Carlos Battalglini
Existen nombres bonitos como María de los Ángeles, politburó, fiebre amarilla y luego hay una ciudad llamada Estambul. Aquí, en la antigua Constantinopla, se puede continuar una vez más la ruta turística: Mezquita Azul, Hagia Sofía, Gran Bazar o uno se puede perder por el barrio Han y perseguir la oscuridad.
La mayoría rememorará un hermoso paseo en barco por el Bósforo, la inolvidable visita al pastel de mármol blanco o palacio Dolmabahçe, el placer del baño turco; pero alguien se acordará de un papel sucio que sobrevolaba las aceras, del humo cifrado que despedían los ferries, de un paño blanco que limpiaba un cristal en la avenida Istiklal hace años, y también ese alguien se acordará cada mañana sí, de la lluvia. Escucha ¿Qué habrá sido de ese papel? ¿A dónde se habrá dirigido ese humo caprichoso? ¿Respirará aún ese trapo? ¿Alguien sabe por favor, donde se esconde aquella lluvia?
Casi todos se acostarán a las once, a las doce ya será muy tarde, pero habrá uno que abrirá la puerta en plena madrugada y saldrá a pasear en la noche redonda. Será el mismo que odiará una noche más su ciudad, a sus vecinos, a su propio ser. Una noche más odiando todo eso que se ama.
Al día siguiente puedes intentar desayunar y encontrarte con una madre que te diga que tú no has nacido en París, que tú no eres francés, que tú no puedes ser artista, que eso es cosa de los europeos, que tú eres turco y que tú estás destinado a sufrir. Al día siguiente, después de desayunar, puedes hacerle caso o puedes ponerte a pintar hasta la madrugada, retirarte a leer a Dostoyevski o a Mann y decirle muy bajito a esa angustia liberadora, “que nadie sepa que nos amamos”.
Se puede seguir asistiendo a clase, estudiando una carrera que sólo contribuirá a la causa de los suspiros, al género agrio de la frustración o se puede optar un buen día por cambiar de ruta y decirse, “lo estoy haciendo, lo estoy haciendo ahora”. Entonces puedes perseguir papeles, retener las millonarias expresiones de una baldosa, fijarte en las aletas de una nariz que no verás nunca más, acariciar un cristal, seguir el guillotinado destino de unas tijeras, saber que un barco puede llamarse Caminos.
También es hasta posible auscultar el diccionario y escribir en un poema palabras como lacustre, nemotecnia, reata o negligé, o se puede llamar al cielo, cielo, a la luz, luz, y a la oscuridad, compañera.
Mira. Se puede querer ser Nerval, Gautier, Lotti o Flaubert, y al mismo tiempo querer reencarnarse en Ahmet Rasim o en Abdülhak Sinasi. Se puede dudar cada mañana tras abrir los ojos entre mirar a Occidente o permanecer en Oriente, he ahí Turquía. Se puede sacar pecho y recordar que existió el imperio Otomano o se puede echar de menos una Torre Eiffel en el barrio de Beyoglu. He ahí Turquía.
Se puede saber qué es el hüzun, o se puede comprender los domingos. Se puede seguir tomando çai, o se puede denunciar la barbarie sufrida por los pueblos armenio y griego en tierra anatolia.
Se puede subir un escalón de granito y descubrir unos ojos celestes ocultos bajo un burka o se puede saltar en un concierto punk. He ahí también Estambul.
Y ahora. Puedo abrir un libro pensando que es una novela y encontrarme con un latido imparable de nombre “Estambul, memorias y la ciudad”. Puedo esperar que me hablen de un viaje a través del Bósforo o de una visita a la torre Gálata y encontrarme por el contrario con un hombre que decidió abrazarse a lo recóndito.
Es el mismo Orhan Pamuk que nos muestra a todos un nuevo mundo, es el mismo Orhan Pamuk que un gran día le dijo a su madre, “está bien mamá, no seré artista. Voy a ser escritor”.