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Silencio

Márcia Batista Ramos

Estuvimos en un camino recto del altiplano orureño, una de estas carreteras que parecen no terminar nunca.  Un camino aburrido al medio del paisaje árido y monótono. Todo tan igual bajo el cielo intenso de un azul brillante sin nubes y sin viento; apenas, a lo lejos, unos pájaros a los que la pesadez del aire guiaba como una lucerna.

Era un día limpio, donde los únicos que perturban el orden del paisaje éramos nosotros en la movilidad. De repente, divisamos una placa en la carretera desproveída de señalización, estaba escrito SILENCIO y una seta indicaba a la derecha.

Nos miramos, y, como si un imán nos llamara, doblamos a la derecha disminuyendo la velocidad porque el camino era más precario que el camino original. En pocos minutos vislumbramos la silueta de un villorrio lejanísimo, que se dibujaba con nuestra proximidad.

Al llegar a la pequeña aldea de adobe y paja, percibimos que el silencio se había impregnado en los tejados, en las puertas, en las ventanas y en las paredes de las casas. Como si el silencio estuviera hecho de un material viscoso que se apodera de todo y de a poco. Si tuviera olor, seguramente, sería el de paredes húmedas, calladas por el tiempo. Probablemente, fue en las grietas del cotidiano, que el silencio se fue insinuando hasta que se apropió de la aldea.

Cuando llegamos, un escalofrió recorrió nuestros cuerpos y como quien no quiere ser indiscreto, parqueamos un poco antes del poblado y nos acercamos meditativos, sin gemido. Parecía que estábamos contagiándonos, rápidamente, del orden invisible que se asió de aquel lugar, sabe Dios, desde cuándo.

Las puertas de las casas estaban bien cerradas, con grandes candados que daban la impresión de que a dentro guardaban inmensos tesoros de palabras no dichas. En las calles angostas, había un orden sepulcral, donde el eco del silencio dejaba entender la plenitud de todo aquello que no se expresa con palabras.

La pequeña iglesia, a diferencia de los demás predios, estaba con la puerta abierta pese a que, también estaba envuelta en la misma materia que parecía pegajosa. Nos acercamos a la puerta de doble hoja y miramos a dentro: bancos, coro, altar… Todo cubierto por la inmensa presencia del silencio y abandonado en la colosal planicie.

Cuando nos marchamos, el poblado visto por el retrovisor fue deshaciéndose, mientras sentíamos una paz extraña, como si hubiese alguien más en nuestra movilidad que, dominaba la conversación sin necesidad de voz, sin palabra alguna. Todo lo decía, desde la profundidad del más absoluto silencio.

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