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¿Todos somos indígenas?

“Nosotros somos pueblo indígena originario campesino, tenemos la mayor parte de nuestra población con una identificación”. Esas fueron las sorprendentes declaraciones de Gabriela Mendoza, Ministra de Planificación para justificar la no inclusión de la categoría mestizo en el censo de población y vivienda a realizarse en noviembre de este año. La intensión es reforzar la idea de que Bolivia es un país mayoritariamente indígena, desechando cualquier tipo de prueba cuantitativa (resultados del censo referidos a la autoidentificación) que contravengan la existencia de mayorías milenarias. En redes sociales, analistas, opinólogos y políticos se posicionaron atacando o reivindicando el mestizaje en un debate por demás superficial.

Identidades como criollo, indígena, indio y mestizo se originaron en la colonia española, pero, a lo largo de la historia de nuestro país, han sido resignificadas tras procesos históricos fundamentales como la Guerra del Chaco, la Revolución Nacional o la propia fundación del Estado Plurinacional. Identidades como campesino, cholo y aymara no son inmunes a dichos procesos y tampoco tienen un desarrollo lineal sino contradictorio. Al hablar de identidades entramos en un campo de indefiniciones y constantes cambios multidireccionales. ¿Ser quechua hoy equivalente a haberlo sido a mediados del siglo XX? ¿Ser hombre heterosexual conlleva la misma valoración social durante la Guerra del Pacífico que en el año 2022 en pleno proceso de reivindicación de la condición de mujer? Hablar de identidades es a fin de cuentas adentrarse en un debate trunco dada la porosidad de cualquier identidad. Construir políticas de Estado a partir de ellas siempre tropezará con ambigüedades y, lo peor de todo, generará condiciones de enfrentamiento y tensionamiento social.

La autoidentificación cultural es reconocida en el artículo 21 de la constitución política del Estado como un derecho civil y se refiere a la facultad de adscribirse a una comunidad de pertenencia. Dicha potestad implica la no intervención del Estado, la iglesia o cualquier otra institución pues es un acto de autopercepción individual, de autorreconocimiento. Para su fijación tampoco convergen necesariamente la rigurosidad histórica o los soporíferos debates de la antropología cultural. La autoidentificación muchas veces se establece por razones de orden práctico y coyuntural, lo que dinamiza aún más su mutabilidad. Los resultados pueden ser extravagantes, divertidos, pero igualmente desconcertantes: mestizo, profesional, pansexual; comunista, libertario, guaraní; mujer, anarquista, neoconservadora; joven, ayoreo, antitrotskista; cristiano, chiman, falangista y así hasta generar una lista lo suficientemente extensa como para retar nuestra capacidad de comprensión. Sin embargo, la pregunta clave sería ¿cuán relevante es la cuestión identitaria para un país que se identifica como plural? ¿En verdad lo indígena originario campesino es la adscripción identitaria mayoritaria? y si realmente lo es, ¿no se debería sustentar esa convicción con datos cuantitativos que así la respalden? Si la mayoría de nuestra población se identifica como mestiza o indígena ¿no sería importante recordar que las bases del Estado Plurinacional se sustentan en la inclusión de la diversidad enmarcada en esa especie de “identidad mayor” que es la bolivianidad, tal y como señala el artículo 3 del texto constitucional?  

Parece ser que el gobierno del MAS entiende que la disminución de la población indígena, corroborada por datos del Censo de Población y Vivienda del 2012, se hallaría en un complejo profundamente arraigado en algunos sectores de la población que les impediría reconocer “la sangre indígena” que corre por sus venas. Un acto racista coronado por la vergüenza de reconocernos “indios” a pesar de nuestras pieles morenas, apellidos endógenos o difusos árboles genealógicos intencionalmente mantenidos en la clandestinidad, por tanto, se debería proteger a los pueblos y naciones indígena originario campesinas de cualquier tipo de refutación a su condición mayoritaria, más aún si esa refutación está preñada de racismo. En Bolivia, desde hace un tiempo, el racismo se ha vuelto la causa de todos nuestros problemas de convivencia, la excusa para evitar analizar complejos comportamientos sociales, una demostración de pereza intelectual y una repuesta fácil a transformaciones sociales que van más allá del victimismo todopoderoso tan común en las reflexiones de muchos analistas. 

Apellidar Mamani, usar polleras y tener piel morena eran, a principios del siglo XX, causales constitutivas de exclusión social y negación de derechos ciudadanos. Pero ahora, en pleno siglo XXI, sin dejar de ser motivo de estigma social, también se han convertido en signos de poder, requisitos para acceder a ciertos cargos públicos y espacios de influencia, de hecho, es posible que el nuevo defensor del pueblo, antes de cumplir con requisitos tecnocráticos y de capacidad profesional en la defensa de los derechos humanos, sea elegido observando dichos signos. Es lo paradójico del tiempo que nos ha tocado vivir, diferentes tipos de discriminación se mantienen latentes (incluyendo el racismo) pero al mismo tiempo el acceso al Estado se abre a los antes excluidos generando nivelación social, pero estableciendo privilegios que terminan reinstalando nuevas desigualdades. Todo eso mientras, por ejemplo, el empresariado agroexportador autoidentificado como mestizo y campesinos colonizadores autoidenficiados como aymaras y quechuas, avasallan violentamente las tierras comunitarias de pueblos indígenas del oriente y la Amazonía boliviana.  Mientras el lago Poopó se seca irreversiblemente condenando a los Uru-Murato, cultura vinculada vitalmente a actividades lacustres, como consecuencia de la actividad minera fomentada por un Estado que supuestamente vela por la “madre tierra” y la armonía con la naturaleza.

Siempre he desconfiado de cualquier tipo de autoidenticación cuando es llevada al extremo de ser una demanda de reconocimiento por el solo hecho de su enunciación. Siento que es una especie de narcisismo cobarde que pretende esconder cualquier tipo de mérito individual detrás de la identidad de algún pueblo, colectividad heroica o comunidad difusa. Tal vez porque desde mis años de estudiante sentí que se nos bombardeaba con demandas y reivindicaciones históricas que presentaban lo indígena como algo patético. Siempre víctima de vejaciones. Siempre castigada y vengada por actos de violencia. Siempre descrita como pobre, desesperada y urgida de redención. En esos tiempos me decía a mí mismo: De todas las Bolivias posibles que nunca serán, en algún lugar perdido del tiempo y apenas figurado por alguna pobre imaginación. Tal vez encuentre a mi otredad absoluta que me diga: “Soy guerrero-indígena, comunista, cumbiero”. Le responderé: “Yo metalero, mestizo, heterosexual”. Nos miraremos frente a frente, plenamente sonrientes, con ojos llorosos diremos al unísono: “¿Y eso qué importa?” Entonces iniciaremos un viaje bajo el frío de la luna, en una noche inmensa que lo abarque todo incluso el más allá. Un viaje al corazón del miedo, la tristeza y la soledad. Nuestros caminos se extenderán infinitos bajo la oscuridad de las estrellas.

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