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Toma de decisiones públicas y neurociencia

Desde la pólvora, no hay mucho por inventar. En 2013, Barack Obama anunció una iniciativa modelo que fue ideada por el neurobiólogo español Rafael Yuste y que, grosso modo, consiste en “leer” el cerebro de las personas para tomar decisiones públicas sobre la base del pensamiento humano. En este tiempo preelectoral, en Bolivia, los políticos deberían saber que difícilmente satisfarán a la ciudadanía si no conocen su manera de pensar.

Si hay un paradigma universal, hoy, es el conocimiento. Conocer, sobre todo la mente humana, debería ser una obsesión para el político interesado en aplicar políticas públicas que vayan a resolver los problemas de la gente. ¿O estaré siendo iluso al creer que ese es el fin del trabajo al que aspira llegar el candidato equis tras las elecciones?

La toma de decisiones públicas no debería estar librada al ánimo del funcionario, sino estar fundada en la ciencia. Lo ideal sería que el técnico y el profesional se nutrieran de los avances de la neurociencia para así empatizar con el pueblo (algo que sería muy redituable para sus jefes políticos) y también cumplir con sus legítimas aspiraciones (las de la población).

Resulta que, según las interesantes enseñanzas del argentino Facundo Manes, una personalidad de la neurociencia a nivel mundial, los seres humanos actuamos, decidimos y nos comportamos distinto de lo que pensamos; es decir que somos más emocionales que racionales o analíticos. Por lo tanto, en lo que concierne a esta columna, conviene entender la conducta de las personas antes de adoptar políticas públicas.

Cuando Obama lanzó en EEUU el “Brain Research through Advancing Innovative Neurotechnologies” o “Brain Activity Map Project” (Investigación del cerebro a través del avance de las neurotecnologías innovativas o Proyecto de mapeo de la actividad cerebral), hizo una jugada inteligente. En primer lugar, apostó por un trabajo colaborativo (en el siglo XXI, nada funciona mejor que en equipo); y en segundo lugar, destinó miles de millones de dólares al desarrollo del mayor capital que tiene un país (no, no es su materia prima): el capital intelectual. Entendió, como dice Manes, que “si no invertimos en el capital humano, no va a haber desarrollo económico sustentable”.

Todo esto no es nada del otro mundo y se resume en tres palabras: “economía del comportamiento”, y tiene relación con un concepto desde hace tiempo bastante usual en el ámbito académico: la “economía del conocimiento”. Siempre será bueno seguir (y aprender de) las experiencias innovadoras o creativas (no inventivas; nada huele a pólvora aquí) para crecer y, en la medida de nuestras exiguas posibilidades, ser mejores. Por eso me gusta volver de vez en cuando al divulgador científico Manes.

Manes afirma, con una minimalista descripción figurada, que “somos cerebros con patas”, porque todo lo hacemos con el cerebro: desde resolver complicados problemas matemáticos hasta ver o simplemente (nada más complejo) respirar.

La política tiene que entender que debe vincularse con otros campos —por ejemplo con la neurociencia— para crecer y ser mejor. La política, como todas las disciplinas del saber humano, está obligada hoy en día a construir puentes que la acerquen a las personas, no puede ser que continúe divorciada de la sociedad: que la política vaya por un lado y el pensamiento de la gente a la que se debe, por otro. Eso tiene que cambiar o la definición de las políticas públicas continuará en manos de individuos alejados de la realidad. Y la realidad pasa por la conducta. O sea, por el cerebro.

Da la sensación de que en Bolivia estamos a años luz de que esto ocurra, pero el político que se ayude de la neurociencia para diseñar o tomar decisiones públicas les sacará una enorme ventaja a sus competidores.

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