Maximiliano Benítez
Nací en el setenta y seis, ajeno a todas las calamidades que sacudieron mi país durante ese año, en una década oscura que acabaría, tiempo después, en una de las guerras más absurdas que conociera el Cono Sur. Precisamente ese año, oscuro y luminoso a partes iguales, se estrenó la primera película de Rocky, la primera de una saga que, cuarenta y tres años después (quién lo diría), casi siempre bajo la batuta del mismo actor/director, continúa, incombustible a la debacle, en la brecha aunque no sea más que para generaciones más bien distantes a este tipo de historias. El público contemporáneo, bombardeado por internet incesantemente, es siempre receptiva a lo novedoso porque lo confunden con modernidad, y da igual de boca de quien venga; de un niñato haciendo payasadas en vídeos caseros, o un tipo que ya supera los setenta y hable de cuestiones en apariencia anacrónicas.
Porque Rocky, en realidad, no tiene nada novedoso que contarnos, siempre es, fue y será lo mismo, sempiterno en su idea, y por eso creo que pervive, porque toca los mismos temas que nos apasionan o nos mueven, esas cuestiones que nunca dejan a nadie indiferente. Son temas sencillos, y por eso mismo vigentes. Más o menos como decía el maestro Sabato: el arte de vanguardia no es más que de retaguardia. Las verdades en mayúscula sobreviven a lo vacuo porque nos presentan al ser humano en su desnudez, en su contingencia, nos empujan al vacío en compañía para sentirnos menos solo en ese terrible tránsito hacia la nada.
Pero, como comprenderán, yo no abordaba este tipo de asuntos en mi niñez. Y, afortunadamente, la infancia no me la arrebató ningún dispositivo móvil. Soy de los que se crió jugando en la calle, viendo a Mister Ed, el Chavo del ocho, Cantinflas, Heidi, o leíamos Tom Sawyer, El Principito, a Julio Verne… la lista es interminable. También rezábamos antes de dormir (jamás volví a hacerlo), y pensábamos con pavor en el Cielo y el Infierno… En fin, qué decirles.
En aquellos años, además del fútbol y el tenis (gracias a Guillermo Vilas y a una prometedora clase media que se acercaba, en hábitos, a quienes podían permitirse toda clase de actividades), el deporte más popular en Argentina, sin duda, era el boxeo. En esos años teníamos grandes figuras del pugilismo, héroes de barro pero necesarios en la democracia tambaleante. Crecí viendo boxeo junto a mi padre, y me parecía uno de los deportes más nobles del mundo por la forma en que se enfocaba. Aunque el objetivo fuera derribar y dejar tumbado semiinconsciente al adversario, había y hay normas, reglas, principios. Siempre me lo pareció y lo sigo pensando, sobre todo ahora con el auge de la UFC y las violentas batallas casi sin reglas que me erizan la piel. Es ahí cuando me doy cuenta de que vengo de otra generación, de otro mundo, sí. Un hombre de otro tiempo podría decirse. Y para ejemplo, un recuerdo: tenía cuatro años o cinco, y un buen día se posó en mi brazo una Mariquita de San Antonio. Por todos era sabido que, cuando esto sucediera, debía pedirse un deseo rápidamente, como un acto reflejo, antes de que el insecto alzara el vuelo, y en unos días el deseo se cumpliría. Así de fácil. Yo pedí unos guantes de boxeo. Aún los estoy esperando.
Así como yo fuimos muchos los que crecimos con el boxeo, con los héroes de entonces, envueltos en la cultura Pop, tan irreal pero próxima a las relaciones humanas aunque solo se tratase de la costra, y con referencias que, viéndolo desde la distancia cada vez más abismal, son casi ejemplos escolares si los intentamos aproximar (no se puede, por dios) con el insípido panorama actual, histérico y susceptible a la mirada de todos. Uno de esos héroes de los ochenta, cómo no, fue Rocky Balboa. Como es natural, tengo una tenue imagen de las dos primeras películas, incluso de la tercera, pero sí que recuerdo perfectamente el estreno de la cuarta, aquella en que la Guerra Fría entró a saco en el cine bajo la figura de Drago. Para la joven democracia argentina y de gran parte de América o España y de medio mundo, la idea de un americano, un tipo de la calle, un paria, peleando contra la dictadura del proletariado, era todo un acontecimiento. Décadas de gobiernos de facto nos metieron esa idea, estúpida y sencilla en la cabeza, y germinó. La idea germinó. Parecía que realmente la pelea se llevaría a cabo, que iba a suceder. Era como el bien contra el mal en un cuadrilátero. Con eso crecí y con eso viví. En estos tiempos en que los chavales, móvil en mano, te discuten hasta el color del cielo, es casi reconfortante recordar todo eso. Siento una especie de añoranza que roza la melancolía.
