No deja aun de sorprenderme la importante cantidad de personas que dan por hecho que las rudas y crecientes disputas de dirigentes del Movimiento al Socialismo (MAS) no serían más que una teatralización pactada para desconcertar a bobos y que será descartada, cuando llegue la hora electoral.
Curiosamente, varios de los que denuncian la presunta farsa con la que se estaría apartando la atención pública de los grandes y verdaderos problemas nacionales son, al mismo tiempo, bravíos abogados de la existencia de “partidos políticos, sanos y vigorosos” que, ellos imaginan, serían la clave para reanimar a nuestra languideciente democracia.
La nostalgia por una democracia partidista, que ha dejado de existir hace cerca de veinte años en nuestro país, donde no pudo arraigarse en la mayor parte del transcurso de dos siglos de vida republicana, se sustenta sobre deseos e ilusiones, bastante alejadas de la experiencia vivida todas las veces que los partidos han ocupado el centro de la vida política nacional, como ocurrió entre 1982 y 2002.
El supuesto principal de esas suposiciones es que los partidos serían, por encima de todo, agrupaciones nucleadas en torno a claros y firmes principios, compuestas por militantes y dirigentes consagrados a buscar el bien común, como misión principal y sustento de su razón de vida.
Esa visión idealizada, superada ya a principios del siglo XX por pensadores como Max Weber que veía a la mayor parte de partidos, en Europa y el mundo, como “organizaciones patrocinadoras de cargos”, cierra los ojos a que en Bolivia y Latinoamérica, los partidos se inclinaron desde sus inicios por la vía del personalismo más secante (caudillismo), el uso corrupto del estado y sus bienes para satisfacción de los intereses de grupo y el sectarismo y la manipulación informativa como rasgos centrales de sus prácticas cotidianas.
Se trata en realidad de tendencias universales, cada vez más poderosas en el comportamiento de partidos políticos, pero, en todo caso acentuadas por la tradición movimientista de los mayores y más importantes partidos latinoamericanos, ya sea el PRI o MORENA en México, el peronismo en Argentina, el MNR o el MAS en nuestro país y el largo etcétera que sigue.
La profesionalización política, que anida en el corazón del sistema partidista, es en la región y nuestro país la ruta de ascenso social más rápida y eficaz, porque ha permitido el veloz enriquecimiento e inflación de prestigio y fama para los principales cuadros dirigentes, así como el cobijo de salario seguro y beneficios para la gran cantidad de militantes y “operadores”, quienes cobran su abnegación y entrega en las campañas con estas retribuciones.
Durante este último ciclo democrático esas prácticas se han robustecido, fortaleciendo sus aristas delictivas, de forma que la profesionalización política incluye verdaderos “posgrados” en asociación con bandas criminales, remate y liquidación de activos comunes de la sociedad, como las riquezas naturales, que han pasado a ser bienes centrales en la disputa entre organizaciones políticas y también dentro de ellas.
En las fases liberales y neoliberales, el control y remate de recursos naturales, el medioambiente y bienes estatales se restringían a grupos económicos pequeños que transaban con potencias extranjeras y transnacionales, mientras en las dos últimas décadas se ha producido una democratización de estas experiencias, al abrir la participación en los negocios a dirigentes de organizaciones sociales y no solo a los aparatos partidistas.
Cuando Morales Ayma salió volando del país en 2019, no se imaginó -y sigue sin terminar de comprenderlo hasta ahora- que el sentimiento de orfandad (vivido y sentido por muchos como una forma de traición) que sembró entre sus adherentes partidarios y también entre muchos de sus electores, se traduciría en las fisuras que ahora se manifiestan como pelea adelantada por quien será el próximo candidato de la única organización política nacional que existe en el país, frente a las apresuradas y quebradizas coaliciones en que se apoyan las candidaturas opositoras.
Esa fractura no es inventada o fruto de un guion, es lucha dura por mantener la vida y el sustento de los nuevos profesionales políticos del país. Que puedan lograr entendimientos más adelante, es propio del pragmatismo de la profesión, pero eso no anula la autenticidad de sus enfrentamientos. Y, menos que menos, sustenta esperanzas de que la recomposición y unidad de sus contrarios arroje una solución.