“En medio de importantes necesidades humanitarias y de seguridad, tampoco podemos ignorar ciertas corrientes dominadoras, sostenidas por principios mercantiles posesivos e individualistas, que han llegado a sustraer del concepto de rectitud sus raíces culminantes, separándolas de un espíritu decente y solidario”.
Cada uno de nosotros, sólo será justo, en la medida en que haga sus labores de desapego, porque nuestra víscera egoísta perenemente está apegada a la deslealtad, dentro de una atmósfera adherida al odio, a la venganza, a los rencores. Por desgracia, cualquiera hemos presenciado la destrucción de vínculos hogareños, que nos revuelven por dentro, pero que ahí suelen estar, pasando de una generación a otra. Son muchas las personas que viven distanciándose de sus propios lazos naturales, que no han aprendido aún a reprenderse y, todavía menos, a perdonar de corazón. Desde luego, la rabia es un vicio que destruye las relaciones humanas y una fuente de desatinos. De ahí, la necesidad de templarnos con la amplitud de mirada y la benevolencia del sabio que cabal lo justifica.
Indudablemente, no somos responsables del naciente desespero, ya que coexistimos humanos y tenemos sentimientos, pero siempre sí que existimos como garantes de su desarrollo. En ocasiones, es saludable que el furor se desahogue de la manera adecuada. Si un ser humano no se indignase ante la injusticia, si no sintiera la opresión de un débil, entonces significaría que tiene un corazón empedrado, deshumanizado por completo e inhumano. La solidaridad con el indefenso es algo innato en nosotros. Necesitamos hallarnos arropados entre sí; máxime en un momento en el que la desaceleración económica, las tensiones geopolíticas y el cambio climático ponen en peligro, ya no sólo el mercado laboral, también las nuevas oportunidades de subsistencia.
Hoy más que nunca, no podemos cerrar los ojos a la realidad que nos ha tocado vivir; y, aunque progresemos en la conciencia de la moralidad, tenemos que hacer valer su significado, al menos para mejorar la concordia entre análogos. Sea como fuere, y a poco que nos adentremos en nosotros mismos, observaremos que vivimos en un mundo en el que los vínculos hogareños apenas existen, cada cual camina a su rumbo materialista, con ritmos existenciales frenéticos, sin importarnos para nada la construcción de una sociedad más humana y fraterna. En este sentido, también me dirijo a los responsables políticos, pidiéndoles que ayuden socialmente a ese aluvión de desfavorecidos, que caminan por el mundo desolados, sin que nadie le extienda una mano.
En medio de importantes necesidades humanitarias y de seguridad, tampoco podemos ignorar ciertas corrientes dominadoras, sostenidas por principios mercantiles posesivos e individualistas, que han llegado a sustraer del concepto de rectitud sus raíces culminantes, separándolas de un espíritu decente y solidario. Sin duda, es imperativo el apoyo internacional, al menos para poner fin a la mayor crisis de desplazamiento mundial. La justicia, en efecto, no es un simple pacto entre semejantes, ya que lo que es justo no está determinado originariamente por la efectiva ley, sino por la identidad profunda del ser, llamada a cultivar el gusto por lo que es equitativo y auténtico, aun cuando esto pueda comportar sacrificio e ir contracorriente.
Todo en esta vida, requiere esfuerzo y dedicación; ahora bien, si cuando fuiste mazo no tuviste compasión, ahora que eres yunque, te toca tener aguante. Sea como fuere, continuamente me he reafirmado que los derechos fundamentales, están inscritos en nuestra propia naturaleza humana; y, como tales, deben salvaguardarse con tolerancia comprensiva, pero sin dejar de intensificar el esfuerzo conjunto y universal de garantizar su respeto. Por ello, en tiempos difíciles como los actuales, las naciones deben sumar esperanzas e impedir que se desmorone el orden mundial. De lo contrario, acabaremos destruyéndonos como linaje. ¡Triste época la nuestra!; porque las leyes abundan, lo que falta es la entereza, para perpetuar la civilización y que se armonice.