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Recuerdos

Claudio Ferrufino-Coqueugniot

Refrescante releer Veinte autores rusos del siglo XX de don Augusto Guzmán. Me lo regaló, autógrafo, una mañana de 1988, no mucho después de que mi amante anglosajona, festejando enero, me entregara Kyra Kyralina.

Estudio de su casa en la avenida Oquendo. Presente nuestra rica conversación, mayormente literaria. Un año después me fui del país y no volví a verlo. Rememoro sus paisajes del machu yunga en su libro La sima fecunda. Me asocio a él por las tradiciones familiares en los yungas de Vandiola, Tiraque, en donde mi abuelo y sus hermanos trabajaron en el acopio de coca de Santa Rosa, corazón del monte. Mucha historia ha corrido desde entonces. Lo de don Augusto sucedía en Arepucho, si mal no recuerdo, yungas de Totora. Como fuere, geografía tan ligada a nosotros, vanamente especulada con el arribo de los profetas falsos ávidos de dólares, los que dejaron tras sí destruidos bosques de coca antigua, árboles que debieron haber sido  patrimonio histórico nacional. Jefazos de tres por cuatro, alimañas que traen los procesos fallidos.

Bueno, con eso estamos, mejor recordar a don Augusto en su patriarcal biblioteca, mostrándome preciosidades bibliográficas con gentil bonhomía, esa que quería impulsar a un autor joven a continuar en el fatídico empeño de escribir. Escribió un prólogo para un libro mío que jamás se publicó: Diario en cinco y epílogo, controvertidas aproximaciones personales a los impulsos del amor y a las bofetadas del otro. ¿Quiénes las cinco? Gloria, Elisabeth, Elke, Francine y la quinta que al menos esta noche se hizo difusa, se escondió debajo de los peldaños de la lluvia. Allí no puedo alcanzar sus guiños y sus lágrimas parecerían granizo.

Volvamos a los rusos de don Augusto. Había olvidado que en él, en estas páginas, aprendí por vez primera el nombre de Nina Berbérova. Fue en La Habana del 2009 que compré un librito suyo que resultó joya literaria: Zoya Andreyevna; me impulsó a leer todo lo que pude de esta notable autora crecida en la inercia del exilio, esposa y viuda del poeta Jodasévich. Paseaba yo por Montparnasse y Montmartre indagando acerca de tumbas rusas, la emigración blanca que juntó a aristócratas, literatos, terroristas y campesinos. No pude encontrar el sitio en donde estaba Majnó. Todavía lo haré, el tiempo permanece intacto para las ganas. Y Merezhkovsky. Y Zinaida Nikolayevna Gippius, a quien retrató León Bakst.

Nombra a autores que desconozco, obras que no he leído ni visto alrededor siquiera. Tiniánov, por ejemplo, Olga Forsh, Shmeliov, Leonid Lench, Chirikov. Tanto por leer, descubrir. Tal vez nunca llegue. Están algunos de mis favoritos: Babel, Zoschenko, Bunin, Sologub. La monumental trilogía de Alexei Tolstoi que menciona bajo el título de Camino de abrojos y que yo conocí como Tinieblas y amanecer de Rusia. Junto a esos volúmenes me nutría de historia, la desventurada saga decembrista, la famosa “ida al campo” de los populistas rusos, sus organizaciones que enseñaban mientras a su vez ejercían el terror contra la clase dominante. Nisan Farber, el Bund judío, Vera Zasulich. En mi cabecera, Bakunin y Herzen. Si extraño esas épocas… En este momento, sí, apenas cayendo las nueve tarde, con perros ladrando. Aullarán luego a la hora de los fantasmas. Decían: aúllan porque ven lo que no vemos, las ánimas que en cierto espacio del silencio pueblan colectivas las calles, se sientan en bancos, conversan con sus amados, huelen blancas flores de azahar. Después se retiran calmas y se cubren con sábanas de granito, mármol, concreto, ladrillo, adobe, cada quien con cada muerte. A la intemperie más que asemejarse unos a otros espectros, son iguales en general. Miraba, y quiero verlo de nuevo, el camino que lleva de Kharkiv a Belgorod. Llegará el día en que los zares perezcan para eterno, los caciques del trópico enfermo, los anaranjados mesías del norte. Está en los libros, lo versificaban Stefan George y Nikolai Ogarev, el mismo Nietzsche que mataba a todos.

Me sorprendo cómo apenas recordando un encuentro inolvidable con un maestro comienzan a salir tantas cosas. Agoto dos vasos de agua clara; no es vodka porque el vodka labriego tiene casi el color del pastís. Anís del mono tomábamos cuando no había dinero y vomitábamos el alma entera al día siguiente. No deseo ni pensarlo. El único anís que aguanto son las semillas que introducen en las humintas supuestamente para ayudar a digerir. Fuera de eso, el aroma en cuestión me hunde en abismo. Aunque de Tarbes trajeron los padres de Pedro ciruelas pasas remojadas en pastís. Falso, en armagnac.

Avenida Oquendo. Los rubios primos Ferrufino vivían por allí. Nosotros lo hicimos en la Paccieri, de donde Elena, Armando y yo nos escabullíamos para traer a la tina de casa peces gato llamados such’is y diminutos sapitos, ambos extintos. Del todavía hermoso río Rocha. Los padres no estaban contentos y había que deshacerse de los animales rehenes. Poco me acuerdo. Cerca de allí vivía la francesa más bella que nunca existió.

En una noche de Navidad, con media botella de vino barato, sugirió que habiéndola contemplado yo por diez años ella había sucumbido a mi misterioso hechizo. Abrió los ojos y estaba yo. Magia fascinante, fabulosa.

Nueve cincuenta y siete ya. Ni rastros de gotas en las ventanas.

Sholojov… ¿El mismo río Don de Nabokov? El tío Hugo ponía en su flamante grabadora Akai bellísimos coros de sus cosacos. Leía con voz de Chaliapin un poema que había dedicado al Che.

Por allí paseamos tú y yo; tú, francesa más bella que la Marsellesa arrastrando la bicicleta Hércules de talla mayor. Que cómo se te ocurrió enviarme un verso de Apollinaire, demandas. Casi envío uno de Desnos, contesto. La misma bicicleta que dejaste en una piscina amiga para irte a caminar conmigo a los ceibos de Molle Molle y más arriba. Hojas de eucalipto azul cubrieron tu pecho, anochecía cuando el colectivo El Paso-Quillacollo nos amodorraba indiferentes a cualquier otra realidad. Lo que viniera poco importaba. Tenía tus manos, besaba tu cuello, apenas entendía lo que mencionabas de Roman Jakobson.

Don Augusto Guzmán, valga esta memoria. Con toques femeninos que, leyéndolo, sé que no le disgustarían. Puntos referenciales sirven para tejer narraciones. No olvido nada, menos a ellas y de cuando les contaba, agotado el amor, trágicas anécdotas de la estepa.

Avanza el viento a zancadas. Las cigüeñas se acurrucan en los altos nidos. Ícaro se acerca de nuevo al sol. Esta vez no se quema. Arranca un trozo de fulgor amarillo, lo moldea en estrella, lo cuelga de un árbol y lo abandona para que mejor te vea, pálida con un triángulo de sombra. Geometría.

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