La especie humana, reincidente productora de catástrofes, ha ido coleccionando cientos de conceptos que parecen ayudarla a sobrellevar entera el recuento de sus escombros y cenizas. En estos tiempos de coronavirus y cuarentena abundarán los placebos filosóficos. Se dirá con deleite que la pandemia nos ha obligado venturosamente a reconocer el valor de la familia, de la tiendita de barrio, del olor a vecindario y del apego por el huerto en la terraza o el taller de carpintería de la cuadra. Ahora mismo hay quien celebra el regreso de los peces a los hace poco pestilentes canales de Venecia o el cierre provisional de una fábrica que escupe más de 10.000 automóviles al día.
Nuestra capacidad de tocar violines en pleno hundimiento parece incombustible. Ya vuelven a circular en el debate ideas atrevidas, como la de “destrucción creativa” del austríaco Schumpeter o el famoso estudio del turco Acemoglu y del británico Robinson (2012) en el que retrotraídos al siglo XIV, ambos investigadores encuentran edificantes los efectos de la peste negra en Europa, una especie de maléfica incubadora de la modernidad occidental, acunada por la extinción bubónica de millones de siervos de la agricultura feudal. Hay catástrofes que sanan y revitalizan.
La imagen es atractiva para izquierdas y derechas, pero también para docenas de guionistas y escritores. Consiste en fabular acerca del potencial creativo y depurador de los dolores y quebrantos, nos lleva a la conclusión de que todo alumbramiento necesita de un parto pujante y que desde el castigo inclemente del cuerpo se levanta una anatomía a prueba de cualquier laceración. Es la pedagogía del torturado, la forja de lo nuevo, curtido por la adversidad y el desasosiego.
Y entonces, adaptada a nuestra coyuntura paralizante, emergerá la mirada indulgente para con el coronavirus. Se dirá que toda crisis es una oportunidad y que cuando miramos a través de la grieta, reconocemos aquella normalidad que no supimos valorar a tiempo. Queda consagrado entonces el carácter regenerador de la tragedia.
Mucha ingenuidad. Prefiero sumarme mejor al bando de los pesimistas. Nuestra primera pandemia universal (aunque África participe muy poco hasta el momento) ha golpeado con crudeza tanto a sociedades occidentales como orientales. De hecho el coronavirus es un invento euroasiático con tenues salpicaduras sobre Norteamérica. El 90% de los muertos tiene nacionalidad china, italiana, iraní o española y pare de contar.
Sus primeros efectos sobre la consciencia de la gente son desde ya funestos. La dinámica para combatir la enfermedad, pues no parece haber otra, consiste en distanciar a la sociedad y reforzar la centralización secante del poder político. El mal asedia nuestras narices y boca, el miedo nos confina e impone no acercarnos al otro y el modo expedito de marcar distancias es el toque de queda y el arresto, es el destierro en la intimidad más estéril y adusta.
Para colmo de males, el rígido esquema comunista chino, impregnado de pena de muerte y escarnio, ha sido hasta ahora el único capaz de erradicar al coronavirus de sus polucionados galpones. El mundo celebra la lógica castrense de Beijing y se mofa de los incorregibles impulsos gregarios de italianos y españoles.
Tras el coronavirus no viviremos la reinstalación proteica de la sociedad civil como sucedió después del terremoto de 1985, en México. Tampoco la conformación de consejos de obreros y soldados inclinados a decretar el fin de la Primera Guerra Mundial en Petrogrado. No, las bacterias cooperan sigilosas con las tiranías. Concluyamos entonces que hay catástrofes que someten.
Al Premio Nobel de Economía, el bengalí Amartya Sen, le debemos la noción de que una democracia multipartidaria es la mejor vacuna contra una catástrofe humanitaria. Sen nos hizo notar que sólo las autocracias esconden las malas noticias, con lo cual apagan la luz y se refugian cómodas en la ceguera. En efecto, las dictaduras son incapaces de advertir los signos de una hambruna o un accidente nuclear.
El propio coronavirus podría ser una evidencia para Sen. China escondió durante dos meses la gravedad de lo que pasaba en Wuhan. Sin embargo, para no salir del pesimismo, podemos añadir que bajo la lógica de las bacterias, los gobiernos despóticos, una vez que las identifican, terminan siendo más efectivos en arrinconarlas.
Queda al desnudo entonces la principal debilidad de toda democracia, su dificultad para disciplinar, lo que no impide que sigamos elogiando su mayor logro, ese su inmenso don para detectar el bien común.
Rafael Archondo es periodista.