De: Rocío Z. Murga / Inmediaciones
Era una niña con el pelo rubio y los ojos claros (siempre me decoro así en los sueños, supongo que por mamá) cuando Pessoa me secuestró porque quería ser mi padre y a su vez darle una hija a su mujer, que era estéril como una playa.
Ambos estaban completamente chiflados. En el salón de casa imperaba un zapato gigante como decoración. Todas las tardes, Pessoa hacía venir a un profesor de música y los tres la pasábamos tocando como en una orquesta: yo tenía un chelo al que le frotaba las cuerdas con el arco de forma histriónica intentando lograr fuego, pero nunca conseguía agitar con suficiente fuerza (quería acabar con todo aquello).
Continuamente intentaba escapar de aquella mansión de majaretas pero siempre me pescaban. Por las noches, «mi madre» o lo que aquel perturbado ser fuese, se sentaba a los pies de mi cama y se reclinaba hasta alcanzar mis labios para desearme buen descanso, mientras sus dedos buscaban mi torso consiguiendo que un hielo se deslizase por mi espalda. Me obligaba a mí misma a fingirle una sonrisa para no desestabilizarla.
De pronto me encuentro en un autobús. Estoy desorientada. Veo a lo lejos una explosión. Reconozco el gran zapato chamuscado en medio de la nada. El reflejo del cristal de la ventana me dice que ya soy mayor. De nuevo tengo el pelo y los ojos negros. J. se acerca a mi asiento y me pregunta adónde he estado todo este tiempo. Encojo los hombros y envuelta por una placentera sensación de alivio y libertad, le miento: De viaje.