobre la conformación de los espacios sensoriales. Se ocupan de dar cuenta de cómo compartimos mundo compartiendo las estructuras de una sensibilidad que se configura en la imbricación, en el entrelazamiento, de procesos evolutivos y de procesos culturales. Recordemos, agencia y experiencia se producen en un doble movimiento ascendente y descendente, en el que cobran importancia trozos de mundo que hacemos y rehacemos, un espacio de cosas, de cultura material, y de cuerpos. En esa dinámica se conforman los cuerpos al conformarse los espacios sensoriales de nuestros sentidos, del oído, la vista, el olfato, el gusto y el tacto. Las cualidades secundarias, los objetos sensoriales como sonidos, olores, sabores, etc., devienen realidades subjetivas y culturales a un tiempo, modos de reaccionar activamente a entornos que aparecen como audiotopías, odoramas, etc. Son entornos que habitamos, en los que se generan comunidades sensoriales compartidas, en las que nos reconocemos y que vivenciamos.
No quiero arrebatar al lector la ocasión de descubrir por sí mismo estas secciones. No me resisto, sin embargo, a mencionar algunos detalles sobre los espacios táctiles y los espacios hápticos, sobre cómo en ellos se juegan los propios límites (la identidad de los cuerpos), la apertura a un mundo (objetivo), el encuentro con otro como alteridad con la que crear vínculos morales (desde el dolor infligido en la tortura al placer sexual compartido). El tacto nos revela inmediatamente una realidad con la que no puedo dejar de estar en contacto, de la que no puedo desvincularme; las dimensiones sensoriales de la experiencia son inseparables en el tacto de las mediaciones corporales y materiales. En el tacto se resume un modo de experiencia vivida con las cosas y con los otros a través del cuerpo, una experiencia abierta y siempre parcial; en el órgano de la piel se inscriben las relaciones sociales y el destino histórico de los cuerpos.
Ontología y técnica
Ya lo he dicho, la propuesta del libro, en el fondo, es la de una ontología (materialista) para los animales culturales que somos. En un cierto modo, sigue la senda de aquellas posiciones que rechazan la separación del mundo material y del mundo social, como la teoría del actor-red, aunque ―al contrario de esta― no busca reducir todo al juego de actantes o a misteriosos quasi-objetos o quasi-sujetos. La propuesta de Broncano es más radical, pues el foco en una ontología centrada en las cosas (que las saque de su olvido) se logra a partir de un doble movimiento: descendente, hacia la vida (como estructuras organizadas de materia/energía) y, en particular, hacia el cuerpo, extendido y articulado en las relaciones con un entorno; ascendente, hacia las dinámicas culturales de lo material, en las que cobra sentido la acción y la experiencia, y que actúan a su vez como conformadoras de la naturaleza, el cuerpo, la sensibilidad y el mundo de las cosas mismas. Es desde este doble movimiento desde el que el libro busca dar claves de entendimiento de la experiencia histórica y cultural de hacer cosas con las cosas, tal y como define a las técnicas. Se adentra así en las raíces ontológicas en las que prenden la actuación y la experiencia en y con las cosas.
Por ello mismo, las técnicas cobran una importancia mayor a lo largo de toda la obra. No solo porque constituyen los modos en que se expresa la mediación en la actuación humana, como hemos visto, sino sobre todo porque es en la reflexión sobre la técnica donde se ha manifestado el olvido de las cosas y ha cristalizado una forma de pesimismo sobre la creación de sentido y la habitabilidad presente y futura del mundo. No hay posibilidad de recuperar la escala humana sin recuperar a las cosas de su olvido, porque la escala humana es primariamente la escala de las cosas, porque en ellas y a través de ellas se produce el doble movimiento de reproducción de la vida y de conformación cultural. Y las cosas son medio y producto del modo de ser técnico de lo humano.
