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Real de Catorce

Maurizio Bagatin

Para llegar hay que travesar un túnel, bautizado Ogarrio, casi dos kilómetros y medio de oscuridad alumbrada con esporádicas antorchas a querosén, camino angosto para un solo vehículo a la vez, uno sale y luego otro entra, socavón de esperanza e ilusión, de fuga o de muerte también.

Pueblo fantasma y pueblo mágico. El nombre fue tomado de la palabra Real, por sus minas de plata, y 14 de los catorce ladrones que se escondieron en este lugar. Magia fantasmal del pasado colonial. Entre los campesinos que hacen cola frente la iglesia de San Francisco de Asís, Santo también conocido como «Panchito» o “El Charrito”, hay quienes levantan banderas del PAN, el Partido de Acción Nacionalista que llevará al poder al ex gerente de la Coca-Cola, Vicente Fox, otros entrando y saliendo de la iglesia muestran satisfacción o cólera, las mujeres tapan con velos recamados sus penas y sus tristezas. El Santo es el responsable de las buenas y de las malas. Entras a la iglesia y el olor a incienso se confunde con el perfume a tortillas y chile, la fuerza mística con el poder de lo terrenal, también viceversa. Un fiel se agacha de rodilla y se quita el sucio sombrero, mira atrás y a los dos costados, nadie interfiere su plegaria, mueve las manos, levanta la cabeza y vuelve a fijar la mirada hacia el Santo, le dice que no cumplió: “¿Panchito porqué dejaste que los coyotes se los lleven a mi hijo?”, y sigue: “¡Te pedí que lo dejes cruzar, y no me has cumplido!”. Se levanta y se acerca a la estatua del Santo, agarra “El Charrito” y con un mínimo esfuerzo, desapercibido por todos los presentes, le da la vuelta, ahora su cara está mirando la pared, San Francisco de Asís no cumplió cuanto le había pedido el campesino de San Luis Potosí y así ahora debe sufrir el castigo. Una mujer se aleja perpleja y otra llorando, las más jovencitas miran y asimilan, comprenden, mañana tal vez llevarán un cirio, al salir compran una medallita de plata con la efigie del Santo y desaparecen detrás de la pared de la iglesia. Enrico, es originario de Perugia, ciudad ubicada en el corazón de Italia. Es uno de los personajes del lugar, se sienta frente el sol pálido del invierno en las gradas que llevan a la iglesia, observa el lento paseo de turistas y fieles, se pierde en el pasado erosionado, mira lo que está a su alrededor, recuerda su Perugia, el polvoso, el cálido, el ocre y el soñoliento de su arquitectura. No hay descripción, hay solo su ojo y su memoria, el ayer con perizoma, arco y flechas por las calles angostas de la ciudad, las tantas guerras contra Asís, la del santo que justo detrás de él ahora… contra Spoleto, contra Arezzo…, refugios de Papas y a su padre, ayer Prefecto de la ciudad, luego el olvido, tal vez un viaje, el único viaje en búsqueda de sí mismo.

Enrico nos invita a su casa, una cueva neolítica, una casa como I sassi de Matera, él y su compañera nos preparan unas tortillas de maíz azul, yo salgo y voy a conseguir un poco de queso fresco -la despensa se presenta vacía y algo hay que añadir a las tortillas- y vuelvo con algo de porotos negros y una botella de cerveza XXX, compartimos el almuerzo y hablamos. Nos cuenta su historia, un día alguien podrá hacer un guion para el cine, la historia de aquel chico de la clase media burguesa de Perugia, hijo del Prefecto de la ciudad, que pasea con perizoma, arco y flechas por la ciudad del grifo, hasta la búsqueda de su identidad, entre Huicholes, peyotes y tarahumaras. Nos despedimos y le pregunto que desearía que les mandemos desde Italia, con su profunda mirada, nos dice “un salame de Norcia, son de los mejores”.

Doña María es muy anciana, sus hijos son guías turísticas del lugar, con una vieja Toyota Land Cruiser llevan los yippies hacia el profundo desierto de Wirikuta, ceremonias de Huicholes y hasta más adentro donde los Wixárika. Doña María se mantiene alquilando cuartos y cuartitos a los turistas que sus hijos, en calidad de Cicerones, llevan a la casa. El costo del alquiler no incluye el agua caliente (calentando tinas de agua al sol), es aparte. A las 4 de la madrugada, no importa si es invierno o verano, ahí hace siempre frio, ella se levanta y empieza sus trajines de cocina, encender la estufa y preparar las tortillas, en un molcajete preparar el mole; entrabas en la cocina y te invitaba un café negro tan rico que no podías evitar de pedirles siempre un poco más. Un día nos prometió prepararnos el Mole Poblano, a las 3 ya oí sus pasecitos andar por la cocina, miré por la puerta entreabierta y dándose cuenta, me hizo entrar, me contó varias leyendas sobre el plato más conocido de México, de cómo le gustaba a Pancho Villa y a Emiliano Zapata y no a Magón, de cuantos ingredientes en realidad debería tener, de las tantas historias y leyendas que este plato engendró: amores, traiciones, revoluciones y muertes. El liróforo aquí es un artesano del sur más profundo, lo llamamos el chapaneco loco, viene de Tuxtla Gutiérrez, sus padres siempre le decían que era loco y él se lo creyó, hasta volverse loco. Era de los locos buenos, compartía todo lo que tenía sin pedir nada a cambio, con las semillas se inventaba todo tipo de artesanías, llaveros, collares, brazaletes, lograba escribir el nombre de alguien en una semilla de arroz, en la de maíz podías leer una poesía de Machado, en una de calabaza estaba grabada una estupenda frase del Chilám Balán: “Toda luna. Todo año todo día, todo viento camina y pasa también. También toda sangre llega al lugar de su quietud”.

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