La noche con Orgalia
Para Eduardo Mitre
Al llegar a su casa y llamar a la puerta, un latón negro clavado en un marco desvencijado de madera podrida, pensé que algo no marchaba bien. Nadie contestó. Luego percibí, con los oídos más aguzados por la inquietud, que de adentro, desde el único cuartucho que está al fondo de la cancha amurallada, venía un rumor de vociferaciones y llanto. Volví a llamar más fuerte, esta vez con la ayuda de una piedra. Alguien se acercaba. Miré el cielo siempre tan bello, tan espléndido y abierto, en las noches de otoño: pléyades y constelaciones exhibían su rutilante exaltación a los habitantes de la Tierra que tuvieran la osadía o el candor de levantar los ojos del suelo.
—¿Busca a Orgalia? —dijo el hombre que me abrió la puerta.
—Sí, ¿cómo está usted? —respondí al reparar, en la claridad de la noche iluminada por el cielo fulgurante, sus ojos humildes, de niño avergonzado.
El hombre no contestó. Sin decir palabra, dejó la puerta libre y se puso a caminar. Sus ojos buscaban algo en el suelo cubierto de hierba, querían distraerse siguiendo algo que no veían. Se detuvo como sin querer y, después de un momento en que pareció que recién pudieron llegar mis palabras a sus oídos y a su cerebro, se detuvo, volvió sobre sus pasos, clavó sus ojos en los míos y me dijo a boca de jarro, como si me escupiera su vergüenza:
—Orgalia se ha ido, se ha marchado de casa.
Me quedé perplejo. Miré a su padre que me ocultaba el rostro quizás para que no viera sus ojos llorosos o, simplemente, irritados por la impotencia y la rabia.
—Orgalia —dije por decir algo, sin saber qué otra cosa comentar.
—Se ha ido a la capital o a cualquier otra ciudad —dijo su padre.
Recién advertí el frío que hacía. Esto comunicó un sacudón involuntario a todo mi cuerpo. Metí las manos en los bolsillos de mi pantalón y me puse a mirar el suelo, a un insecto invisible, clavado cerca de la débil sombra que daba mi cuerpo; en la misma actitud que había tomado el hombre anteriormente.
—Esta es la segunda vez que huye…, que se va quiero decir —dijo el hombre—. Esta vez no iré tras ella para traerla a la fuerza, como lo hice antes… Cada uno se hace su vida, creo yo, ¿verdad? Yo no puedo obligarla a seguir una vida decente…, pobre pero decente… Usted sabe que lo que gano como albañil no alcanza para nada; pero, al menos está la dignidad, el respeto…
El hombre se calló, de improviso, cuando yo esperaba todavía sus palabras, sus divagaciones. Una especie de monólogo furioso, escupido con impotencia y rencor.
De golpe se me presentó Orgalia. Al frente se extendía el terreno sembrado, desde siempre, de maíces que, en esta época del año se ponen amarillos. Las hojas, largas y lánguidas se agitaban con cierto ritmo, movidas por una ligera brisa que levantaba sonidos traviesos, como tímidas y pueriles palmadas; eran como un infructuoso telón al croar de las ranas en el arroyo cercano: una invitación a que fuéramos tras ellas; y, por supuesto, también la voz de Orgalia; el murmullo de sus palabras al oído mientras tomaba mi mano:
—Vamos. Cogeremos muchas ranas esta noche.
—Pero, ¿para qué? Me dan pena esos animalitos; además, son tan…
—Es para venderlas a un gringo. Dice que se las come.
—Me da asco… Deben ser feas.
—Eso no te debe importar. Nosotros las cogemos, y mañana iré a venderlas y te daré tu parte del dinero cuando vuelvas a la noche.
—Me apretaba más la mano cuando cruzábamos el inmenso maizal, con las ásperas caricias de las hojas en nuestros rostros, nuestros brazos: las manos largas de sujetos, pacíficos y fríos, de otros planetas, bajo la luz blanca de la luna.
En medio maizal se desprendía la mano tibia de Orgalia. Ella avanzaba, impulsada por el ansia, con una carrera loca. Siempre llegaba primero al arroyo; pero, las ranas no parecían advertir su presencia; pues, apenas me asomaba yo, el coro alborotado, bullanguero y festivo se callaba, como los niños en la clase cuando se presenta el maestro. Podía ver un dejo de reproche en la mirada de Orgalia, pues se hacía más difícil localizarlas si permanecían mudas. Yo quería decir algo para disculparme por mi torpeza, pero ella me tapaba la boca con su mano tibia y acariciadora.
Teníamos que permanecer sin movernos, casi sin respirar, hasta que la más arriesgada e impaciente de las ranas se pusiera a cantar para llamar a su compañera. Entonces, Orgalia se abalanzaba, y a mí me entraba un poco de lástima el canto roto en lo mejor de su euforia.
Después de un rato, el vestido de Orgalia (una bata de un género simple) estaba mojado por entero.
—Pescarás un resfrío —le decía.
