Es extraño.
En las primeras páginas del libro cuya lectura empiezo, apenas después de las dedicatorias, se cita a las últimas líneas de otro libro: Cyrano de Bergerac.
Y leo sobre los últimos instantes de vida del caballero de la enorme nariz, misma que encarna la contradicción entre su heroísmo y su inseguridad, y marca el signo de sus amores contrariados.
Consciente de su inamovible destino, Cyrano tiene aún fuerzas para retar a la muerte:
—¿Qué decís?, ¿Qué es inútil? Ya sé que en este combate no debo esperar el triunfo. ¡No!… ¿Para qué?… ¡Es más bello cuando se lucha inútilmente! ¿Cuántos sois?… ¿Mil?
Y con los ojos abiertos desmesuradamente, ataca a sus enemigos invisibles (que no inexistentes), y reparte mandobles contra la mentira, los prejuicios y la cobardía; ya acezante, lanza una estocada contra la estupidez, para luego, ya en el piso, recibir un beso de su amada.
—Esta noche, cuando entre en el cielo, una sola cosa irá conmigo, sin manchas ni arrugas.
—¿Qué cosa? —pregunta Roxane.
—Mi penacho.
El penacho de Cyrano simboliza su orgullo, honor y nobleza de espíritu. Representa su lealtad y valentía, así como su amor y el respeto indeclinable a sus más altos ideales.
¿Puede imaginarse una mejor forma de llegar al más allá?
Luego de unos segundos de pensar en silencio sobre qué podría impulsar a alguien a utilizar esos párrafos de la famosa obra de Edmond Rostand como un largo epígrafe de su propio libro, me digo que seguramente el propio texto lo aclarará, y cierro el libro cuya portada, en fondo negro y con letras blancas muestra el nombre de la autora: Cayetana Álvarez de Toledo; y el título: “Políticamente indeseable”.
Ya en la primera página se menciona la frase “Cómo vivir juntos los distintos”, una frase que identifica a un grupo político español, desde hace algo más de diez años, y pienso en cómo esa frase, acuñada al otro lado del mundo hace tanto, pueda tener tal pertinencia en la Bolivia actual. Luego de un gobierno que durante dos décadas se empeñó en resaltar nuestras diferencias (que las tenemos, obviamente), necesitamos aprender con urgencia eso… a vivir juntos, aceptando y respetando nuestras diferencias, pero sabiéndonos parte de una sociedad, de una nación, y como tales, individuos que compartimos un destino común.
La autora del libro dice que nunca le impresionaron las apelaciones a la moderación, aunque sí rescata una de su madre, que le decía que “las formas perfeccionan la verdad”, y sostiene que la advertencia es también válida para la política, y reflexiona diciendo que “nada más detestable que la vulgaridad y el griterío, que el parlamentarismo de zasca, que desprecia las palabras, los argumentos, y hasta la necesaria belleza del discurso político”.
Belleza en el discurso político… ¿cuántos años debemos retroceder para encontrar un discurso que cumpla mínimamente con ese ambicioso objetivo? La verdad… demasiados.
La historia recuerda a Víctor Paz Estenssoro como un gran orador, pues pese a una voz más bien meliflua, era ordenado en su exposición de los hechos y uso de argumentos para su discurso. De alguna manera, su discurso “llegaba” a los oyentes.
Carlos Palenque (cantante, comunicador, empresario y político) fue un orador capaz de empatizar de manera notable con su público. Eso le ayudó a iniciar una actividad política en la que tuvo un paso poco más que fugaz, pero exitoso, de todas formas.
Otra persona considerada como notable oradora fue Domitila Chungara, dirigente del Comité de amas de casa del distrito minero Siglo XX. Su mayor virtud como oradora fue, quizás, su capacidad de representar a un sector casi ignorado. La voz de Chungara tenía peso sobre todo por su valor testimonial, y por cómo generaba empatía con su audiencia. Por eso su palabra fue apreciada en diversos foros internacionales. Jugó un papel importante en Bolivia en la transición de gobiernos dictatoriales a democráticos. Un testimonio escrito de su labor se encuentra en el libro “Si me permiten hablar”.
