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Sangre – Cuento corto

Guillermo Almada

Caminaba hacia el río. Bueno, ya dije que con el río al lado pienso mucho mejor. Quizás porque desde siempre la metáfora del río me hizo pensar en la identidad. Yo soy el río. Mutando, viviendo, cambiando a lo largo del recorrido. Y al final, en la desembocadura, cuando parece que el río muere, lo que verdaderamente sucede es la enorme transformación, y el renacimiento en océano, con su inmensa pasividad y riquísima fauna abisal.

Yo quería llegar al río. Me sorprendió una marcha, un montón de personas con carteles, pancartas, caminando. Charlaban entre ellos. Alguno que otro daba voces, podía escucharse algún grito. Sentí curiosidad por saber de qué se trataba.

Unos pasos delante de mí iba un muchacho con una especie de turbante que contenía sus rastas, una barba que ya comenzaba a ser larga, y una guitarra cruzada en la espalda, con funda y todo, que me miró, y advertí en su mirada la pregunta que no pude responder ¿DE QUÉ SE TRATA?

¡Quizás si hubiera respondido esa pregunta!

Seguramente era algo que los enojaba. Pero para que salieran a la calle, el enojo no era nuevo. Y cuando el enojo perdura en el tiempo se transforma en resentimiento. Y hay mucha gente que especula con ese umbral, que apuesta a la elasticidad de la paciencia. Juegan con cosas que no tienen repuestos.

El muchacho del turbante emprendió un trotecito, acercándose a la muchedumbre, y se mezcló con ellos haciendo palmas, como si fuese un átomo suelto uniéndose al resto. Y no pude evitar acordarme de Yalal Ad-Din Muhammad Rumi, el Sabio Sufí, que escribió el Poema de los Átomos, en donde nos grafica que somos, cada uno, parte de un todo. Donde dice “si un átomo baila, baila el universo”

Miré para buscar por dónde debía pasar para llegar al río, y vi al amigo del turbante desprenderse de la masa y apoyar, con todo cuidado, la guitarra contra una pared, levantar unos pedazos de baldosas, y volver al gentío.

Nunca supe de dónde apareció la infantería. Toda vestida de negro, con esos escudos inmensos y transparentes, blandiendo sus bastones largos y empujando a la gente con violencia ¿Por qué? Me pregunté. Si no representaban ninguna amenaza para nadie, ni siquiera para mí, que tan solo deseaba llegar al río.

Evidentemente la diversidad trastoca lo establecido y provoca reacciones que no siempre son amigables. Y al decir de Nietzsche, aquellos que fueron vistos danzando, fueron vistos como locos por aquellos que no podían oír la música.

Reflexioné sobre la mutación heráclita. En ese diminuto instante, todo había cambiado.

Los bastones se levantaban y bajaban con velocidad y fuerza, tanta, que podía verse la sangre, en gotas, mezclarse en el aire y salpicar. Me aturdió la sirena de una ambulancia que en medio de la conglomeración cargó sobre una camilla al joven del turbante, esta vez sin él, con las rastas y la remera empastadas con su sangre, que emanaba derramándose hasta el piso.

Miré la pared, la guitarra ya no estaba. Se la habían robado. Miré al joven, que no parecía con vida, tal vez también se la habían robado. Se sentía el olor de la bronca, se sentía el olor de la gente, se sentía el olor de la sangre.

Una vecina salió con un balde de agua con detergente, y lo arrojó en la vereda, para limpiar.

Una mujer de la Policía Científica le gritó ¡No, no, es evidencia! Aunque ya era tarde.

La vecina, más sensata que la policía, solo quería intentar que la sangre no llegara al río.-

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