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Sara, Sara

Andrés Canedo

Tal vez tuvo mucho que ver el que me encontrara en ese lugar de la calle Sara, ahí donde Santa Cruz más fácilmente se desbarranca en el pasado. Estaba allí, mirando, imaginando pedazos del ayer, tratando de descubrir en las paredes de aquella casa que parecía colgada al borde de un acantilado, esbozos de historias, murmullos de antiguas voces emergiendo de las viejas paredes. La casa se yergue a una altura inaudita sobre la calle y, aunque es bella, parece el producto una aberración geométrica, de una arquitectura demencial. Es que el presente, manifestándose en otras construcciones a nivel de la calle, hace que ésta, y las dos o tres que la remedan en altura y obstinación, parezcan un descarrío, un yerro, una invasión descabellada de un tiempo pretérito que se empecina en permanecer. Hermosa calle con hermoso nombre, me digo. Claro que sé que el nombre no es en homenaje a una mujer; son otras circunstancias, otras razones… Santa Rosa del Sara, resuena en algún rincón de mi memoria.

Pero es bueno caminar por esta calle de Santa Cruz con casas en la altura y pensar si junto a ellas alguna vez corrió un río que se perdió en el tiempo. Es grato imaginar su gente, sus sueños, sus luchas. Ahí está la casa de la esquina, con una escalera de laboriosos peldaños para acceder hasta la vereda atípica que parece un farallón, un pucara defensivo para proteger, tal vez, a alguna hermosa mujer que la habita. Por allí, surgiendo de la sombra que produce el alero, aparece ella y el tiempo se me confunde. Morena, resplandeciendo en la luz solar, camina con la gala privativa de las mujeres de su sangre y el abanico de su vestido parece llenar el aire de chispas que contornean su figura. Luz en la luz del mediodía, su movimiento presagia sueños, visiones, impulsos que ya empiezan a desencadenarse en mí.

Baja las escaleras que la llevan desde la vereda aérea hacia la calle y todo parece transformarse: el asfalto que es ahora un arroyo que me moja los pies, la vereda de piedra que se cubre de tréboles, el viento que se perfuma con su carne lunar, el ritmo de mi sangre que se aloca. Pasa a mi lado y siento que es tan bella que me intimida. Es un presente rotundo, incontrastable, pero hay algo en ella que vence al tiempo. El arco de su empeine con la vena que lo serpentea, pantorrillas modeladas con morena arcilla humana, muslos redondos y firmes que se insinúan en la tela liviana que los cubre, el rostro que devela la forma exacta de la belleza que siempre busqué y que sólo a veces vislumbré en los sueños.

Sé que la voy a seguir y ya lo estoy haciendo, sé que quiero llenarme de sus formas para entender la estética y la verdad que se revelaron a Lucas Cranach, a Gaugin, a Boticelli. Sé, mientras la sigo, que nada necesito entender porque no es asunto de la razón ni de la mente y que simplemente debo vivir. Percibo también, con tristeza, que su belleza me abruma y que me va faltando el coraje. Claro, mientras las altas casas de la calle Sara quedan atrás, no hay otro mundo que el de ese cimbrarse de todas las moléculas que hacen su forma humana que derrota al arte, a los libros, a la filosofía. Y todo aquello que se apodera de mis sentidos y de mi emoción, también me derrota en la distancia de seis pasos que no me atrevo a vencer. Soy feliz y desdichado a medias, mientras la realidad se me infiltra como una pesadilla cuando llegamos a la calle Cuellar y ella gira hacia allí. Son seis pasos, tres o cuatro metros de civilización y de convenciones que me separan de la dicha y de la exaltación. Camba, camba hermosa, arquitectura de la luz y del fuego, albor cobrizo más intenso que el sol.

Se detiene junto a un puesto de teléfono, coloca la tarjeta, marca, habla. Al hacerlo apoya un brazo en la caseta y se le quiebra la cintura para que nuevas formas maravillosas se manifiesten a mi mirada. Flexiona la pierna, la levanta, para que el camino que marcan en el espacio el muslo y la pantorrilla, forme un ángulo y una encrucijada mortalmente peligroso mientras la sandalia que se le separa del pie me presenta una esplendorosa desnudez que parece abarcarla a toda ella. Observo sus labios que pronuncian palabras que no puedo descifrar, los gestos que se alumbran en su rostro trigueño, la cambiante curva que se dibuja entre su pierna y el pie que juguetea con el zapato que parece a punto de iniciar vuelo para despojarla de ese inútil artificio. Entonces regresa, pasa otra vez junto a mí que me lleno de miedo porque aprendo, mientras se acerca, que se corre el riesgo de una condena inagotable al contemplar la belleza absoluta, al llenarse los ojos y los sentidos de lo innombrable. Sin embargo, me atrevo a imaginar que me pierdo en su cuerpo, que lo desgarro, que le coloco en su centro más arcano, el esbozo de mi forma.

Otra vez la calle y sus casas empinadas, otra vez la sensación de río, de árboles en las riveras, de cantos de aves. Otra vez los seis pasos que ya no sólo me distancian, sino que ahora parecen convertirme en un maniático peligroso. Por un instante gira la cabeza hacia mí y no advierto miedo en su mirada. Debo hablarle, debo alcanzarla, me digo, pero no, es inútil, no puedo. Sé que la voy a perder, lo sé con la misma certeza con que sé que la llevaría conmigo y le entregaría mi vida. Otra vez se detiene junto a la calle-río. Yo también lo hago. Pasa un tiempo que no sé medir. Alza un brazo y hace parar un taxi. Cuando ha subido al vehículo la sensación de pérdida irreversible me sacude. Avanzo. Avanzo por fin mientras el automóvil empieza a moverse. Ella me mira y me sonríe. Dónde vive, a dónde va, es lo que quiero preguntarle para intentar revertir la pérdida, pero le pregunto, no sé por qué, cómo se llama, y tengo que correr un poco junto al vehículo para escuchar su respuesta. Sara, me llamo Sara, me dice.

La he buscado por toda la ciudad. Cada vez que salgo lo hago con la esperanza de volver a encontrarla. A veces me mortifico diciéndome que eso no ocurrirá y que fui un cobarde. Poco a poco me he ido sometiendo a una especie de resignación. Tampoco paso a menudo por la calle Sara, pero cuando lo hago disfruto de diferente manera de sus veredas como acantilados, de los relampagueos del pasado que me invaden al mirarlas. Es que ahora, para mí, la calle tiene nombre de mujer, de mujer morena, primordial, genuina. Sara, Sara, digo cuando evoco su realidad o cuando encuentro rastros de ella en otras mujeres de su sangre que cruzan por mi vida. El presente y el pasado que parecen cohabitar en la calle Sara ya no me parecen etapas imprescindibles del tiempo: es que aquella Sara que ya no sé si en realidad existió o es que vive en todas las que llevan algo de su andar, algo de sus ojos, algo de su pelo, me descubrió la idea de la eternidad de la belleza y sé que mi hambre y mi sed humanas, apenas pueden sorber un pedazo de esa infinitud porque yo soy mortal y Sara es, sin duda, eterna.

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