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Prima querida

Andrés Canedo / Bolivia

Me vine a este país, hasta tu casa, querida prima, escapando de mi marido. No, no me maltrataba físicamente ni tampoco psicológicamente, en el sentido estricto. Pero claro, todo eso depende de cómo se entienda. Lo que pasa es que él era, es, un degenerado; sexualmente, digo. Sí, ya sé que no soy ni nunca fui la madre Teresa de Calcuta. Fui más bien, en mi no muy largo recorrido, una experimentadora total, capaz de atreverme a casi todo. Pero digo, casi, no digo todo. Sin embargo, mi marido fue, es, un perfecto disoluto. Claro que eso lo fui descubriendo de a poco. Al principio fue una verdadera maravilla, pues me hizo practicar casi todas, las que mi no muy elástico cuerpo permitían, poses del Kamasutra. Era un maestro dedicado, con vocación de monje, con pasión de alucinado. Eso me gustaba, of course. Solíamos llegar a unos orgasmos capaces de desbaratar montañas, de generar tsunamis. Eran abismos de delicias, tormentas de exaltaciones. Y desde luego que no hubo orificio corporal en el que no hubiera experimentado. Debo confesar, sin embargo, que para mí eso no era tan nuevo.

Él tenía su cultura y sensibilidad. Su Biblia particular eran los libros del marqués de Sade y de otro montón de degenerados más modernos, cuyos nombres no recuerdo. Hasta le escribió algunos poemas, no muy logrados, a esas partes pudendas de mi humanidad. “Me crucifico en la luminosidad de tu vulva mágica”, decía uno de ellos, y desde luego, aunque fuera brutal o cursi, me halagaba, me excitaba el saber la exaltación que yo le despertaba. Tenía también caprichos extraños, berretines, como dicen los argentinos, y lo enloquecían algunos tangos lunfardos que se sabía de memoria. No entiendo cómo eso era posible, si en su andante vida había pasado por Buenos Aires, sólo un par de semanas. Y él que era un niño bien, descendiente de una familia acomodada y casi aristocrática, solía cantar con su voz de bajo, bastante bien entonada, “yo nací en un conventillo de la calle Olavarría, y me acunó la armonía de un concierto de cuchillos”. Pobre de él, si hasta he empezado a sospechar que no era muy macho y el único cuchillo que empuñaba, era el de cortar los filetes “término medio” que le servían. Pero toda esa maravilla, exceptuando esto último que te conté, duró unos dos meses en los que me exploró, valga la metáfora, hasta la glándula pineal.

Lo que luego empezó a suceder, fue el principio de la catástrofe. De tanto insistirme, logró convencerme de aumentar el número de protagonistas. Una segunda mujer, con la cual yo también debía actuar, no fue una mala experiencia. Las mujeres solemos ser dulces, tiernas, aun en los arrebatos de la pasión. Y para qué negar, que durante mi paso por la universidad, yo había tenido algunos juegos eróticos con mi compañera de cuarto, pero que no me produjeron heridas en el alma. No obstante con él, ante los frecuentes cambios en la otra parte femenina del equipo titular, ya me fue entrando una cierta repulsión, pero aguanté algunos de esos cambios en ese conjunto que sólo tenía como titulares absolutos a él y a mí. El resto, siempre eran diferentes suplentes. “Mi adorada princesa, creo que deberías experimentar con otro hombre mientras yo te protejo entre mis brazos”, me dijo un día, sin ningún tipo de preámbulos. Luego agregó: “Yo te lo daré a elegir, discretamente, claro, entre algunos de mis amigos”. Yo, por supuesto, me negué con fervor, pero como era justo, lógico, normal diría yo, la idea me excitó, me dio vueltas la cabeza, acarició mis ovarios, y como es de imaginar, acepté.

Le señalé con vergüenza, con auténtica timidez, uno de los que me fue presentando con el correr de los días. Llegada la ocasión, luego de unos intensos preliminares con mi propio hombre, él, pegado a mi espalda, me abrazó rodeándome el pecho, y yo abrí las piernas ante el otro y fue un momento de intenso placer, aunque mezclado de sensación de pudor violentado. Pero cuando el nuevo quiso explorar otras vías, yo me negué horrorizada. Mi compañero me protegió y le dijo al otro, simplemente, “Ya es bastante”. Cuando estuvimos solos, me dijo: “Me decepcionas. Eres una pequeña burguesita de mierda. Yo ya te tenía elegido para la próxima semana otro más poderoso”. Los siguientes días insistió con sus agresiones y no cesaba de decirme, “Burguesita, puta de vocación, pero carente de coraje para asumirlo”. También me decía otras cosas parecidas. Eso me produjo miedo. Me di cuenta que yo empezaba a ser apenas un juguete, un objeto de experimentación para ese mi marido que, en realidad, te lo digo a ti que te gusta la historia, era más depravado que Heliogábalo. Y no sé, si al asimilarlo al emperador romano, mi compañero no era también homosexual sin que yo lo supiera.

La náusea se me fue acumulando, tanto como el miedo. Ya no quería ser entregada a cualquiera, puesto que, se suponía, que yo amaba a mi pareja, que a él me debía, no a otros. Un día me escapé. Por eso estoy aquí, buscando que me albergues, prima. Es que tuve que escapar. Finalmente fuimos educadas en normas, algunas impuestas y otras sobreentendidas, pero esas normas se nos quedaron grabadas en lo más hondo de nuestro ser. Y yo trato, aunque tal vez con un poco de demora, de ser leal a las enseñanzas de mi formación. Es que, al fin y al cabo, una tiene su moral, su decoro, su dignidad, y eso es lo que quise, quiero, preservar. ¿No te parece, prima querida?

Mi prima me mira profundamente a los ojos, esboza una sonrisa, suspira… y me dice: “Si yo hubiera tenido un hombre como el tuyo, mi vida hubiera sido mucho más divertida de la que tengo con el imbécil de mi marido”.

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