Si se proyectó un resultado distinto, en algo se falló en esta segunda vuelta presidencial. No porque los síntomas hayan sido muy evidentes, sino porque los resultados tuvieron una contundencia arrolladora como para no haberlos divisado en el horizonte. Tal vez hubo muchas distracciones. Mucho alegato de sobremesa. Mucha protesta en la fila del supermercado. Mucha frase para el bronce en una sobremesa. Declaraciones incendiarias en redes sociales. Mucho like, Twitter y selfies.
Concordábamos en parar los abusos de todo tipo. Zurcir el saco roto de las empresas dedicadas a administrar nuestras pensiones o cambiarlo de frentón por una caja pagadora estatal y repartidora. No más atención de salud con taxímetro adulterado. No más educación con lucro y más encima de calidad deficiente. No más discriminación entre nosotros ni con los inmigrantes (que nos recuerdan a muchos chilenos que debieron partir, en contra de su voluntad, fuera del territorio nacional). Nada de entrometerse en las sábanas, la consciencia ni el credo del otro. Había tanto acuerdo espontáneo que la mayoría se iba a dar solita en diciembre y el candidato sería sólo la guinda de una torta navideña que se podía poner al final del decorado. Si era simpático, hablaba de corrido, se manejaba frente a las cámaras y sabía responder con seguridad a los ataques, mucho mejor. Alejandro Guillier era su nombre (las otras alternativas, las de primera vuelta, quedaron atrás y solo les restaba sumarse a la fuerza de la historia).
Si le buscábamos defectos, claro que se le iban a encontrar, como lo tuvieron sus antecesores progresistas y, aún así, casi siempre ganaron. Sin embargo, en cuestión de horas, con el espejismo que fue el intervalo entre la primera y segunda vuelta, todo se vino abajo. Aunque tal vez el derrumbe haya comenzado antes. Calmo pero sistemático.
Desprestigiar las reformas, generar temor ante los cambios, fomentar la ignorancia supina y la demanda facilona del poste y el radiopatrulla. La amenaza a la vuelta de la esquina: de seguir por la senda trazada por Bachelet, tan promotora de la delincuencia, la flojera y el estatismo, el país caería en un pantano. Escuelas gratuitas donde nuestros niños se codearán con delincuentes. ¡Qué horror! Extranjeros de malas costumbres arrebatándonos lo que tanto nos ha costado forjar: ahorros, trabajo y patrimonio. ¡No lo podemos permitir! El estado de Chile entrometiéndose en la crianza de nuestro hijos. ¡Por ningún motivo! La dictadura de la Nueva Mayoría, representada en una retroexcavadora amarillenta, de construcción soviética, manejada por la hija de un aviador, con el estanque a medio llenar, siempre estuvo ahí para culparla de aquello que no nos conformaba. Definitivamente, la mayoría hoy está en otra parte. Es bulliciosa, altanera, disgregada. La componen asalariados hasta la médula que se ganaron un mote que surge de la rabia, la impotencia y también del cariño no correspondido: “facho pobre”. Otros sienten el fervor nacionalista correr por sus venas al haber salvado Chile del comunismo internacional.
Más allá, no se sabe cuántos, se enarbola la herencia pinochetista con orgullo, primero con José Antonio Kast y luego, a la falta de otro candidato, con Piñera. Más que escuchar, esta mayoría baila con su candidato al ritmo de una canción del Puma (no por nada, José Luis Rodríguez es un detractor de Nicolás Maduro, a cuyo régimen pretendía llevarnos Guillier, evidenciado en su amenaza de meterle la mano al bolsillo a los ricos de resultar ganador). Del estado de alerta, los barrios del nororiente de Santiago pasaron a las caravanas cuatro por cuatro tomándose las avenidas la tarde del 17 de diciembre. Golpearon con el puño las bocinas, gritaron hasta la afonía y compraron banderas y cintillo a un emprendedor desdentado que las ofertaba desde una orilla de la berma.
Si se le presta oído a Piñera, se notaría lo variopinto de sus propuestas. Primero, la educación como bien de consumo, donde les hará bien a los padres pagar, aunque sean 500 pesos, para comprometerse más con sus hijos (lo que cuesta, se valora, dijo el candidato). No más impuestos que perjudiquen las inversiones, el crecimiento y a la clase media. Más protección a las familias formadas por hombres y mujeres, más sus hijos sanguíneos y sus mascotas. Más protección al que está por nacer, tal como lo manda Dios y nada de abortar por deporte. Después, cediendo a las exigencias del ex precandidato presidencial Manuel José Ossandón con tal de recibir su apoyo, Piñera le dice sí a la educación gratuita, pero de a poquito, a medida que se pueda.
A cambio, abogará por la libertad de unos abuelitos -de pasado militar y genocida- que se encuentran tras las rejas por la venganza de la izquierda mundial, según le aseguró al oído Kast, su otro amigo de ocasión. No más abusos de grandes empresarios (el nuevo Presidente presentándose como un hijo de la clase media, con un padre servidor público, ligado a la Democracia Cristiana y con vínculos con la CIA… pero paremos con esas cosas añejas). Todo ese zigzagueo le sirvió para ganar. Aunque se contradiga, Sebastián Piñera siempre nos dará como respuesta lo que queramos oír o lo más aproximado a eso.