De: Patxi Irurzun / Inmediaciones
“Tímido, valiente, contradictorio”, así se definió en una ocasión el bertsolari Andoni Egaña, y solo quien pertenezca al gremio (al de los tímidos, me refiero) sabrá apreciar esas palabras, del mismo modo que aborrecerá con todo su corazón a los tímidos (de pega) que alardean de serlo, como si ese rasgo del carácter fuera una virtud, en lugar de una condena, una rémora, una limitación que condiciona y disminuye tu vida. Yo soy tímido, y si no lo fuera, o mejor dicho, si dejara de serlo, una de las primeras cosas que haría sería asesinar con mis propias manos al siguiente artista megaguay que en plena promoción de su último disco o su último libro (del que ya ha vendido miles de copias y es obra maestra antes de que esté en la calle) se hiciera de rogar y musitara un “Yo es que soy muy tímido”, para a continuación bajarse con desparpajo los pantalones y entrar en una piscina llena de fango, durante alguno de esos programas de televisión en los que se grita mucho y no se dice nada.
Cuando era pequeño mi madre llegó a ofrecerme hasta veinte duros, toda una fortuna para un niño de la época, si bajaba a comprar el pan a Zazpi, la tienda del barrio, pero yo abofeteaba a Manuel de Falla, apartaba el billete de mi vista, renunciaba a la montaña de chuches que podía edificar sobre él, a las noches interminables de petazetas y fuegos artificiales sobre mi lengua… Todo con tal de no volver a enfrentarme a las señoras que simulaban no verme y se me colaban con toda su cara y una sonrisa más falsa que una calcomanía estampada en ella, mientras el tendero canturreaba “¡El siguiente!” y a mí se me ahogaba una vez más el “Yo” en la sima de mi garganta.
Eso es ser tímido. Sudar en invierno. Trabarse al pedir coca-cola en los bares. Despedirse siempre a la francesa por no tener que abrir la boca, o porque al abrirla nadie te ha oído. Decir sí cuando deberías decir no, por no molestar. Por no molestar, decir no cuando te corresponde por derecho un sí. Parecer arisco, raro, bobo, bueno, inofensivo… Hacer creer a quien te está engañando o trata de aprovecharse de ti que no te das cuenta. Volverte invisible. Perder todas las discusiones y todas las novias, antes de tenerlas. Temblar al levantar las copas. Dejar de levantar copas que podrías haber levantado…
Para un tímido todo es una proeza. Saludar, pedir un favor, comprar el pan… Y no hay, a la vez, nadie más valiente que un tímido cuando se desinhibe, o cuando encuentra la espita por la que dar salida a su introversión. Un tímido puede, por ejemplo, improvisar versos perfectos ante un pabellón repleto de gente. Hay que ser muy valiente para ser tímido. Sobre todo cuando el tímido es un personaje o su oficio adquiere cierta dimensión social. Cuando en esa esfera, en ese gran acuario catódico, se desenvuelven como peces en el agua depredadores que, por el contrario, tienen más morro y menos talento o carecen por completo de él y pese a ello se comen los trozos más grandes, se cuelan en la tienda y sonríen con desfachatez, chapotean con más habilidad en el fango… Gentuza con mucha cara que no duda en calificarse como tímida porque cree que eso resulta encantador. No tienen ni idea. Solo los tímidos enfermizos entendemos aquello de “Tímido, valiente, contradictorio”. Lo dijo Andoni Egaña. Y yo, tímidamente, se lo tomo prestado.