Uno de los mitos casi constitucionales de la nashón (es un término del Papirri) es el del pueblo inocente, Gobierno bribón. Por ejemplo, un grueso de los que antes ensalzaban a Evo & Co., reprendían a escépticos y críticos, hiperbolizando la épica y las gestas que venían. Después acabaron por admitir tácitamente –lo nuestro no es la disculpa pública– que fueron un clan de incautos o un jardín de infantes (con perdón de Mafalda, Felipito, y de los talentos de los enanos, como la intuición). Lo delata su actual –otra vez afiebrado– enfado por el mismo Gobierno que adoraban, que igual cargaba al inicio halcones insensibles a los pajaritos y a la humanidad.
Y eso que es verdad que en 2005 tampoco había alternativas de redención histórica a la mano. Así que es difícil conjeturar no los bienes, sino los otros males que habría causado frenar la ola que trajo al MAS consigo. Claro que diferente habría sido acoger los cambios necesarios sin surfear con delirio la ola, para no entregarle a Evo & Co. más poder del preciso.
Como las cosas no son como queremos sino como son, parte de los que soplaron a favor del carácter originario de la Constituyente y contra la “sandez” de insinuar siquiera el respeto a los dos tercios, hoy se quemaría a lo bonzo por que se observe otra regla, la del referendo del 21F. Será que, como rebatía el altanero colonialista Lord Curzon, su virrey en la India, a la reina Victoria: “Your Majesty, such is life in the tropics” (“Su Majestad, así es la vida en los trópicos”). Así lo recordaba con satisfecho y agudo cinismo un anglófilo amigo el otro día.
Obviamente que ajustar la vela ante el error es de sabios –o de livianos en el juicio–, y no es que tenga gran trascendencia la actitud de los fustigadores de cruce de manga de hoy, fans del Gobierno ayer, salvo porque denota una carencia nacional: la responsabilidad del elector, la del político y hasta la del inocuo opinador, por insustanciales y ligeras que sean las opiniones, las mías por delante.
Eso me lleva a lo que en tiempos de literatura política menos abstrusa se llamaba el estado de infancia política. Aquél que, por ejemplo, se contenta por segunda vez en 20 años con atribuir todas las miserias del Estado y la sociedad a una pandilla partidaria, real o no. Es que es más sencillo para la ira acumulada que mirarse el ombligo y encontrar basuritas.
Esto al margen de que la virtud, rara avis, no daña a ningún gobernante, incluso en exiguas dosis. El MAS lo olvida a conveniencia por su culto, también muy nacional, al líder audaz, al macho de pelo en pecho que no transa, y a su par, el operador político rapaz, orgulloso de eludir la estúpida moral del “vulgo”.
Un aprendizaje mayor que la actual fiebre y el concurso de quienes finalmente serán los nuevos libertadores de la patria, prestos a recibir los honores del caso, sería desconfiar alguito de la épica y ver las mejoras posibilistas que pueden inducirse en plazo breve en la comunidad. Sembrar pacientes la idea de que los acuerdos son triunfos, no traición. Tal vez así los vanidosos seductores darían paso en política a los humildes albañiles.
Para eso habría que dejar igual las fantasías que se guisan in the tropics. Una vía sería leer a nuestros intelectuales no en sus pasajes de calentura, ensoñación y orgasmo, sino en los del realismo, la cavilación amarga o el desengaño. Como al jaloneado Bolívar, que hace 200 años advertía en la Carta de Jamaica que nuestro problema es la inmadurez política.
Para Bolívar, salimos de la colonia en la “infancia permanente”. Por eso siempre quedó como posible gobierno una forma de absolutismo, disfrazada de republicanismo. En ese menjunje andamos aún. No por nada, 100 años después de Bolívar, el uruguayo Rodó le escribía a Arguedas que un título más justo (y quién sabe menos ofensivo) para su libro era “Pueblo niño”. Más caché sería pues practicar un escepticismo moderado como jarabe para el pueblo inocente. Le permitiría no encandilarse tan fácil y vigilar mejor a los vanos seductores y a las fiebres, in the tropics.