Oscar Seidel
Miré el reloj de pared que se encontraba al final de aquel largo pasillo, eran las 2:25 p.m. de un martes de 1975, que nunca se me olvidaría porque en cuestión de minutos mi vida iba a cambiar para siempre. Una gota de sudor frío recorría mi frente como realizando un peregrinaje lleno de angustia y sufrimiento, que luego caería en un vuelo casi eterno al suelo de aquella sala penal, mientras esperaba la sentencia.
— ¡Culpable! —Era en lo único que podía pensar…
Era uno de los peores veranos en los últimos cincuenta años en este pueblo, no llovía hacía más de tres meses y la temperatura en la sombra alcanzaba los 42 grados centígrados; el único ventilador del recinto se había jubilado hace unos días convirtiendo el sitio en el mismísimo infierno. Mi madre, Doña Margara Olmos, me obligó a usar un frac que según dijo me “haría quedar mejor presentado ante el juez y dar una buena impresión al jurado”. Por obvias razones no teníamos el dinero para comprar uno nuevo, así que el frac fue prestado por un primo, quien pesaba unos 15 kilos menos que yo, y no podía abotonarlo completamente.
— ¿Culpable? —Era lo único que podía pensar…
Intentando aliviar un poco la terrible ansiedad de la espera, empecé a rodar entre mis nudillos una moneda antigua que me había regalado mi padre al regresar de la Guerra Civil. Según afirmaba mi viejo, Don Juvenal, la moneda era de buena suerte, y lo había salvado de mil cuatrocientas cincuenta balas, treinta granadas, dos morteros, y una jauría de perros con ojos rojos y enloquecidos, que fueron entrenados por el bando sublevado para destrozar la hombría de los rebeldes.
— ¡Todos de pie! exclamó el policía.
Era inevitable, el ambiente estaba impregnado con un olor a miedo, sudor y muerte. Los acusadores querían verme destrozado, no era suficiente con una fuerte condena, necesitaban un cadáver. Mi corazón me recordaba esas lavadoras eléctricas viejas que se tambalean y tambalean con un ruido infernal a punto de desbaratarse en mil pedazos. Me sentía ahogado, y no soportaba el nauseabundo sentimiento de perder toda esperanza.
— ¡Culpable! ¡Culpable! —Era lo único que podía pensar…
—Serán 10 años — pensé — ¿Creo que podría soportar 10 años, quizás 15?
— ¿Será cadena perpetua? — ¡No! — No lo podría soportar.
— ¿Acaso inocente?
— ¿El jurado ya tomo una decisión? preguntó el juez
— ¡Sí! — respondió Don Juanito Astorga.
Don Juanito, un veterano de la Guerra Civil, de unos 85 años, quien era el único jurado que realmente tomaba las decisiones, pues estaba interesado en “velar por la moral y decencia de la comunidad”, como el mismo solía decir. A los demás solo les interesaban las cuatro monedas que les pagaban al hacer parte del jurado. Aparentemente nadie tenía el tiempo para perder en discusiones inútiles con “el viejo testarudo”, así que dejaban que el tomara la decisión para salir del lugar lo más rápido posible.
Según cuentan en el pueblo, Don Juanito fue mano derecha de El Caudillo en la dictadura. Había sido un personaje importante en su época, y alguna vez conoció a El Duce en una reunión privada en Nápoles, y tomó té con El Fuhrer en varias ocasiones en Berlín en el año 39. Ahora, viejo, encorvado y viviendo de historias de gloria que a la mayoría le aborrece escuchar, dedicaba su tiempo a ser jurado, y a perseguir jóvenes de 11 y 12 años para satisfacer cierto deseo reprimido.
Don Juanito tenía fama de mano dura. Se decía que de 88 juicios en los que había participado, todos habían sido declarados culpables, y la pena de muerte había sido aplicada a 41 acusados de terrorismo y bandolerismo. Así que era un hecho la decisión que tomaría el maldito fascista. Toda mi vida había sido así, luchando contra un destino que no puedo cambiar. Siempre me tocará perder, soy solo una versión patética de Edipo, queriendo cambiar un destino que ya ha sido escrito.
— ¡Culpable! — ¡Culpable! — ¿Culpable? — Era lo único que podía pensar…
—Por favor lean el veredicto— dijo el juez
Y así, empezó de forma tenebrosa y con un timbre de voz algo extraño, el secretario del juzgado empezó a leer el veredicto: “Por la acción terrorífica de colocar una carga explosiva a la Alcaldía, y el atentado a mano armada a un gendarme, se encuentra al acusado Germán De La Vega…”
Mi vida se tambaleaba por una cuerda floja. Solo le rogaba a Dios que la condena no fuera más de 10 años en prisión. Intentaba mantener la compostura, pero no podía evitar que mis rodillas y mis manos dejaran de temblar, y finalmente perdí el control de mis esfínteres, y mojé los pantalones al escuchar… “¡Culpable!”
—Se le condenará a pena de muerte y será ejecutado en 48 horas por medio de fusilamiento público —exclamó el policía.
Sé que había mucho ruido, alegría y júbilo en la sala, pero yo no escuchaba nada, todo era un espantoso silencio para mí. Di un gran suspiro, le di la mano a mi cliente Germán De la Vega, mirándolo a sus grandes y opacos ojos azules, le ofrecí disculpas por perder el caso, mientras el policía se lo llevaba en su custodia. Antes de salir del recinto volví a mirar el reloj de pared que se encontraba al final del pasillo, eran las 2:55 pm.
—Me quiero quitar este frac—Fue lo único que pude pensar…
Esperaba llegar pronto a casa para tomar un largo baño y fumar un cigarro. Debía prepararme para ganar el próximo caso, pues como abogado sé que “cliente muerto no paga sus deudas”, y la verdad es que tengo que comprarme mi propio puto frac.
Coautoría: Mauricio Rebolledo Medranda