Ella no reparaba en mi advertencia. Seguía, frenética, su tarea de cazadora nocturna. (Los cuerpos húmedos, algo pegajosos, los depositábamos en una bolsa que ella tenía en la mano izquierda. En el interior bullía un cuerpo nuevo que me producía un sentimiento entre el miedo, la compasión y el asco.)
—Ya son suficientes. Ahora vamos a casa a contarlas —decía cuando sopesaba el bulto bullente de una vida amorfa, destinada a desintegrarse.
Mientras volvíamos, la luna iluminaba el cuerpo de Orgalia, sus trenzas húmedas y sus ojos brillantes cerca de los míos. Alargaba la mano para tomar la suya, húmeda pero tibia, casi calurosa.
En su casa, sus hermanos menores se despertaban cuando una de las ranas lograba zafarse de la bolsa y saltaba hasta el rincón donde dormían, apelotonados en el suelo como cachorritos friolentos. Sus padres nos miraban casi con indiferencia, y solo por respeto a mí, a lo que representaba, no la castigaban por llevar su pobre bata en ese estado.
—Ven mañana, a la misma hora y te daré la mitad de lo que me pague el gringo —me decía Orgalia a tiempo de darme un beso en la mejilla como despedida. El beso me acompañaba en todo el trayecto de regreso, pegado como un pétalo tibio; desaparecía apenas abría la puerta de la casa que daba al vestíbulo iluminado y empezaba a dar algunas explicaciones incoherentes por mi retraso a mi madre severa.
Algunas noches no volvía a la casa de Orgalia porque a mis padres se les metía en la cabeza la idea de que no estaba bien eso de ir a lo de la hija del cuidador de nuestros terrenos.
—¿Sabe su señora madre lo que pasó la vez anterior con Orgalia? —me dice, al fin, el padre de ella.
Niego con un movimiento de cabeza que no sé si el hombre alcanza a ver desde donde está, ahora que la luna ha sido cubierta por nubes espesas.
—Claro, la señora le habría prohibido que venga —dice el hombre.
No le respondo. No puedo comentar nada porque escucho nuevamente el croar de las ranas y el batir de las hojas secas del maizal bajo el brillo de la luna llena, que se ha levantado justo encima de la choza de Orgalia y empieza a elevarse, con su majestuosidad de reina orgullosa e inalterable, en la noche estrellada.
—Ya no volviste más —me dice Orgalia.
—Me enviaron a estudiar al extranjero —le digo y le tomo de la mano.
—No dijiste ni pío… Te fuiste sin decir nada… Desapareciste todo un año y no me enviaste ni siquiera una cartita —dice ella y retira sus dedos de los míos.
—Vamos a coger ranas —digo por decir algo.
Ella tiene la mirada oculta. Me da la impresión de que llora en silencio. Me acerco y le acaricio el cuello. Hemos crecido ambos, pero yo más que ella. Ahora apenas me pasa el hombro. Le tomo el mentón para levantar su rostro y mirar sus ojos negros; pero ella hace fuerza y se queda así, obstinada, sin mirarme, durante un largo momento.
—Qué estudias —dice al fin, sin ningún tono en su voz.
—Filosofía y Letras —respondo, sin lograr conferir a mis palabras la sonoridad y el énfasis que siempre impresionan a los que me escuchan y les hace fruncir el ceño entre respetuosos y solemnes.
—Debe ser algo interesante —comenta Orgalia y se interna en el maizal seco.
La sigo sin responder. Después de un momento empiezo a hablar de otras cosas: de mis experiencias en el país extraño, de mis impresiones y recuerdos. Le digo que la extrañaba mucho. Ella sigue su camino, imperturbable; no parece prestar atención a mis palabras que se desvanecen en el murmullo de los aplausos inútiles, vanos y absurdos de las hojas secas.
—¿Y cómo te fue con las chicas? —me pregunta de sopetón.
Me callo. Ella se ha parado. Los tallos de los maíces son más altos que nosotros; sus sombras casi nos cubren por completo. Cuando una ola de brisa los mece, nuestras cabezas emergen apenas como si las sacáramos de un pantano betunoso, oscuro y denso que amenaza por anegarnos por completo. La tomo de los hombros y hago fuerza para volverla, pues sigue de espaldas, y hablar de cerca, observar el brillo de sus ojos, el rictus de sus labios carnosos.
—Yo también he tenido mis experiencias —dice y se suelta con brusquedad. Sus ojos eluden mi mirada ansiosa.
Me quedo clavado en el suelo mientras ella continúa hacia el arroyo. Pienso que ahora hay algo que nos aparta y nos coloca muy lejos a uno del otro, una masa más densa e inmisericorde que la sombra que envuelve nuestros cuerpos adolescentes, una materia imposible de verla y palparla, pero que se ha metido entre nuestras vidas, y que nunca podremos vencerla, quebrarla o apartarla, para ir nuevamente a coger ranas o, simplemente, para correr juntos por el maizal y el campo húmedo bajo la luz de una luna nueva, complaciente como antaño.