Así el libro, en su tercera parte, se embarca en lo que podría parecer, en principio, una extravagante reconstrucción de la historia de la filosofía de la técnica. Extravagante porque uno podría haber pensado que lo que se requería para completar el argumento era una filosofía de la técnica, y no tanto un desvío por diferentes escuelas y autores que desde el siglo XIX (inicia su recorrido por Marx y su análisis de los complejos humano-máquina) han pensado sobre la técnica. Pero creo que, al contrario, esto haría que se perdiera el sentido de la obra en su conjunto. ¿Por qué? Porque el objetivo es doble: no solo ahondar en la naturaleza de la mediación técnica sino el de ofrecer una crítica de las formas de diagnóstico filosófico y de crítica social y cultural que se han apoyado sobre un errado cuestionamiento sobre la técnica. Entre otros lugares, la falla se encuentra en la misma pregunta por la técnica que, lejos de revelar el destino epocal de un largo olvido del ser (en la metafísica occidental) según la lectura heideggeriana, refleja el modo más directo de olvido de las cosas. Las filosofías de la técnica al uso ―en sus distintos programas, recorridos con claridad y brillantez en toda esta tercera parte― hacen que las cosas no cuenten, o que cuenten negativamente, pues solo impactan bajo la amenaza de la cosificación o el desfondamiento de sentido. Véase si no la insistencia, ya insoportable, en las tesis sobre la autonomía de la técnica y el determinismo, que no hacen sino levantar una barrera a análisis más detallados y cuidadosos de cómo la actuación humana produce el cambio técnico y conforma la cultura material y las formas de vida. Esta reconstrucción histórica de una cierta filosofía de la técnica es uno de los síntomas más conspicuos de cómo la pérdida de la escala humana nos escinde de los procesos reales de creación de significado y valor.
Se podría tomar como ejemplo cualquiera de las incursiones que hace el autor en esta tercera parte para comprobar lo acertado del diagnóstico. Mencionaré únicamente sus breves reflexiones sobre la significación del texto clásico habermasiano de Ciencia y técnica como ideología (1968), obra en la que se codifica ―en torno a las categorías de lenguaje y trabajo― la distinción entre formas de acción mediadas lingüísticamente (simbólicamente) y formas de acción mediadas técnicamente. Una distinción que escinde los procesos del significar y los procesos de transformación del entorno y la producción. Es esta escisión la que se pone en entredicho a lo largo de todo el libro, pues ambas formas de la acción comparten profundas estructuras de mediación con el mundo en tanto que este es habitable humanamente. Se trata de descubrir cómo las cosas constituyen formas de significar, de destacar su potencia hermenéutica: son trozos de mundo con los que hacemos cosas y con los que hacemos que la gente haga cosas. Las cosas son materiales y sociales, funcionales y culturales, nudos de significado y lazos de sociabilidad. Nos anudamos con las cosas para mantener los lazos con otros con quienes compartimos los espacios concretos de la vida cotidiana. La recuperación de las cosas de su olvido secular, el giro desde la técnica como destino civilizatorio (o metafísico) hacia la cultura material, supone al mismo tiempo una reivindicación de lo cotidiano como lugar del significado para nosotros.
Se puede entender este libro como una respuesta a la ansiedad que la modernidad ―en sus distintas variantes― ha extendido sobre la realidad de lo cotidiano. En ello ha consistido la pérdida de la escala humana y hacia ello debe dirigirse cualquier exigencia de vuelta a las cosas mismas. Porque este olvido nos aleja del hecho, fundante, de que vivimos con las cosas, en un sentido muy profundo. Estas contribuyen a configurar las formas de la sensibilidad, de la memoria, de la imaginación, del propio pensamiento.