El ex presidente Carlos Mesa fue y es, un gran orador, al margen de los cambiantes criterios de la población, basados en su accionar político. Mesa hizo gala de sus habilidades oratorias en radio, televisión y también en el ejercicio de su rol de hombre público.
A nivel personal, debo admitir que quien más me emocionó (y con mucha ventaja) a través de un discurso, fue Marcelo Quiroga Santa Cruz. Persona de ideas claras y generosas, y labia fina cuanto convincente. Discursos creíbles porque se adivinaban sinceros. Palabras que motivaban porque se pronunciaban seguidas por el ejemplo. Sus discursos en las campañas electorales por el PS-1 enardecían los corazones (sobre todo jóvenes) de quienes los escuchaban. Sus palabras en el parlamento, impulsando el juicio de responsabilidades al ex dictador Banzer forman parte ya de nuestra historia.
Hace varios años, Muela del diablo Editores publicó “Un libro para escuchar a Ma-rcelo Quiroga Santa Cruz”, que incluía un CD con la voz del líder socialista.
¿Y ahora…?
Durante años venimos escuchando en las voces del poder político discursos chatos, mal escritos (o mal leídos, vaya uno a saber), palabras que se adivinan falsas; arengas más que propuestas, consignas más que convicciones. Discursos de autoridades que abominan de libros y lecturas (según sus propias declaraciones). Así, esperar “belleza” en el discurso político, belleza que adorne luego los actos de la clase política, no es más que una triste quimera. Quimera que pisotea la esperanza de quienes aún valoramos a la elocuencia como arte.
Y desde la cúspide del poder, esa paupérrima oratoria se traslada a todos los niveles gubernamentales, llegando incluso a los medios de comunicación. Ya eliminada la pluralidad en ellos, no quedan más que voces sin mayor ambición que adular al líder. El debate franco, pensante, cedió su lugar (o le fue arrebatado, más bien) por declaraciones altisonantes emitidas por una sola voz (aunque en muchas bocas), pero ninguna con argumentos racionales; voces serviles que ya no conciben el trabajo periodístico como equilibrio entre parte y contraparte, sino como un show mediático simple y triste cuya principal labor es pasar el micrófono a los distintos portavoces del poder, o al entretenedor de turno.
Y no solamente la prensa es maltratada de manera oprobiosa (aunque debe reconocerse la labor de varios periodistas que cumplen dignamente su rol, desde trincheras que se van creando). Quizás el rol más maltratado es el de los parlamentarios.
En Políticamente indeseable, hay también una referencia a este poder del Estado. Afirma que los diputados “deberían anclar sus críticas al gobierno en datos y atreverse a decir la verdad”. La autora dice que hay “pocos espectáculos más penosos que el de un político con la boca empastada de eufemismos, evasivas y lugares comunes, con el piloto automático puesto y la dignidad en el maletero”. Y nos recuerda, pocas líneas después, que la política necesita un nuevo equilibrio entre el militante y el partido, entre el parlamentario y el grupo, entre el individuo y el grupo. Y en el párrafo que posiblemente más me gustó, recuerda que el congresista (diputado o senador, en Bolivia) debe su mayor lealtad no al partido, sino al ciudadano (cuánto duele el recuerdo de las sesiones bufas de pugilato con que se mancilló la asamblea legislativa).
Lamentable tergiversación de valores y fidelidades, la que sufre Bolivia, que lastra no solo el progreso, sino la libertad en el país.
En la parte inicial de su libro, Cayetana Álvarez dice que de tanto luchar contra lo indeseable de la política, acabó siendo políticamente indeseable. De ahí el título de su libro.
En Bolivia necesitamos luchar contra lo indeseable, y contra todo aquello que está destrozándonos como sociedad. Hoy necesitamos luchar como Cyrano, contra un enemigo invisible que se adivina mucho más poderoso que nosotros. Necesitamos saber que luchamos no sólo por la victoria, sino para poder decir, ante las puertas de la muerte, que cruzaremos el umbral con nuestro propio penacho inmaculado.
Eso es lo necesario, hoy, en Bolivia. Lo deseable. De ahí el título de esta columna.