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Paulina Vinderman: “Un interrogante que arde más que si fuera una revelación”

Paulina Vinderman nació el 9 de mayo de 1944 en Buenos Aires, ciudad en la que reside, la Argentina. Estudió Bioquímica e Historia del Arte. Ha sido incluida en numerosas antologías y traducida parcialmente al italiano, inglés, rumano, francés, catalán y alemán. Tradujo del inglés poemas de Sylvia Plath, John Oliver Simon, Emily Dickinson, James Merrill, Michael Ondaatje, entre otros. Colaboró con Nina Anghelidis en la traducción al castellano de “Votos por Odiseo”, de la poeta griega Iulita Iliopulo. Citamos algunas de las distinciones obtenidas: Primer Premio Municipal Ciudad de Buenos Aires (bienio 2002-2003) —habiendo antes recibido el Tercero y Segundo Premio (bienios 1988-1989 y 1998-1999 respectivamente)—; Premio Nacional Regional de la Secretaría de Cultura de la Nación (cuatrienio 1993-1996); Premios Fondo Nacional de las Artes 2002 y 2005; Premio Anillo del Arte a mujeres notables 2006; Premio Literario de la Academia Argentina de Letras, género Poesía, 2004-2006, a trayectoria y por su libro “Hospital de veteranos”; Premio Citta’ di Cremona 2006 al conjunto de su obra. Poemarios publicados entre 1978 y 2014: “Los espejos y los puentes”, “La otra ciudad”, “La mirada de los héroes”, “La balada de Cordelia”, “Rojo junio”, “Escalera de incendio”, “Bulgaria”, “El muelle”, “Hospital de veteranos”, “El vino del atardecer”, “Bote negro” (en 2010 por Alción Editora, en la Argentina, y por Vaso Roto Ediciones, en España-México), “La epigrafista”, “Ciruelo”, además de las antologías “Cónsul honoraria” (2003), “Transparencias” (Arquitrave Ediciones, Bogotá, Colombia, 2005), “Los gansos salvajes” (Universidad Autónoma de Nuevo León, Posdata Ediciones, México, 2010), “Rojo junio y otros poemas” (2011). En 2013 en Francia, Lettres Vives editó de modo bilingüe, con traducción de Jacques Ancet: “Barque noire / Bote negro”, mientras que con traducción de Alessandro Prusso, este poemario apareció en Génova, Italia, a través de Editorial de lo Imposible.

          1 — En la Universidad de Buenos Aires te recibiste de bioquímica. ¿Ejerciste? Y supongo que no concluiste la carrera de Historia del Arte. ¿Es así? Te propongo que rememores tus años de estudiante. Y cómo fue transcurriendo tu vida mientras cursabas y aun después, hasta que se socializa “Los espejos y los puentes”. Eso: llevanos hasta los espejos y los puentes.

          PV — Mi enamoramiento del lenguaje empezó en la infancia, todo empezó allí.

Aprendí a leer y escribir antes de la escuela y me salteé un grado. A los ocho años decidí ser escritora; quería ser como esos autores que tanto amaba; era una lectora voraz y precoz. Creí que iba a ser narradora, escribía cuentos y fundé un club literario con mis amiguitas del barrio. A los diez apareció “de la nada” el primer poema y fue un deslumbramiento; no porque creyera que era buenísimo (risas), sino porque descubrí que eso era lo mío; no sabía explicarlo, pero había encontrado mi lugar, mi respiración, mi destino (suena dramático, pero así lo viví).

          Por supuesto, quería estudiar Letras. Por supuesto, un padre autoritario y una madre enferma, en un contexto de poco dinero, se opusieron con violencia. No tuve ninguna ayuda. Elegí Química porque esa carrera me había seducido y la Biología más aún. El misterio de la vida. Y por otra parte era un mandato familiar.

          Siempre fui curiosa y estudiante nata. Sufrí mucho de todos modos, pero la carrera fue un salvoconducto: decía que estudiaba por la noche y leía, leía, leía. Y escribía, claro.

