Evo Morales insiste en la legitimidad democrática del presidente Nicolás Maduro y condena a todos los que califican como ilegítimo al nuevo Gobierno venezolano, que juramentó en medio del desconocimiento y creciente aislamiento internacional. El caso coloca la noción de “democracia” y de legitimidad en el centro de la controversia, como si hubiese duda respecto al quiebre de la institucionalidad democrática y la crisis económica galopante que lo acompaña. Es verdad, resulta poco honorable asumirse no demócrata. Sin embargo, para Giovanni Sartori la democracia puede significar muchas cosas pero no puede ser “cualquier cosa”.
Sobran argumentos que pulverizan el discurso que proclama la esencia democrática del modelo impuesto por el socialismo del siglo XXI. Modelo que más tiene de capitalismo de Estado de camarilla cívico militar y que enquistó en el poder a una oligarquía ahora envilecida.
Apologistas del populismo “progresista” justifican su emergencia como respuesta a las desviaciones observadas en las democracias liberales representativas, en la desigualdad económica y la exclusión social. Alegan que oxigenan, dinamizan y democratizan los sistemas políticos. Sus detractores sostienen que su éxito es aparente y visible en tiempos de bonanza, pero que sobran experiencias históricas en las que populistas o revolucionarios liquidan a fuego lento la promesa de desarrollo de todo país que construye paso a paso una genuina democracia.
Curiosamente, las cuestionadas elecciones presidenciales erigieron al gobierno de Maduro sobre las deformaciones y no las virtudes de la democracia representativa que el chavismo interpeló con estridencia. Los hechos y las cifras son elocuentes. En un país en el que la participación electoral promedio superaba el 75 por ciento, además del fraude, los comicios presidenciales -arbitrariamente anticipados-, registraron el 68 por ciento de ausentismo de votantes inscritos en el padrón electoral. Según el oficialismo, la cifra orilló el 55 por ciento. No hay victoria electoral que presumir. Esas elecciones fueron el corolario de una seguidilla de eventos que cruzaron la línea roja erosionando la convivencia e institucionalidad democrática. Tras el triunfo electoral opositor en las elecciones legislativas, el régimen no tardó en cooptar al Poder Judicial y a la instancia electoral para arremeter contra la Asamblea Nacional. Le quitó todos los poderes hasta declararla en desacato.
El populismo pregona la superioridad de la consulta popular o democracia directa. Pese a ello, el chavismo obstaculizó la realización de un referendo revocatorio de mandato. Se sabía derrotado. El régimen forzó la elección y conformación de una Asamblea Nacional Constituyente con un sistema electoral diseñado a su medida. Niega la crisis humanitaria y el drama del éxodo de tres millones de venezolanos.
La retórica anti-imperio (norteamericano) en defensa de la independencia y autodeterminación de los pueblos se desvanece. El régimen se rinde a la dominación que imponen países y gobiernos autócratas, los cuales intentan gravitar comercial y geopolíticamente en la región y a nivel global. Hipoteca al país a sus nuevos acreedores. Su lógica imperial no es menos capitalista, pero sí más salvaje y depredadora. Certera y sistemáticamente, el chavismo enterró a las instituciones democráticas al reprimir a la población que resistió 100 días continuos en las calles. Pese a todo, se salió con la suya, nada parece detenerlo.
Erika Brockmann es politóloga y fue parlamentaria.