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Te he soñado, Ekaterina

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Pasaron dos años y más. El reloj giró poniendo una distancia que no existe. O sí. Pero estabas en mi sueño. La vida había tocado tus párpados y labios. No eres inmune aunque quiera preservarte en alcohol, como una coral multicolor, una estatua gigante de soldado soviético, o los sillones que retornaban a Chejov.

Desayuno de ostras en bandeja plateada con hielo. Tener una amante rusa cuesta, decía el tío Negro. Pero Ekaterina no es rusa ni es mi amante; ucraniana, del Donetsk, cosaca. Sus padres ya no tienen vidrios en la casa de Krasnogorovka. Apenas los ponen, las bombas los hacen volar. Cada vidrio roto implica una eternidad de mala suerte. Pero pensemos en las almejas sobre hielo y las rodajas de limón. Alrededor lo barroco de las haciendas rusas, majestuoso y con misterio, lleno de arabescos y detalles. El restaurante se llamaba Chejov, aunque yo lo recordaba como Bulgakov… o Goncharov.

El perfil de tu nariz. Tus piernas. Pantalones negros que delineaban caderas. Botines cubriendo alargados pies de pintadas uñas. Susurran los abedules del parque Gorky. Estamos arriba, en la cima de la rueda Chicago. Y en el laberinto de espejos me agarras la mano. Dedos como alfiles. Tu cabello negro multiplicado en docenas. Parque Gorky. Humea un té y un viejo turco maricón me besa las mejillas. No por turco sino por maricón. Lo digo sin insulto. Pide, y le doy, un billete de cinco dólares nuevo para su colección. Ni mira a Ekaterina, sus ojos brillan conmigo. Esto de enamorar hombres a ratos se me torna pesado. Tendré que pintarme los labios. Así, Kate, te dejaré marcada mi boca donde tus muslos comienzan y la vida fluye.

Suenan acordeones noruegos. Miramos Kharkiv desde el elevado comedor del restaurante Panorama. Eres sofisticada. Ordenas para mí medallones de conejo con puré y tú vas por platos japoneses, colores envueltos en arroz que parecen cuadros. Se acaba el vino blanco. La botella permanece fría y el postre, que no como, es una torta diría germana de tonos de chocolate y crema de nimbos en el cielo. Venía el otoño; ya era otoño y tu abrigo gris marcaba tus formas para enamorarme. La mano estaba fría, igual al vino. Nunca fui afecto al vino blanco, aunque me gustaban las historias de Arthur Koestler en Georgia, con aquel semi dulzón y recuerdos de Sergo Ordzhonikidze. Pero esto es Kharkov, no el sur. Rusia está a kilómetros y frente al lugar de desayuno hay tanques detenidos. Guerra. El busto de Gogol, sobre una delgada columna, caerá de inmediato si suenan las orugas con cañones.

Llegué a tu ciudad después de largas dieciocho horas desde Odessa, cruzando Kiev y enfilando a oriente. Los buses eran cómodos y disponían de internet. El boleto costó once dólares para casi cruzar un país. En las estaciones de paso comía sándwiches con inmensos chorizos. Compraba algunos para jóvenes que miraban porque sé lo que es tener hambre ¡Ay, París! ¡Ay, Alexandria!

Indiqué al taxi el lugar donde te encontraría a las ocho de la mañana. Nunca he de olvidarlo, venías de negros cabellos, alta, de tobillos delgados como cañahueca y el cuerpo que a medida que subía crecía y formaba un arco de triunfo fantástico por donde quise imaginar desfilaban caballos un catorce de julio.

No te gusta que te llame Ekaterina; prefieres Kate, como Katherine Mansfield. Catalina en español no es atractivo, pero, bueno, Kate serás, aunque en mi privado recuerdo, Ekaterina, disfrutando del museo de fotografías y con velo cubriendo la cabeza en la ortodoxia tenebrosa de los iconos que observan.

Hubo un río, un par de iglesias, algún museo, el parque Gorky, el laberinto de espejos donde debí haberme escondido para siempre con tu multitud de imágenes. Me senté a esperarte en la penumbra soviética de una clínica de belleza. Te hacían un masaje de piel mientras desde un sillón rojo veía tu nuca y la gruesa enfermera con brazos de panadero.

Otro taxi me llevó al hotel. La rubia Anna era bella y recepcionista. Conversamos en mal inglés y le prometí un café futuro que no sucederá. Desde Kiev, donde otros hombros secuestraban el placer, te olvidé de inmediato. Y hoy, dos años después, te sueño. Te leo a las tres de la mañana contándome que las cosas no van bien en Kharkiv, que te endeudas con el banco porque los salarios, con la pandemia, se redujeron a la mitad. Quiero ir, me prometo, pero hay calendarios y hay una muerte colectiva que viaja en bicicleta y en avión, que vive en la piel del tomate o en puertas de inocente apariencia.

Kate, Kharkiv sin ti no existiría, ni siquiera la toma y daca de los ejércitos el 43, creo.

Krasnogorovka, en ruso; Krasnohorivka, en ucraniano. Si calculo, no está tan lejos de las tierras de Majnó. Pues mi promesa de volver se hará y he de verte. Que aquellas almejas que no probé todavía están. El hielo no ha dejado de ser hielo. Y según veo en tu última foto jugando baloncesto, las piernas siguen duras como acero, pero tenues, suaves. Jazmín y cedrón.

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