La carrera me sirvió para independizarme, ganar mi dinero; me dediqué a la bacteriología y era buena, seria, responsable. Adoré el microscopio, el mechero de Bunsen ardiendo en la mesada. Me había convertido en un gato de dos mundos, dos vidas. Cuando publiqué mi primer libro, dejé la profesión; perfeccioné mi inglés, empecé a traducir y crear talleres de lectura y escritura.

          La ciencia me dio mucho: paciencia, método, mente amplia; me formó, pero el dolor de la incomprensión de mis padres, no se curó jamás.

          Historia del Arte la estudié en forma privada; en realidad, no dejo de estudiarla: la relación poesía pintura es una de mis obsesiones. Estoy escribiendo un libro que explora ese territorio.

          2 — En noviembre de 1990 “confesabas” que Wallace Stevens, William Carlos Williams (“Su realismo no imitativo”, aducías en la revista “Babel”), Elizabeth Bishop, R. L. Stevenson, lograban que Walter Benjamin, Ludwig Wittgenstein y Raymond Carver pudieran esperar. Y a fines de 2014, ¿qué autores logran que otros puedan esperar? ¿Y qué autores ya no deben tener la menor esperanza de que vuelvas a ellos, y por qué?

          PV — Estoy leyendo filosofía y ensayo, sobre todo, además de poesía. Supongo que los novelistas y cuentistas me esperan un poco más (risas). Aunque he leído novelas muy buenas de John Banville, de Anne Michaels, de J. M. Coetzee, en los últimos tiempos.

          Me encanta releer. En los veranos, cuando dejo de dar taller, hago festivales: de León Tolstói, de Antón Chéjov, de Virginia Woolf… Siempre descubro algo nuevo y es muy, muy enriquecedor. No volvería a leer, sospecho, a Ezra Pound, Leopoldo Lugones, Walt Whitman. No me aportarían nada y hay algo de empatía faltante entre ellos y yo.

          3 — “Poesía no de atajo sino de ir al grano directamente”, concluye Gabriela De Cicco su comentario a propósito de “Escalera de incendio” (“confirmar un camino”, añade, citando los títulos de tus cinco poemarios precedentes), en “La Capital” de Rosario, Santa Fe, hace diecinueve años. ¿Hasta ahí coincidís? Y a partir de “Bulgaria”, ¿cómo ha seguido indagando tu poesía?

          PV — Sí, aunque soy más consciente de lo que no hago que de lo que hago. No balbuceo, no fragmento; en general reúno, a veces en forma de collage, pero casi siempre tratando de lograr fluidez. Un lenguaje de encantamiento para un mundo desencantado. En ocasiones, sin darme cuenta, uso un tono narrativo que va llevando a una epifanía, a una revelación o a una intensificación del pensamiento, o un interrogante que arde más que si fuera una revelación. Después de “Bulgaria”, todos mis libros tuvieron un hilo conductor; no se trataba de poemas aislados sino de cuentas del mismo collar, de la misma preocupación. Desconozco la razón; simplemente obedezco al poema que elige su forma.

Y continúo escribiendo de ese modo. El fìnal resulta más claro: la pera cae madura y la veo caer. No sé si es esa la razón; creo que, en el fondo, escribo así, un poema largo, un único poema. Tal vez mi respiración se amplió.

          4 — En los ‘50 el español Rafael Alberti publica “A la pintura” y en 2001 la argentina Juana Bignozzi da a conocer “Quién hubiera sido pintada” (cito apenas dos de los numerosos poemarios íntegramente concebidos a partir de la incidencia de la pictórica en los poetas). ¿Qué articulación tendrá el tuyo, el que explora el territorio poesía y pintura? ¿Hay alguna otra colección de poemas en los que estés trabajando?

