Luego de 55 días de encierro, el pasado lunes 11 de mayo, empezó el desconfinamiento en Francia. Cuando el Primer Ministro Édouard Philippe anunció el plan respectivo, hubo una sensación extraña, una victoria a medias, una alegría controlada. A pesar de que hay una tendencial mejoría en las cifras (número de contagios y decesos), es desigual en todo el territorio nacional. La autoridad presentó un mapa con las zonas verdes y rojas, en las primeras el virus circula muy poco, mientras que en las segundas está todavía activo.
París, donde yo vivo, está en la zona roja, así que una buena parte de las medidas de distancia social siguen en pie. El gran alivio fue no estar obligados a sacar permiso electrónico de salida y no tener límite de tiempo ni de espacio. Antes mis salidas cotidianas estaban restringidas a una hora y un kilómetro.
La algarabía parisina se sintió la misma noche del lunes 11 en el pintoresco canal Saint Martin. No pocos se instalaron en el borde del canal con una copa de vino y el barbijo en la mano o el cuello, respetando, algunos, el metro de distancia y en grupos menores a diez personas. Pero diez, más diez, más otros diez y así por varias cuadras, son una multitud. La policía intervino y esa misma noche prohibieron el consumo de alcohol en vía pública.
Las tiendas pequeñas han levantado sus cortinas de metal y dejan entrar clientes, siempre con barbijo, y manteniendo la distancia. Las peluquerías han sido de los primeros espacios en abrir, hay filas de personas en las puertas esperando su corte. En el metro se han señalizado las direcciones, clausurado asientos para evitar cercanía, y obligado a portar cubrebocas. Se está impulsando, todavía más, el uso de la bicicleta como medio de transporte alternativo. Las escuelas todavía están cerradas, las universidades recién retomarán actividades en septiembre, y falta ver en qué condiciones.
Muchas cosas están cambiando. El sentido del espacio ya no es el mismo. La obligación de mantener un metro respecto del otro lo cambia todo. Recordemos que los franceses se saludan -o se saludaban- con dos besos en ambas mejillas (sin importar el sexo). Eso se acabó, ahora lo hacen con una sonrisa debajo del cubrebocas y tocando los codos. Toda la estructura de la vida urbana pensada para la aglomeración -parques, buses, banquetas, restaurantes, mercados y cuanto hay-, ahora debe ser ajustada, pues sólo puede acoger a la mitad de la población. Habrá que ver qué consecuencias económicas tendrá ese desperdicio de espacio.
En suma, empieza la nueva vida en un contexto completamente diferente.
Las discusiones públicas han estado a la orden, a estas alturas todavía un 80% de los noticieros están dedicados a la pandemia. Uno de los debates más interesantes en esta semana fue la torpe intervención de un empresario farmacéutico que dijo que, en cuanto haya una vacuna para el Covid-19, el primer país en recibirla será Estados Unidos, pues fueron los que más invirtieron. Obviamente todos reaccionaron frente a semejante afirmación. El punto común -y el tema de fondo- es que no se puede someter la salud pública a las exigencias del mercado. Parece obvio, pero tuvimos que atravesar por una crisis brutal de salud para volver al principio básico: la salud es un derecho humano, su atención debe ser responsabilidad pública y lo más alejada del circuito comercial.
Decía que París poco a poco asume otro ritmo. No vuelve a lo “normal” porque lo “normal” ya no existe. El miedo, tanto como el virus, todavía circulan. Habrá que acostumbrarse a las exigencias de la vida cotidiana en esta nueva era.