—Las ranas —digo y señalo con la cabeza el arroyo próximo, desde donde nos llega su invitación festiva, risueña.
—Ya no podremos ir más —me dice y vuelve a su casa a la carrera, sin que yo intente siquiera alcanzarla.
El hombre da unos pasos hacia mí y me tiende su mano callosa, de obrero manual, para decirme adiós.
—Usted es como su señor padre —me dice—. Creo que él entendería todo; pero, por favor, no le diga nada a su madre, no querrá que siga a cargo del cuidado de sus terrenos y ahora los alquileres están muy…
—Pierde cuidado, Miguel —le digo—. Era, soy amigo de Orgalia…
El hombre me da un apretón enérgico y se entra al enorme coto sin trancar la puerta.
Camino despacio. Tengo deseos de ir hacia el arroyo y ver, si es posible, una ranita al menos. Dudo por un instante; pero, la magia de la luz blanca de la luna y el brillo amarillento de las hojas sonrientes, murmuradoras es algo más que una invitación. Además, después de internarme un escaso trecho, Orgalia está, nuevamente, junto a mí, como siempre. Me sonríe. Su cuerpo es más grueso aunque sigue con el cuello delgado, un poco largo. Su cabello ya no está sujeto en trenzas a los lados, sino que va como una melena, densa que adquiere por algunos instantes, según el ritmo de su marcha, un tinte acerado, de agua de estanque tranquilo. Los dedos tibios de su mano derecha se trenzan a los de mi izquierda.
—¿Otro año en el extranjero?
—Sí, el tercero.
—Saldrás todo un genio.
Su sonrisa es la de siempre, la de la niña que celebraba la caza fructífera. Siento el impulso de abrazarla y acercarla a mi pecho como antes. Ella no opone resistencia alguna. Sus ojos parecen, sin embargo, recién enjugados de lágrimas frescas.
—Las ranas… ¿las oyes? —dice.
—Sí, las ranas —digo; pero, ellas, al sentir mi presencia, como siempre, se callan. Me detengo al borde del arroyo. Me deben estar espiando, con sus ojos grandes, sobresalientes, para ver que me aleje y, entonces, ponerse a cantar toda la noche.
—El segundo año no viniste —me dice Orgalia, aunque no percibo ningún matiz de reproche en sus palabras.
—Sí, vine… Pero, tú te habías…
—Calla… Sino las ranas no cantarán nunca.
Empiezo a alejarme del riachuelo. Cuando estoy lo suficientemente lejos, me llega el canto nítido, de cristal y plata, de las ranas. Llego frente a la casa de Orgalia. Ya nadie discute adentro. Pienso en que, finalmente, les venció el sueño y la resignación. Sin embargo, me quedo todavía un momento más porque no quiero irme antes de ver salir, por la puerta estrecha de latón viejo, a la niña descalza y vestida con una bata simple de tela delgada y ordinaria que viene a mi encuentro, me toma de la mano y me dice al oído que me esperaba, como siempre.
—Porque para cruzar este campo tan triste y solitario, ir hasta el arroyo y atrapar las ranas se necesita ser como somos ahora: zambullirnos sin mucho ropaje ni miedo en el maizal y la sombra acogedora, tomarnos de las manos de niños y no creer nunca, nunca, que la luna no saldrá para alumbrarnos el sendero —dice Orgalia mientras su imagen se va desgranando, poco a poco, y quedar confundida con la sombra de los maizales que ya no existen en el presente.
(De Antología de cuentos extraordinarios de Bolivia, de Adolfo Cáceres Romero y Homero Carvalho Oliva)
Renato Prada Oropeza (Potosí, 1937) Doctor en Filosofía, escritor y periodista. Miembro del S.N.I. Nivel III, Director de la revista Semiosis (1978—2007) y fundador de la Revista Amoxcalli. Autor de varios libros de teoría literaria, hermenéutica y semiótica. Entre los últimos: Los sentidos del símbolo I (1990, UV), Los sentidos del símbolo II (1998, Iberoamericana Golfo), Literatura y realidad (1999, F.C.E/UV/BUAP), El discurso—testimonio (2001, UNAM), Hermenéutica. Símbolo y conjetura (2003, Ibero/BUAP), La narrativa de la revolución mexicana. Primer periodo. (2007, Universidad Veracruzana/UIA Puebla), Los sentidos del símbolo III (2007, UV) y Estética del discurso literario (libro en trámite de publicación). Publicó siete novelas: Los fundadores del alba (Premio Casa de las Américas 1969), El último filo (1975, Planeta, Barcelona; 1985 Plaza & Janés, Barcelona; y 1987, Arte y Literatura, La Habana). Ocho libros de cuentos, entre ellos: Los nombres del infierno (1985 Universidad Autónoma de Chiapas), La noche con Orgalia y otros cuentos (1997 Universidad Iberoamericana y Universidad Autónoma de Tlaxcala), A través del hueco (1998 UNAM, Col. Rayuela, México).