          PV — Además de los citados, recuerdo “Las musas inquietantes” de Cristina Peri Rossi. No estoy escribiendo un homenaje a pinturas o pintores. Es, en realidad, una reflexión sobre la génesis del impulso, sobre la profunda necesidad humana del arte. Y sobre la íntima relación entre poesía y pintura. Georges Braque decía: “El clima: hay que lograr una cierta temperatura que haga las cosas maleables”, entre otras notas reunidas en “El día y la noche”. Wallace Stevens en “Adagia”, lo explicitó: “En gran medida, los problemas de los poetas son los problemas de los pintores” y agregó un lema maravilloso: “La lengua es un ojo”. En mi caso no son notas para un ensayo: son poemas; aparecieron, es decir, golpearon a mi puerta y me comprometí con ellos, como suele suceder. El poema para mí es el lugar donde todo sucede, donde se unen lo vivido, lo soñado, lo leído, lo olvidado, lo imaginado. Los pintores que aparecen, en algunos de los poemas, lo hacen sin que me lo haya propuesto.

          Y con respecto a tu otra pregunta, tengo dos libros inéditos, a la espera.

          5 — El profuso volumen de Alberti, además de abordar los colores, los implementos del artista (incluyendo la mano), las características y condiciones de producción, se detiene, por ejemplo, en Piero Della Francesca, Veronés, Nicolas Poussin, Pedro Berruguete, Lino Spilimbergo, Cândido Portinari, Lino Seoane. ¿Qué pintores, Paulina, “te detienen” más en su contemplación?

          PV — Hablo, por lo general, de artistas, no de estilos determinados, así como en poesía me interesan las voces y no tanto los “ismos”.

          La lista de “mis” pintores es enormísima; enumeraré los que jamás podría olvidar citar: Caravaggio, Rembrandt, Vermeer, Joseph Mallord William Turner, Velázquez, Cézanne, Brueghel el viejo, Braque, Klee, Kandinsky, Magritte, de Chirico, Georges de La Tour, Mark Rothko… Además, en primerísimo lugar, los pintores de las cuevas del paleolítico, que me tienen hechizada.

          6 — Si fueras una artista plástica, ¿qué temáticas abordarías, con qué procedimientos?

          PV — No lo sé, Rolando, no soy una artista plástica (risas). Me encanta el óleo; pero ¿usaría acrílico para experimentar? Adoro la acuarela, ¿la usaría? Sé que trabajaría el claroscuro. Sé que trataría de dar al color sensualidad, que oliera, además de hablar. Sé que me aproximaría al objeto para diluirme en él; sólo me alejaría para la corrección final, como en el poema. Y como tanto la poesía como la pintura son intemporales, mi obsesión por lo efímero se expresaría también en ese medio. Creo que lo fugaz me acerca a la sensación de eternidad.

          7 — Van dos versos de Bignozzi de la breve colección citada: “me han dicho que soy lo único que una mujer de izquierda / llevaría a una isla desierta más un poco de música”; y mi recuerdo de la respuesta de la actriz argentina Amelia Bence a una encuesta de una “revista de actualidad” (más o menos así): “Las dos únicas cosas que me llevaría a una isla desierta serían un cepillo de dientes y a Peter O’Toole.” ¿Qué te resultaría imprescindible en dicha circunstancia?…

          PV — Llevaría El Quijote, las obras de Shakespeare y los dos libros de Alicia, de Lewis Carroll. Además de estos ítems tan previsibles, me llevaría a un animalejo de juguete (en lo posible gato, perro, tigre, león) al cual hablar y con el cual compartir la aventura.

          8 — ¿Qué autores, qué asuntos abordan los artículos que has ido divulgando en publicaciones periódicas? ¿Prevés la reunión de ese quehacer en algún volumen? Y complementariamente, ¿a quiénes valorás más en el género ensayo?

          PV — He escrito sobre Raúl Gustavo Aguirre, sobre Edgar Bayley, sobre “Poesía Buenos Aires”, sobre Joaquín Giannuzzi. He escrito sobre Stevens, sobre Sylvia Plath, sobre Álvaro Mutis, sobre los poetas platenses, sobre Jorge García Sabal. También sobre los pintores contemporáneos Ronaldo Enright y Ariel Mlynarzewicz. Y he escrito sobre Poesía, en ponencias, en el discurso en la Academia Argentina de Letras, etc. Hay mucho más; estoy nombrando todo lo que se acerca al ensayo; has dado en el clavo, Rolando, porque estoy pensando en reunirlos y ampliar algunos trabajos sobre poetas más jóvenes.