Pensar en, desde y con las cosas
Hay, por tanto, algo más, otra razón para dar este rodeo por la historia de la filosofía de la técnica, que lo es de la filosofía del siglo XX. Representa ella misma un pensamiento que se asienta sobre una concepción restrictiva de cómo el pensamiento mismo es posible. Pues ¿cómo podría la técnica ser una forma de pensamiento? Y las cosas mismas, ¿en qué podrían contribuir al pensar? Fernando Broncano lleva insistiendo en varias obras en que las formas del pensamiento a las que nos abren los conceptos, como complejas estructuras de posibilidad y de necesidad, se manifiestan de modo equivalente en los artefactos (y ahora en las cosas), que actúan también como complejas estructuras de necesidad y de posibilidad, con las cuales podemos articular formas de pensamiento de otro modo inaccesibles. «Lo que denominamos significados es siempre una determinación y discriminación de posibilidades» (p. 338), escribe casi al final del libro. Es que las formas de pensamiento a las que nos abren los artefactos tienen que ver con explotar estructuras de necesidad en el mundo para inaugurar espacios de posibilidad. Recuperar las cosas no es solo reconocer la urgencia de pensar en ellas o desde ellas, como objeto de la reflexión o como punto de partida quizá metodológico; es reconocer en las cosas el entramado con el que significar y pensar. Pensamos con las cosas. Las cosas tienen que ver con el pensamiento no solo porque sean resultado de imponer conceptos/ideas que ordenan desde fuera el mundo; tienen que ver con el pensamiento porque lo constituyen en niveles muy básicos y fundamentales de creación de orden en el mundo. Dan las cosas forma al pensamiento mismo. Del mismo modo en que dan forma a la sensibilidad. Las técnicas ―y aquí mejor repetir su feliz caracterización―, que consisten en hacer cosas con cosas, nos adentran en el reino de la libertad, pues dan forma concreta a nuestra espontaneidad y a la apertura de posibilidades.
Hay necesidad en todo ello, estructuras de mundo preordenadas, pero como bien decía Marx esta necesidad es base para abrir espacio al reino de la libertad a través del trabajo productivo y de los productos mismos. Solo así la esperanza surge como horizonte, porque la actuación humana exhibe de modo incierto pero decidido su compromiso con las posibilidades abiertas y accesibles en la cultura material misma. Una ontología de cosas es una ontología no solo de las realidades comunes que compartimos sino también una ontología de las posibilidades reales, la que corresponde a la condición humana como tensión entre la situación y la posibilidad. El mundo es primariamente un espacio de posibilidades con las que sintonizamos en nuestra experiencia y en nuestra actuación. Si algo es este libro, es una exploración del espacio de lo material como una forma distinta, y yo diría que distintiva, de significado, de normatividad, en tanto que en él se sostienen las posibilidades de transformación de la realidad. Necesitamos un sustento metafísico de cómo la agencia no está condenada al trabajo de Sísifo o de cómo la esperanza encuentra su lugar en la utopía, pues no somos seres irredentos. Este lo encontramos en las posibilidades con las que aún podemos comprometernos, en la imaginación y en la acción. Las preguntas kantianas se hacen preceder por una más fundamental, «¿qué puedo hacer?», y esta solo puede abordarse desde la escala de las cosas, y de los cuerpos y sus interacciones, desde las trayectorias de vida sobre las que se asienta «la condición precaria de la agencia humana» (p. 33).
Coda
Ni esta obra, ni su autor, tienen miedo a las tensiones. Muchas de las afirmaciones están en tensión entre sí. Revelan dificultades reales, ineludibles, en el modo de plantear los problemas para los que no hay una solución aparente. Esto es así, sobre todo, con las dicotomías que pueblan el pensamiento y que nos ofrecen los marcos interpretativos más al uso. Pareciera como si las mediaciones, herramientas privilegiadas de la dialéctica, pudieran resolver estas tensiones. Quizá así sea, quizá sea esto a lo que el autor se refiere en el párrafo conclusivo de su introducción. Las mediaciones, sin embargo, se mueven siempre entre lo sociocultural y lo material, en las dos direcciones. Esto impide un cierre dialéctico, la tensión permanece, y yo diría que en ello mismo se revela fructífera. Fernando Broncano no es un pensador de las contradicciones, ni de las resoluciones, sino de las tensiones en las que ha de moverse no solo el pensamiento sino ante todo la existencia. Me daría por satisfecho si esta reseña hace manifiestas estas tensiones, aunque como se dice en alguna de sus páginas ―y yo suscribo― hemos de abogar por «habitar en la tensión», individual y colectivamente.
Jesús Vega Encabo es Catedrático de Lógica y Filosofía de la Ciencia en la Universidad Autónoma de Madrid, y autor del libro Los saberes de Odiseo: una filosofía de la técnica, Buenos Aires, Eudeba, 2011.