Pasaron los años y volví a Rocky una y otra vez, para rememorar, para revivir, para soñar quizás. A los dieciocho ya acumulaba alguna de las grandes lecturas de mi vida y esto cambió de alguna manera la forma en que veía al potro de Filadelfia. Yo quería mucho a ese personaje y me molestaba esa metamorfosis que había sufrido en las seis películas que mostraban sus tribulaciones pugilísticas. Pero no era mi yo de entonces ni el cuarentón que escribe esto el único que percibió ese cambio. Hace poco leí un estudio que se hizo en una prestigiosa-universidad-americana, donde se preguntaba a gente de distintas edades que en algún momento de su vida habían visto Rocky, cómo recordaban que había acabado la película: casi todos creían recordar que había derrotado a Apollo, cuando en realidad, había perdido. De hecho, la grandeza de esa película, era su final. El antihéroe no había ganado como en todos los filmes de la época, y esto, probablemente, fue el motivo por el que ganara tres estatuillas de la Academia y el beneplácito de una sociedad abocada al borreguismo.
Siempre nos cubrimos con la vergüenza del perdedor, con su piel, en la circunstancia que toque, incluso (o precisamente) pasándose la ley por el forro. Necesitamos que la derrota cotidiana, la frustración de sobrevivir en lugar de vivir plenamente al menos se recompense en la fantasía del cine, en una victoria ilusoria, volátil, efímera como la vida misma, que hoy, ahora, mientras escribo esto, nos abandona, nos perjudica, nos infiere, por defecto, por inercia, por amor a la vida, ay! Aunque el aliento se nos valla en esto; valla, de cerco, de límite, de mastín del tiempo.
Sin embargo (me tomo un respiro) Rocky no siempre fue el mismo. Quienes hemos seguido y visto sus películas, esas historias próximas al barrio que Stallone-mochila-perro abandonara por el neón, sabemos hasta qué punto es así. Ese tío tontorrón con el corazón de un buey, ese bonachón insoportable y primario que intentaba llevarse al catre a Adrian , sufrió la transfiguración de matón en yuppie. El potro italiano, emulando a un desconocido Chuck Wenner (aquel boxeador torpedete que aguantó quince asaltos a Muhamed Ali) en quien se inspirara Sylvester Stallone para trazar los rasgos de su púgil luchando con el corazón y resistiendo hasta el final, fue perdiendo fuelle a medida que el éxito de taquilla hacía mella en el protagonista, en el hombre de carne y hueso, hábil a rabiar para el negocio del cine comercial.
La segunda parte (ya obcecada en el show) sigue el hilo de la historia y el personaje aún no se resiente puesto que continúa bajo el ala del creador, pero; en plenos años ochenta, con el cine de acción en su máximo esplendor, con los Schwarzeneggers, Stallones y Norris dando patadas a diestro y siniestro en la imagen que el mundo tenía de la guerra de Vietnam, también Rocky cambia y acaba convirtiéndose en un personaje de acción. Ya no pelea con el corazón sino con el músculo. Al igual que su alter ego, ambos se transforman en empresarios. El personaje da un giro que lo deja irreconocible. No es Balboa quien pisa el ring, sino Sly, que ya también es todo un personaje. El potro italiano se desvanece también en la siguiente, por cierto, la más taquillera de todas, y desaparece, se disgrega en un cine distinto o hijo bastardo de los años setenta.
cinco años después, en la quinta parte, Silvester, anclado a tiempos mejores pero en pleno naufragio, retoma el personaje inicial y Rocky vuelve a tener alma y pasado. Regresa, tras años de desmemoria. La sexta de la saga llega nada más y nada menos que diesciseis años después, y Sly aún tiene mano para no dejar caer al personaje, ya en edad provecta. Nos presenta a un Rocky que no piensa bajar los brazos, pero no por terquedad, o porque crea en la eterna juventud.
Al igual que en el Mito de Sísifo en el cual el bueno de Camus intenta explicar el sinsentido de la vida utilizando la idea de la piedra que una y otra vez se le escapa de las manos al llegar a la cumbre, Rocky, ya desgastado, vencido y caído por la misma contingencia de la vida, que nos arranca la vida de cuajo o se la arrebata a quienes nos acompañan, decide pelear, una última vez, como si el sentido de la vida se fuera en ese empeño, en esa piedra. Al igual que Sísifo, Rocky cree alcanzar eso que podríamos llamar libertad, precisamente en ese instante, fugaz, eterno, en el que uno, ciego y extenuado siente la brisa de la cima, y el otro, reventado y pletórico levanta los brazos victoriosos.
Pero la piedra cae, y el tiempo pasa y los brazos ya pesan demasiado, y el sentido del absurdo se instala como una amarga verdad que tanto cuesta aceptar, como en esa escena (que se repite en al menos tres de las últimas películas), cuando va al cementerio a hablar con la tierra que alberga a su esposa fallecida. También Rocky está ciego en su descenso a la nada. Podemos percibirlo perfectamente en Creed, la penúltima de la saga, con un potro ya retirado de todo lo que en algún momento le diera la vida y, enfermo de cáncer, explicando (suplicando, disculpándose) a un joven Adonis, que no necesita someterse a tratamiento alguno: que ya no vale la pena. Sin embargo, la voluntad de vivir impera y Rocky accede a los requerimientos del nuevo héroe, puesto que la vida, aun con todas sus penurias, continúa.
A los de mi generación nos cuesta aceptar la retirada definitiva de Rocky; más bien queremos verlo una y otra vez subiendo la piedra, terco y firme como casi todos nosotros, al grito de, Adrian!, para ver cuál de las rocas será la definitiva.
Segundos fuera.