          Admiro los ensayos de Stevens, de W. H. Auden, de Joseph Brodsky, de John Berger, de Pascal Quignard. De nuestro país, además de los ya citados Bayley y Aguirre, admiro a María Negroni, su deslumbrante escritura. “El arco y la lira” de Octavio Paz fue muy importante en mis comienzos.

          9 — Precede la última frase de la novela “Varamo”, del bonaerense César Aira, las siguientes: “Si una obra deslumbra por su innovación y abre caminos inexplorados, el mérito no hay que buscarlo en la obra misma sino en su acción transformadora sobre el momento histórico que la engendró. La novedad vuelve nuevas sus causas, las hace nacer retrospectivamente de ella. Si el tiempo histórico nos hace vivir en lo nuevo, el relato que pretende dar cuenta del origen de la obra de arte, es decir de la innovación, deja de ser un relato: es una nueva realidad, y a su vez la misma de siempre y de todos.” ¿Qué te promueve lo que acabás de leer?

          PV — No hay progreso en arte. Sí renacimiento, porque la creación es eso: un verdadero renacer. En el caso de la poesía, volver a nombrar el mundo, como si fuera la primera vez, con lucidez y con asombro al mismo tiempo. Bayley hablaba de “estado de inocencia y estado de alerta”, ¿recordás? Por supuesto, coincido con la influencia del tiempo histórico; el poeta es un cronista de su época, lo quiera o no, aun siendo la poesía intemporal, en lo profundo de su corazón (esto no es una paradoja, aunque lo parezca).

          10 — ¿Por dónde anda el esbozo del largo ensayo que aspirabas, hace unos años, realizar sobre Hans Christian Andersen? ¿Por dónde andan otros eventuales esbozos?

          PV — Ay, quedó en proyecto. Gracias por recordármelo. Espero cumplirlo alguna vez. Andersen es un poeta maravilloso. Y, sí, hay más esbozos. No alcanza la vida (risas), no alcanza. Por otra parte, cuando el poema llega, nunca lo traiciono; lo invito a pasar, le sirvo café, le doy mi mejor sillón (más risas).

          11 — Tu padre, su autoritarismo (¿su prosaísmo?), “ni sueños ni palabras”, y tu “Bulgaria”, ajuste de cuentas-epílogo poético, y allí el color, aunque “…un cuadro / donde el mar está pintado con tan poca fe / que no sabe si quedarse cuando llegue la noche.” Imagino que el poema que da título a tu libro del ’98 ha de haber conmovido a muchos. ¿De qué otros poemas tuyos te parece que has recibido más comentarios? ¿Acaso de aquellos que estableciste con subtítulos (“óleo sobre papel”, “poema sin adjetivos”, “arte poética matinal”, “una poética urbana”, etc.)?

          PV — Gracias, Rolando, sí, “Bulgaria” fue mi poema aislado más alabado; otros fueron “La dama del mediodía” (poema sin adjetivos), por ser un tour de force y “La muerte de la imaginación”. También “En ninguna parte”, el poema final de “Escalera de incendio”. No recuerdo mucho más, sólo que después los elogios fueron dirigidos al libro como unidad, tal como había sido escrito. “La balada de Cordelia”, un único poema dividido en cantos a la manera de las antiguas baladas, también tuvo lectores entusiastas, sobre todo jóvenes, algo que me emocionó.

          12 — Es a la “viajera incompleta” (ver “Escalera de incendio”) a quien pregunto sobre su condición de viajera: cómo la has ejercido, en qué época, por dónde, con quiénes.

