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Suceso en París

Andrés Canedo / Bolivia.

Aunque Francia (o más bien quienes la manejan) hoy me parezca detestable, no puedo olvidar aquellos días en que me despertaba en la mísera habitación de Mairie des Lilas, con la sensación de estar equivocando mi vida. Claro, dormía en el suelo, aun así, interrumpiendo la vida de recién casados de Geta y Pity, los arrendatarios del cuarto, y para que no tuvieran que hacer el amor en silencio, como dos ladrones, había noches que desaparecía de ese lejano medio hogar, y las pasaba en las calles ruinosas del Barrio Latino. Ellos me cedían ese espacio, por pura amistad, pero ya hacía largo tiempo que yo estaba allí jodiéndoles la existencia. Es verdad, ya había traicionado, además, mi compromiso de estudiar Psiquiatría, pero era mucho más que eso lo que fallaba. Era yo, la diferencia entre lo que quería y no quería ser. Por eso me levantaba en Mairie des Lilas, y recorría las grandes distancias hasta el centro y me perdía en la contemplación de Notre Dame o en las salas todavía milagrosamente casi vacías del Louvre. Tal vez cobraba coraje y robaba un libro de teatro en Gibert Jeune, extrañamente sin miedo. Quizá, secretamente, deseaba que me expulsaran del país.

Otros días, de pronto maravillosos, sabía que tenía que encontrarme con Charlotte, en un lugar preciso de los Champs Élysées. Era posible, que además de algunos besos y de las dimensiones opuestas de nuestras economías, por fin le haría el amor. Claro, ya me había sucedido que por prenderme a ella que agasajaba a una amiga norteamericana, habíamos ido a parar a ese deslumbrante salón de té, donde ella y su agasajada comieron tortas y pasteles, té del bueno, y yo, consciente del riesgo, pedí apenas un cafecito, pretextando que no tenía apetito, aunque, claro, siempre tenía hambre, y ese pocillo de café me costó los gastos programados para siete días. Por supuesto, sabía que era una estupidez la que estaba cometiendo, sin embargo, no me detuve cuando podía hacerlo. Pero finalmente, una noche, Charlotte me había invitado a comer con ella en su buhardilla, y yo imaginaba que esa noche dormiría en cama compartida con su linda dimensión humana de estudiante de ballet, que comería bien, y, Dios sea loado, haría el amor con ella. No podía saber que, en plena preparación de la comida, se acabaría el gas de la cocinilla, que yo, caballero latinoamericano, me ofrecería a cambiar la garrafa, que la conecté mal o el diablo me jugó una mala pasada, y que el gas empezó a fugarse y se ardió en la estufa encendida a dos metros de allí. Claro, se incendió parte del cuarto, se quebraron los vidrios de la ventana, se chamuscaron los cobertores de la cama que debía servirnos de tálamo, y aunque en un acto heroico, que no me ganó para nada la simpatía de mi dama, pude apagar el fuego con una toalla mojada, me quemé un poco del dorso de la mano, y tuvimos que salir de allí, sin cena, sin cama, sin sexo. Desde luego, esta vez no sabía que me ocurriría eso. Debo reconocer, que unos japoneses que habitaban en las buhardillas vecinas, vinieron con un extintor y apagaron los restos del incendio. Ella, en su infinita caridad que no disimulaba su inédito desprecio, me pagó una porción de shawarma, y como era tarde y ya no había metros (subterráneos) para que yo regresara a Mairie des Lilas, me arrastró a dormir donde una amiga suya, española, a quien tuvimos que esperar hasta las dos de la mañana.

La española, guapa y colaboradora, no hizo objeciones para que los tres durmiéramos en su cama de una plaza, así que de pronto yo estaba acostado con dos mujeres en esa noche de invierno en la que no logré dormir, pues cada roce de un pie femenino que por azar me tocaba, me dejaba en estado de exaltación absoluta, debido a mi ya larga abstinencia de placeres eróticos. Ellas durmieron bien, desde luego, en estado de absoluta inocencia, de asombroso candor, beatíficamente. A las siete de la mañana, Charlotte se levantó para ir a sus clases de danza, y yo, solo con la desconocida española, por fin pude dormir un poco. La vida tiene sus compensaciones, no todo es tragedia, de manera que al rato me desperté, lo juro, haciendo el amor con la mujer que había quedado conmigo, en un acto más bien áspero, casi salvaje, desprovisto de ternura, con la sensación de estar cavando en un hoyo enorme. Tampoco podía saber que ese, sería el desenlace de la noche. Luego, ella, la española, amable y, de pronto, algo cariñosa, me invitó café con leche como desayuno, y después, porque tenía que hacer su vida habitual, me despachó a seguir caminando las frías calles de París, que no por tanto desbarajuste, dejaba de ser bello. Así fue. Doy fe de ello.

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