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Tierra colorada

Escribo estas líneas desde San Ignacio de Velasco, hermosa tierra chiquitana donde por contingencias de la vida me toco nacer. Aunque vengo con cierta frecuencia, todavía no consigo acostumbrarme a los cambios que el inevitable progreso ha traído consigo. No logro sustraerme de esa especie de nostalgia que siempre trae el recordar.

Una parte entrañable de mi infancia se quedó jugando por estas, otrora, polvorientas calles. La tierra colorada es como una marca indeleble, tan fina que se te mete hasta en las verijas del alma. No importa con que afán trates de limpiarla o cuantos baños de urbanidad te des, siempre queda algo.

¡Llegaron los kollas! Era el grito de algarabía con el que nos recibía la muchachada cada vez que mi madre, mi hermana y yo, llegábamos a pasar las vacaciones escolares. Cabe mencionar que era algo complicado llegar al pueblo en ese entonces. La única forma más o menos segura, era en los desvencijados C-47 del TAM o en el Lloyd, eso si el clima lo permitía.

En fin, el pueblo era mucho más pequeño que hoy en día. Todo el mundo se conocía o tenía algún grado de parentesco. Hay que decir que los mosquitos contribuían grandemente en estas relaciones de consanguineidad, por razones obvias.

Lo que hoy es una gran represa, antes era una pequeña laguna llamada “Guapomo”. El pueblo se abastecía de agua en dicha laguna, en carretas jaladas por burros, grandes turriles llenos del líquido elemento llegaban a todas las casas. Uno de los motivos del porque en las calles había más nobles jumentos que bachilleres, era este.

Para nosotros era un hermoso parque acuático, lleno de taropes, peces y lavanderas. Retozábamos toda la tarde en sus orillas, hasta que los mosquitos amenazaban con dejarnos anémicos. Era el momento de huir y continuar los juegos en las inmediaciones del barrio, hasta la medianoche, que era la hora en que el pueblo se quedaba en tinieblas.

Uno que otro mechero desgarraba la oscuridad con su mortecina luz, dándole un aspecto espectral a las calles. Esto nos traía a la mente historias de aparecidos, duendes y viuditas, motivo suficiente para salir disparados a la seguridad de la casa de los abuelos.

La casa aún existe. Los abuelos hace un tiempo que partieron, tranquilos, mansamente; así como muere el día, sin pedir permiso. En el canchón todavía se alzan majestuosos, grandes árboles de manga que nos deleitan con sus sabrosos frutos. Pero hay cosas que están irremediablemente perdidas.

El viejo horno de la abuela Ana, donde todas las madrugadas bregaba afanosamente con la masa que pronto se convertiría en pan, con el cual debía alimentar las barrigas y esperanzas de diez hijos. La fragua del abuelo Juan, donde inventaba los artefactos más inverosímiles para luego sentarse a tocar tranquilamente su violín.

¡Hay tanto que contar y tan poca inspiración que mejor lo dejo aquí! Bolivia es un país maravilloso, inocente y hermoso. Los bolivianos no permitiremos que unos cuantos bellacos pretendan reescribir la historia a su gusto y conveniencia.

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