          PV — Cuando digo “incompleta” me refiero a una sabiduría anhelada; la de una mirada afilada, que pudiera captar el mundo en sus contradicciones, crueldades y maravillas, en una aceleración de la percepción como es la poesía. El viaje como escritura y la escritura como viaje. No digo nada original. A los ocho años aseveraba que iba a ser escritora y exploradora (risas). Algo se hizo realidad.

          Recorrí el continente desde la Patagonia hasta México, por tierra: auto, tren, ómnibus, camión. La visión profunda, la de las calles secundarias, no las avenidas de la Historia. Comencé a los veintidós años: con un grupo de locos de la Universidad nos largamos a Cuzco, Perú, con poco dinero. A partir de allí siempre busqué compañeros/as estrafalarios como yo; conocí a mi marido y ya no paramos. En 1991 logramos el “Buenos Aires-Caracas, Caracas-Buenos Aires”, en un Fiat 128. Estuvimos dos veces en el Amazonas. Recorrí en auto Europa hasta Finlandia en 1974; no detallo más a riesgo de aburrir. Ahora la edad nos hizo detener. Siento una nostalgia infinita, natural.

          13 — ¿Qué te parece si nos trasmitís cómo ha sido tu modo de colaborar con la poeta griega Nina Anghelidis en la traducción de “Votos por Odiseo” y qué trasunta esa poética? ¿Se editó, tal como atisbé en la Red que llegaría a suceder, la obra de Iulita Iliopulo a través de la Universidad de Granada?

          PV — Fue un trabajo muy interesante porque mi aporte era el conocimiento profundo del castellano que Nina no tenía. En realidad, en la traducción, siempre se aprende más del propio idioma que del traducido. Trabajamos a conciencia, rodeadas de diccionarios de griego y de español y mis preguntas eran siempre orientadas a si esa palabra usada por Iulita era sofisticada o cotidiana, etc. También teníamos desplegados sobre la mesa, todos los libros de Odiseas Elytis; el libro era un homenaje a ese magnífico poeta, compañero de Iulita que había muerto recientemente.

          Sé que se editó, pero perdí el rastro después de tantos años; Nina volvió a su país casi enseguida.

          14 — ¿Qué diferencias te encontrás como traductora hoy y como traductora hace… treinta años? ¿La traducción siempre es reinterpretación?

          PV — No hay mucha diferencia salvo la experiencia de la acumulación de tiempo. Para mí la traducción es un desafío mayor que el poema. Es interpretación: del espíritu del poeta, de su estilo (sencillo o intrincado), de su lenguaje, sus preocupaciones, su vida. Además del texto a traducir, leo todo sobre el autor/la autora. Y busco una música de nuestro idioma que se aproxime.

          15 — Dirijámonos a lo que redactó el también traductor Julio Cortázar, en el primer párrafo de “Permutaciones”, una de las secciones de su “Salvo el crepúsculo”: “¿Por qué en literatura —a semejanza servil de los criterios de la vida corriente— se tiende a creer que la sinceridad sólo se da en la descarga dramática o lírica, y que lo lúdico comporta casi siempre artificio o disimulo? Macedonio [Fernández], Alfred Jarry, Raymond Roussel, Erik Satie, John Cage, ¿escribieron o compusieron con menos sinceridad que Roberto Arlt o Beethoven?” ¿Cómo proseguirías reflexionando, Paulina, a partir de lo encomillado?

          PV — Un debate eterno, siempre repetido. La sinceridad no tiene nada que hacer en arte; sí autenticidad. No se deben confundir. Reivindico la ficción para la poesía; sabemos que la ficción suele calar más hondo que la realidad. ¿Qué importa que algo haya sucedido en marzo si suena mejor noviembre? ¿Qué importa que invente una ciudad si es más vívida, más verosímil? Por otra parte, con autenticidad me refiero a la tarea del autor, cabal, honesta con el lenguaje, ese lenguaje que es el que debe ir hacia lo esencial, iluminar los rincones oscuros de la existencia. A veces ese lenguaje puede ser irónico y ser más leal. Una vez llamé a la poesía “un juego mayor”.

*

Paulina Vinderman selecciona poemas de su “Bote negro” para acompañar esta entrevista:

3)

¿Qué terror es éste, enraizado en la escritura

como oficio y deber, como espinas en la niebla de marzo

que ella no puede quitar y sin embargo canta?

La dulzura de la fe en las palabras que escapan

de su cárcel es semejante a nuestra supervivencia

en esta ciudad sin ángeles.

Vendrá el sol como siempre, a romperse frente

a mi asombro y vendrá la noche como una hilera

infatigable de hormigas.

Y cerraré este cuaderno, y soñaré con árboles

rugosos pero sin heridas.

Y con la clemencia de la luz.

*

5)

Ahora, tarde en la tarde, marzo sonará en la

palabra púrpura, al borde de la métrica,

inclinada en su terraplén.

Escribo dentro de un grabado mientras la palmera

izquierda (la pequeña) espera su salud perdida

y el encanto del cielo sobre sus nuevas hojas:

un mosquitero de encaje.

Mi mente está calma como un lago

escuchando la voz del hombre que anoche

en mi sueño me preguntaba por las constelaciones.

¿Era ésa la voz del lenguaje?

¿Por qué rompí mi poema del tiburón?

Si viene la lluvia será un exilio, un intervalo

en el teatro de mi pobre, pálida memoria.

Montañas azules, pueblos silenciosos, cardos al sol,

palomos que arrullan las siestas y un humo (¿la voz?)

en la carretera.

*

9)

Invento el jardín que no tuve y me fotografío

bajo un toldo de cielo.

Cuando menos lo espere, la palabra jardín

me abandonará, y volveré a mis pueblos con

calles de tierra y corazón dorado.

Me dedico a barrer sombras alargadas como cangrejos raros,

sombras de siglos en ciudades inquisidoras, dulcemente

hostiles a mi curiosidad y a mis robos.

¿Robar para el poema, no para la corona, tendrá perdón?

Hasta que la luna salga en mi búsqueda

le quito Groenlandia a los daneses y escribo

en esta página una carta al viejo Erik el Rojo.

En borrador, sobre mi río y mis piedras, mi canción

y mi Sur. Y las tribus diezmadas, y una oscura

mancha de petróleo sobre la palabra justicia.

*

10)

El hombre de maíz diría que el espíritu de

la palmera enferma se adueñó de mí.

Y que debo dedicarle la nube del próximo poema

en que aparezca la palabra nube.

Le pregunto por la tristeza.

Dice que debo acomodarme al viento de la vida.

Y que le cante en rima a mi raíz.

Porque a la suya —la de la palmera— le cantará

la tierra, la cobijará como me cobija el día que se va,

página a página, cobalto sobre blanco, como el recuerdo

de esa foto mojada por la lluvia que cerró el incendio.

*

12)

El pasado es un país extranjero, donde no sé nombrar

mi desajuste con el mundo ni los árboles frondosos

de las riberas de los ríos secretos (secretos-ríos),

que corren hacia la eternidad llamada mar.

No, no hablaré del porvenir: es un cuarto oscuro

donde sólo puedo votar por la muerte. Sus afiches

son bellos, pero irritantes de tan verosímiles.

“¿Y el presente?”

Ah, María, el presente es una piedra azul, opaca, libre,

cubierta de polvo, que me recuerda al poema

balbuceado anoche en mi libreta, que deshilaché después,

sin fiebre y sin compasión.

*

13)

Puedo oír los perros a la distancia, antes de dormir.

Y ellos me consuelan, consuelan a mi corazón cojo

y me hablan de lo único que tiene valor.

Testimonios austeros de la vida, un sacudir de

ramas en los días obedientes.

Como el sonido de una flauta en la noche débil,

como un humo herido por la ausencia de luz.

Viajaré por la página de la noche sin mentir,

viajaré otra vez por mi río barroso que se cree mar.

Y mañana, en mi taza de niebla en la cocina,

como todos los días oscurecidos por la lentitud,

veré la simetría.

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